CAPÍTULO TRES

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Volvió a su departamento lo más rápido que pudo después de engullir el sándwich (que estaba exquisito, otra cosa que tenía que agradecerle a Andrea); el jugo se lo bebió en el camino. Cuando atravesó la entrada del edificio diez minutos después de salir de la cafetería, Fuentes estaba apoyado en el mesón, tarareando una canción de Elvis Crespo. Teodora sostenía que era la única persona viva en el planeta que seguía escuchando la discografía del cantante por placer.

—Oiga, le llegaron unas cosas —le dijo cuando notó su presencia. Estiró la mano hacia atrás mientras ella se acercaba y dio con el pequeño cubículo que correspondía al 206 sin mirar. Así de bueno era en su trabajo—. ¿Cómo le fue en la reunión? —preguntó mientras le entregaba tres sobres y un paquete delgado y del tamaño de un libro.

—Bien, bien —murmuró Teodora, concentrándose de inmediato en el paquete. Las cartas seguramente eran cuentas, como siempre, pero el tamaño y la forma de este le sorprendió; ella no había pedido ningún libro recientemente, o al menos no recordaba haberlo hecho. Algunas noches bebía más vino del que le convenía y se ponía a comprar en Buscalibre sin pensar. Al día siguiente revisaba su cuenta bancaria y le faltaban 30.000 pesos. Pero la última vez que había bebido lo suficiente como para tomar malas decisiones fue la noche en que Micaela la visitó, así que lo única imprudencia que cometió fue contarle a su amiga con pelos y señales el término de su última relación. Las dos, borrachas, se entretuvieron un rato maldiciendo a su ex a los gritos, hasta que Fuentes les pidió por citófono que bajaran la voz—. ¿Cuándo llegó esto?

El conserje miró el paquete, ceñudo.

—Como hace una hora. ¿Por qué? ¿Es algo malo?

—Ni idea. —Le dio la vuelta para leer la información del remitente y entonces vio que venía de España. Sintió un vacío en el estómago y también debió ponerse pálida, porque cuando escondió el paquete a su espalda y volvió a mirar a Fuentes, los ojos de este estaban teñidos de sospecha—. Arriba lo reviso.

—Tiene cara de haber visto a un fantasma... —Por fortuna, no le dio tiempo de responder, simplemente continuó hablando—. Si es una bomba yo he visto hartas series donde las desactivan cortando cablecitos. Así que me llama no más.

—Claro, porque usted es Bruce Willis.

—McIver, oiga. No me falte el respeto.

—Lo siento, es que no manejo referencias tan viejas.

El hombre dejó escapar un bufido y se hizo el enojado cuando ella se inclinó sobre el mesón.

—Oiga, ¿tiene de ese líquido que se le echa al suelo para limpiarlo?

—¿Poet?

—Eso mismo.

—¿Y para qué quiere?

—Para curarme. ¡Para limpiar poh, Fuentes! —Lo vio alzar una ceja, pero de verdad necesitaba lo que le estaba pidiendo, así que insistió—. Y si me presta algo para limpiar los muebles, bakan.

—¿Va a limpiar la cueva? —preguntó el conserje con evidente escepticismo.

Teodora rodó los ojos. El apodo a su departamento lo usaban él y Micaela, porque había surgido en una de sus agradables charlas. Teodora lo odiaba.

—Sí, voy a tener visitas.

—¿Visitas? —En la boca de Fuentes se formó una sonrisa ladina—. ¿Alguna pinche?

—¡No! —Ojalá, pensó—. Es por trabajo. Ya poh, ¿me presta cosas para limpiar? Que en la casa no tengo nada.

—Obvio que no tiene nada, si no ha limpiado la cueva desde que llegó a arrendar. Espéreme acá y le traigo un par de cosas.

Cinco minutos después, Teodora subía las escaleras hasta el segundo piso cargada de botellas con diversos líquidos: para el piso, para los vidrios, para los muebles, incluso un desengrasante. "Para que le dé un repaso a la cocina". Por suerte tenía escoba y un par de trapos, así que al menos no se vio obligada a conseguirse todos los implementos. Tuvo que dejar su carga en el suelo para abrir la puerta, y luego empujó las botellas dentro antes de que a Bradbury se le ocurriera tener una de sus escapadas. A veces, cuando lo dejaba un rato solo, se lo hacía pagar colándose por la puerta apenas llegaba, obligándola a perseguirlo por el pasillo. Pero en esa ocasión, el gato estaba sentado en el mesón de la cocina, con expresión adusta. Se acercó para dejar la correspondencia a su espalda. Excepto el paquete; este fue a parar a lo alto de la repisa más alta, para ojalá no verlo más.

