CAPÍTULO CUATRO

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Despertó de golpe, asustada. Le costó algunos segundos reubicarse en el espacio y en el tiempo. Era martes, estaba acostada en su cama, con Bradbury tumbado cerca de su cabeza y emitiendo calor como una estufa peluda. Se separó un poco de él antes de mirar a su alrededor. Todo estaba tal cual recordaba haberlo dejado la noche anterior. Aún así, tenía vagos recuerdos de haber escuchado ruidos extraños en la oscuridad.

De pronto, su mirada se centró en la máquina de escribir que ocupaba su escritorio. Pestañeó, confundida. Entonces, de manera abrupta, recordó todo lo que había pasado el día anterior, que se podía resumir en una sola frase: iba a escribir la última novela de Alejo Sanfuentes.

Se sentó en el borde de la cama con lentitud, como hacía cuando necesitaba despertar de verdad. Allí, con la cabeza gacha, inspiró hondo un par de veces.

—Ducha, ropa limpia, comida —musitó. Era su mantra de las mañanas, las pocas que vivía porque por lo general solía estar durmiendo a esa hora.

Con dificultad se puso de pie, tomó su celular y caminó hasta el baño. Estuvo bajo el chorro de agua unos veinte minutos, lo equivalente a dos canciones de Tool que reprodujo en Spotify. Al salir, se sentía mucho más viva que antes.

Luego de vestirse, alimentó a Bradbury, quien se despertó, se estiró con ahínco y fue a comer. Verlo engullir su comida le recordó a Teodora que ella también necesitaba nutrientes y, sobre todo, café. El rostro de Andrea apareció en su mente nada más pensar en el desayuno. Podía permitirse ir a la cafetería todos los días si quería por un tiempo, aunque no era muy inteligente gastarse todo el adelanto en café que no le gustaba demasiado y pastelitos caros. Andrea lo valía, eso sí.

Decidió ir a trabajar a la cafetería durante la mañana, así que por primera vez abrió el paquete con las notas y el manuscrito inacabado de Alejo Sanfuentes. La noche anterior estaba demasiado cansada para hacerlo, así que pospuso ese primer paso de su trabajo para cuando estuviera con la cabeza despejada. Y ese era el momento.

Abrió el paquete con cuidado de no romper nada que estuviera en el interior, precaución inútil, porque el papel solo envolvía una caja que custodiaba todo lo demás. Esta era de cartón sencillo, sin adornos, similar a las que se usan para archivar documentos en las oficinas, solo que más pequeña. Al abrirla, notó que en el interior había una libreta y un montón de hojas mecanografiadas en, supuso, la misma máquina de escribir que estaba ahora en su poder. Sacó todo y se centró en el manuscrito: eran alrededor de setenta páginas, algo quebradizas y manchadas por la tinta y, lo comprobaría después, también café.

Pero lo más importante fue que en la primera página leyó por primera vez el título de la novela que ocuparía los siguientes seis meses de su vida. Nadie se lo había informado, ni tampoco figuraba en el contrato. Solo se estipulaba la prohibición de cambiarlo, tal como de alterar cualquiera de las palabras que Alejo Sanfuentes había escrito antes de morir. Úrsula Carvajal se lo había reiterado en su visita.

Rozó con la yema del pulgar el título, sin fijarse aún en la ausencia del nombre del autor. La palabra, compuesta de cuatro letras, figuraba solitaria en el centro de la hoja, poco más que una mancha de tinta en medio de la blancura.

Ella.





—La navidad ya pasó, ¿qué es este milagro?

Rodó los ojos mientras se acercaba al mesón tras el cual la esperaba Fuentes. El hombre tenía una sonrisa torcida, como si hubiera ganado alguna apuesta. Quizás apostaba con Micaela a qué hora se levantaría Teodora o cuántos días lograría pasar sin dormir o cuándo moriría de un aneurisma. Si así era, esperaba que ninguno de los dos ganara y que hirvieran de frustración.

—Ayer me dormí temprano.

—Lo sé. Todo el edificio lo sabe y lo agradece.

—¿Por qué tan feliz, Fuentes? ¿Por fin ganó la Unión Española o algo así?

—Oiga, no se meta en terreno sagrado. Respete.

Teodora alzó las manos en señal de paz.

—Perdón, me pasé.

—La juventud de hoy es así —dijo el hombre luego de encogerse de hombros—. ¿Para dónde va tan temprano?

—A comprar un café y a trabajar un rato.

—¿En el exterior? ¿Está enferma?

—Sí, de flojera. Como siempre. —Se inclinó un poco sobre el mesón para espiar al otro lado—. ¿No tiene uno de esos Frugelés que tanto le gustan?

El hombre le sostuvo la mirada con una ceja alzada.

—Apuesto que es lo primero que come en el día.

—Para eso voy a la cafetería, para tomar desayuno. Pero si no me da unos de sus dulces, me voy a caer desmayada acá mismo. Y así escuálida como me ve, soy muy pesada. Le va a costar un mundo levantarme y llevarme a mi departamento, sobre todo por su edad.

El hombre soltó una carcajada.

—No se preocupe, yo la tapo con diario y espero que lleguen los de la ambulancia o los de la morgue. No me haré mala sangre.

—Tan buen samaritano usted, Fuentes. Esta cochina sociedad no lo merece.

—¿Cierto que no?

Mientras decía eso y sin mirar, sacó el frasco de Frugelés y lo puso sobre el mesón. No se inmutó ante la sonrisa infantil que Teodora dibujó nada más ver los coloridos dulces.

—Solo puede sacar dos.

—Cinco.

—Tres.

—Bueno, tres...

—Ya, saque cinco.

Ella quiso decir algo cargado de sarcasmo, pero se mordió la lengua. Aún no tenía los dulces consigo, si daba un paso en falso, perdería la oportunidad. Cuando el hombre abrió el frasco, se demoró un poco más de lo recomendable en tomar los cinco Frugelés porque, como siempre, solo quería de color verde. Fuentes rodó los ojos.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Treinta. Pero la juventud es una cuestión de actitud. —Abriendo el primero de los dulces, comenzó a caminar hacia la salida del edificio. Luego de bajarse la mascarilla y echárselo a la boca, usó la misma mano para hacerle un saludo militar al conserje—. Nos vemos en un rato.

—Cuídese. ¿Ya aprendió a cruzar la calle?

—Ja, ja.

Se dio la vuelta justo a tiempo para empujar la puerta y salir al exterior. Tuvo que entrecerrar los ojos para enfrentar la luz del sol y nada más sentir el calor del ambiente quiso volver sobre sus pasos para refugiarse en su departamento. No tenía aire acondicionado, le habría sido imposible mantener el gasto, pero no sufría tanto en verano dentro de esas cuatro paredes, sobre todo si mantenía las ventanas abiertas y su único ventilador encendido. Pero de todas maneras, a pesar de lo desagradable del clima, siguió andando rumbo a la cafetería. Ya había salido, si volvía Fuentes se burlaría de ella y, además, en el lugar a donde iba sí tenían aire acondicionado. Solo tenía que soportar el viaje y ya.

Diez minutos después, con la zona del nacimiento del pelo húmeda de sudor, abrió la puerta de la cafetería y entró. Como si la hubiera estado esperando, Andrea se encontraba limpiando una mesa a un par de pasos de la entrada. Levantó la mirada nada más notar la presencia de Teodora y sonrió al reconocerla. La recién llegada sintió que ese simple gesto tenía el poder para dejarla inmóvil en el puesto. Cuando la barista habló, ella la miraba embobada.

—Buenos días.

Se negó a ser el cliché de la escena romántica donde uno de los personajes habla y el otro le responde con balbuceos.

—Hola —dijo con calma, evitando incluso carraspear. Eso también era un cliché—. ¿Cómo estás?

—Bien. —Andrea la observó, aún sonriente, antes de desviar la vista hacia la puerta que Teodora aún sostenía—. ¿Te vas a quedar ahí?

—¿Ah? N-no... O sea, no... Voy a p... a pasar...

Se adentró en el lugar, soltando la puerta sin cuidado. Esta se cerró con más fuerza de la recomendable, dejando el lugar, que por fortuna estaba casi vacío, en silencio. En los segundos que siguieron, Teodora se sintió como la personificación de los clichés que más odiaba en el mundo.

Respiró hondo antes de sostener la manga derecha de su mochila y dirigirse al mostrador. Solo entonces se dio cuenta que no se venía ningún otro barista además de Andrea. Quizás era la hora (pasaban de las diez de la mañana), pero se respiraba un aire de tranquilidad en la cafetería que era justo lo que necesitaba.

Andrea apareció por su izquierda para rodear el mostrador y así atenderla. Ahora su sonrisa, la que Teodora notaba gracias a sus ojos debido a la mascarilla, era más similar a la que cualquier empleado le dirigiría a un cliente.

—¿Estás sola hoy? —le preguntó con toda la naturalidad que logró reunir.

—Sí, mi compañera está enferma.

—¿Valeska?

Las cejas de Andrea se movieron de tal manera que Teodora supo que estaba sorprendida.

—Sí. Qué bakan que te acuerdes de su nombre.

—Tengo buena memoria para algunas cosas.

—¿Para qué cosas?

Teodora bajó la vista hacia sus propias manos, las que había puesto sobre el mostrador, pero tras un instante hizo un esfuerzo por mirar directamente a los ojos de la barista.

—Nombres, fechas, caras... frases de libros y películas. Y letras de canciones.

Prefirió no decirle que también recordaba todos sus tatuajes y lunares (los que estaban a la vista, claro) y que podía recitar los colores con los que había teñido su pelo desde que la conocía en orden cronológico sin siquiera pensarlo.

—Ya veo... —dijo Andrea, justo cuando alguien abría la puerta de la cafetería, rompiendo la especie de burbuja en la ambas habían entrado por unos segundos. Tras pestañear un par de veces, la barista volvió a dibujar la expresión que le dedicaba a todos los clientes—. Bueno, ¿en qué te puedo ayudar?

—Eh... Quiero un capuccino y... Y un muffin. De chocolate.

—Perfecto. ¿El capuccino lo quieres grande?

—Sí.

—¿Leche entera, semi descremada o descremada?

Iba tan seguido allí que Andrea ya sabía que tomaba leche entera. Le preguntó las primeras cinco veces y nunca más hasta ese día. Pero Teodora prefirió no darle demasiadas vueltas a eso.

—Entera.

—Bien. ¿Cómo pagas?

—Con débito.

Le cobró en silencio, le entregó su muffin y le dijo que la llamaría cuando su café estuviera listo. Teodora respondió a todo con un asentimiento. Se giró para decidir en qué mesa pasaría el siguiente par de horas, en las que planeaba leer la libreta de notas y el manuscrito inacabado de Sanfuentes. También había llevado su propia libreta para tomar apuntes. Su notebook lo había dejado en el departamento; lo mejor era ir acostumbrándose a no usarlo para trabajar.

Finalmente se dirigió hacia una mesa del rincón, ubicada junto a una ventana que daba a la calle. Pensó seriamente en sentarse de tal manera que no pudiera ver cada movimiento de Andrea, de espaldas al resto de la cafetería, pero no fue capaz. Estaba sacando las cosas de su mochila cuando la barista apareció a su lado con el capuchino que había pagado.

—Gracias.

La vio pasear sus ojos por sus implementos de trabajo. Ya sabía que era escritora, así que no se mostró sorprendida, pero sí interesada. Teodora tenía claro que si ella le preguntaba, era capaz de contarle los detalles de su trabajo, cosa que por lo general la aburría e incluso irritaba. Pero Andrea no le preguntó.

—De nada —dijo antes de volver al mesón.

Teodora la vio alejarse y se preguntó si le pasaba algo. Tal vez había dicho alguna cosa que la ofendió, en esa ocasión o en la anterior. No, seguro que si le pasaba algo no tenía nada que ver con ella. ¿Por qué tendría que ver con ella? Se obligó a apartar a Andrea lo más posible de sus pensamientos y concentrarse en, primero, desayunar o de verdad se desmayaría en cualquier momento, y segundo, en trabajar.

Era el primer día de esos seis meses que tenía para escribir la novela de Sanfuentes. Entre antes comenzara, mejor.





Se demoró alrededor de una en leer las casi setenta páginas que componían el manuscrito. Las devoró con ansias, tal como se había devorado en el pasado todas las novelas del autor. Lo que leyó le gustó, aunque era evidente que se trataba del primer borrador de algo a lo que le hacían falta correcciones. Pero tenía la fuerza acostumbrada de Sanfuentes y eso era lo importante, que tenía enganche.

Lo que la sorprendió un poco fue la temática. La historia iba de una infidelidad, un tema que Sanfuentes nunca había tratado en sus libros más que tangencialmente. En una charla sobre literatura policial lo escuchó decir que no le interesaba escribir sobre crímenes pasionales. Claro que un escritor podía cambiar de opinión, como todos, pero el hecho de que la relación entre los personajes fuera el centro de la novela en esas setenta páginas le llamó la atención.

A medida que leía, el trío amoroso entre un hombre rico, su esposa y la asistente de él consiguió atraparla a tal punto que se olvidó de Andrea y de la cafetería, también olvidó el hecho de que ella misma tendría que continuar con la trama y aún no sabía cómo. La tensión se palpaba en cada página del manuscrito de una forma sutil y a la vez certera, y aunque ella no era una experta, no hacía falta haber visto demasiados culebrones para saber que eso iba a terminar en derramamiento de sangre. Quién moriría, a manos de quién y cómo quedaban aún en el misterio. Pero no era eso lo que más despertaba su interés. Como escritora, tenía buen ojo para detectar aquello que funcionaba y no en una obra de ficción, así que tardó apenas unas diez páginas en identificar cuál era el gran fuerte de la novela inacabada de Sanfuentes: el uso de la perspectiva en el narrador omnisciente. El autor había decidido narrar cada escena desde la perspectiva que más podía aportar al relato, lo que para Teodora era la gran ventaja de narrar en tercera persona. No era algo novedoso o extraño en la narrativa, pero ese simple salto entre la visión del hombre, su esposa y la asistente era lo que había logrado atraparla, sobre todo lo que tenía referencia a esta última. Sin duda se trataba del personaje más interesante, no solo por el rol desestabilizador en la pareja protagonista, sino por el misterio que la rodeaba. Nadie la llamaba nunca por su nombre, aparecía y desaparecía de escena como un fantasma y cuando ella dirigía el foco de la acción lo hacía de manera tan neutral que Teodora tardó en darse cuenta que también en su caso el narrador omnisciente tomaba partido. Cuando lo entendió, notaba el cambio con las primeras palabras de un salto de páginas o de un capítulo, como si en su mente otra voz comenzara a leer o cambiara la música de fondo.

De manera casi inconsciente se la comenzó a imaginar, a pesar de que no se había dado ninguna descripción en el relato. La imagen se fue perfilando en su imaginación como la de una silueta. Delgada, no demasiado alta, un moño algo descuidado, un vestido sencillo. Le faltaban sus rasgos, pero había tiempo para eso, era evidente que el plan de Sanfuentes era ir entregándola de a poco. Muy de a poco. De momento, era como la carta robada del cuento de Poe hecha personaje, a la vista y oculta al mismo tiempo.

—Ella —susurró Teodora cuando terminó y volvió a mirar la página del título. Ahora no tenía dudas en honor a quien había titulado Sanfuentes su novela—. ¿Quién eres, Ella?

Bebió los últimos sorbos de su capuchino con aire ausente. La lectura la había dejado con muchas preguntas, como correspondía a una buena novela de misterio. Miró a Andrea, que atendía el mesón, y se preguntó si tendría pareja. Quizás por eso lucía distraída ese día, por problemas amorosos. Pensó en cómo sería ser su pareja, verla llegar todos los días después de una jornada agotadora en la cafetería. ¿Qué haría Andrea para distraerse luego de un día de trabajo? ¿Vería películas y series? ¿Escucharía música? ¿Leería? ¿Bebería con amigos? De pronto Andrea se volteó hacia ella y las miradas de ambas se enc0ntraron. Tan concentrada estaba Teodora en sus propios pensamientos, que tardó unos segundos de más en desviar la vista. Cuando lo hizo, su atención cayó de inmediato en el manuscrito. De pronto, tenía muy claro cuál era la pregunta que más la carcomía sobre la historia. No era la identidad de la asistente, sino de quién estaba enamorada, ¿de su jefe o de la esposa de este?

Una llamada entró a su teléfono y contestó con aire ausente. Reconoció de inmediato la voz de Mica.

—¿Cómo te ha ido?

—Bien.

—¿Qué tal todo ayer con Úrsula Carvajal?

—Bien.

La editora emitió un chasquido con la lengua, enojada.

—¿Te pasaste a la literatura breve y no me avisaste?

—Lo siento, es que me pillaste con la mente en otra parte.

—Qué novedad, tú con la mente en otra parte. ¿Dónde estás? Se escucha gente conversando.

—¿Qué importa donde esté?

—Eres tan insoportable cuando quieres.

—¿Para qué me llamas, Mica?

—Para tener un reporte de tu trabajo, cariño. Soy tu editora a cargo, necesito saber qué tal va la novela de Sanfuentes.

—Me entregaron todo ayer, apenas estoy empapándome del material. Pero te puedo decir que hay bastante sobre lo que trabajar. Sanfuentes era un genio.

—Y ahora la genia tienes que ser tú para terminar su libro.

Teodora no lo había pensado así, de modo que nada más escuchar las palabras de Mica tragó saliva. Desde el principio se había sentido demasiado poca cosa para escribir la novela inacabada de Sanfuentes, pero en ese momento se sintió totalmente incapaz.

—Esto será difícil, Mica.

—Sí, pero lo lograrás. Yo confío en ti.

—¿De verdad?

Su amiga guardó silencio. Micaela no era de las personas que soltara elogios a la ligera. Su forma de decirle a otro que confiaba en su trabajo era darle más trabajo. Si no hubiera confiado en Teodora, jamás la habría contratado ni hubiera puesto en sus manos proyecto tras proyecto a lo largo de los años. Pero nunca se había sentado a decirle lo talentosa que era, ni lo mucho que le gustaba lo que hacía. En las crisis de inseguridad que Teodora tenía de vez en cuando, pensaba que si Mica no se lo decía es porque en realidad no lo pensaba. Quizás solo le daba trabajo porque le tenía lástima o porque no tenía a nadie más.

En ese momento, contuvo el aliento y esperó.

—Por supuesto que confío en ti, tonta. Eres la mejor.

—¿La mejor qué?

No se lo iba a ser tan fácil esta vez. Mica suspiró.

—La mejor escritora fantasma.

Teodora soltó el manuscrito sobre la mesa, el que hasta ese momento había tenido entre las manos sin darse cuenta. "La mejor escritora fantasma", repitió en su mente. Alguien capaz de amoldarse al estilo de otro escritor, a la voz de otra persona, pero que no tenía un estilo propio. Su talento era mimetizarse, no crear. Ahora tendría que mimetizarse con Alejo Sanfuentes, como en el pasado había tenido que hacerlo con muchos otros escritores o famosos que aspiraban a tener libros con su nombre en las librerías. Y así seguiría a menos que hiciera algo.

—Te daré reportes cada cinco días de mis avances —dijo con dureza—. Si pasa algo importante con la gente de Sanfuentes, avísame. Pero si no hay nada que decir, prefiero que me dejes trabajar sin tantas llamadas de por medio.

—Okey... Igual quería ver si un día de estos nos juntábamos a tomar algo.

—Prefiero que no. Seis meses es poco tiempo para terminar una novela.

—Está bien. Si necesitas cualquier cosa me llamas.

—Chao.

Colgó. Sabía que estaba siendo injusta con Mica, ya que lo más probable es que su amiga no lo hubiera dicho con mala intención. Además, ella había insistido. Si solo hubiera respondido con un "gracias" cuando la editora le dijo que confiaba en ella no se sentiría así en ese momento.

Volvió a mirar hacia el mostrador, donde Andrea atendía a dos chicas con pinta de universitarias. Las trataba con la amabilidad de siempre, pero Teodora se dio cuenta que tenía los ojos apagados. Definitivamente estaba deprimida ese día. O frustrada, como ella.

Decidió que lo mejor era volver al departamento, pero antes tomó la libreta de apuntes. Era de color negro, de encuadernación simple y hojas blancas. Tenía un broche que la mantenía cerrada, el que estaba algo oxidado. Aquel detalle la hizo pensar desde un principio que se trataba de una libreta vieja, no solo anticuada en cuanto a diseño. Al abrirla, notó que las horas estaban amarillas en los bordes, señal inequívoca de envejecimiento, aunque no podía determinar cuántos años tenía. Al menos, no pudo gracias a eso. Lo que le ayudó fueron las fechas, la primera de las cuales fijaba el escrito en el año 1986.

Hizo pasar las páginas para verificar sus sospechas: esa libreta no contenía los apuntes de un escritor sobre un proyecto en marcha. Era, más bien, un diario. Pero lo que terminó por desconcertarla fue que la letra no pertenecía a Sanfuentes. Ella conocía la caligrafía del escritor, ya que muchas veces había logrado que le dedicara sus novelas.

Ese diario, que venía entre las cosas que le serían necesarias para terminar la novela sin acabar de Alejo Sanfuentes, no había pertenecido al autor y en su interior no encontró nada que pudiera indicarle a quién le había pertenecido. 



GRACIAS POR LEER :)

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