—Bradbury, somos ricos —le dijo para congraciarse con él, pero como respuesta solo recibió una mirada altanera—. ¿Qué te pasa? ¿Estás enojado o algo? Ya te he dicho que si no nos comunicamos esto no va a funcionar.

Bradbury le dio la espalda y se fue hasta sus platillos. El de la comida estaba casi vacío.

—¿Por eso estás enojado? Te lo digo, eres un mimado.

De todos modos, su primera tarea fue rellenar la comida de su gato y cambiarle el agua por si acaso. Le compraría un par de sobres de comida húmeda para celebrar el hecho de que tenía varios meses asegurados gracias al nuevo encargo. También se compraría un par de botellas de vino y al menos tres six packs de Pepsi. Era más conveniente comprar en botella, pero no había nada como una lata de Pepsi bien helada. Ah, y cigarros y...

—Concéntrate, Teodora.

Miró la hora: eran pasadas las cinco y media de la tarde. Tenía bastante tiempo antes de la llegada de Úrsula Carvajal, pero luego de echar un vistazo crítico a su departamento, se preguntó seriamente si sería suficiente. Porque en esa ocasión no bastaba con recoger la ropa y hacer la cama. Si quería dar una buena impresión debía limpiar de verdad.

Suspiró y reprimió las ganas de fumarse un cigarro antes. No era muy buena idea dejar el lugar pasado a humo. Al contrario, lo mejor era comenzar por abrir las ventanas y airear un poco.

Lo que sí hizo antes de ponerse manos a la obra fue conectar su cuenta de Spotify a la tele y reproducir su playlist, que iba desde TOOL hasta algunos temas de Luis Miguel. Era una mujer de gustos variados. Cuando escuchó los toques de batería de Bulls On Parade, de Rage Against the Machine, sonrió.

—Ahora sí poh.

Le llevó unos cuarenta minutos dejar su departamento en un estado decente. Nadie que entrara allí pensaría que la habitante era una persona ordenada, pero al menos no estaba todo cubierto de polvo, ni era posible tropezarse cada pocos pasos con algún libro o prenda de ropa. Las zonas en las que puso más esmero fueron su escritorio y la cama. Fuera de la cocina, eran lo que más llamaba la atención del lugar. Hacer la cama fue difícil porque Bradbury no dejaba de saltar encima o esconderse debajo de las sábanas justo después de que ella las estirara, pero tras rogarle, el gato la dejó tranquila, lo que en su idioma se traducía vigilarla desde lo alto de una repisa (justo la del paquete, sí) con soberbia.

En el escritorio dispuso todo para que la visitante creyera que era muy metódica. Limpió el teclado y la pantalla del notebook, sacó el vaso y la taza sucios que tenía encima, apiló bien los libros que le gustaba tener a mano y vació el cenicero. Luego lo escondió.

Para terminar, se concentró en la cocina y en la loza sucia acumulada que tenía desde hace días. Por fortuna eran en su mayoría vasos, de los cuales escogió el mejor para lavarlo con especial ahínco. En él le serviría agua a su visitante. Al pensar en eso, se detuvo.

—Agua es muy poco, ¿cierto? —Bradbury no alteró su expresión, pero sus ojos brillaban de tal forma que ella supo que sí, era demasiado poca cosa ofrecerle solo agua a una visitante, más si era alguien relacionado a Alejo Sanfuentes y algo así como su jefa indirecta. Pero, qué se le servía a alguien así. Pepsi no, era muy... ¿juvenil? Vino tampoco, al menos al principio. De pronto, la respuesta fue muy evidente—. ¡café! O té...

Café tenía, porque a veces incluso ella necesitaba alguna ayuda para mantenerse despierta. Claro que prefería ir al Starbucks de Andrea, pero tenía un tarro en la despensa. Y té...

Suspiró con fuerza.

Sí, tenía té, y además de buena calidad. No recordaba la marca, porque nunca había mostrado interés por esos detalles, a pesar de que ella podía pasar horas hablando sobre infusiones. Desvió los ojos sin querer hacia la repisa donde estaban Bradbury y el paquete.

Como una broma del universo, comenzó a sonar Amiga mía, de Jorge González. Le encantaba esa canción, pero aún así llevaba casi cuatro años sin recordar todo lo ocurrido al escucharla. Cuatro años desde que ella se fue a España para estudiar, dejándola aquí con la promesa de que tarde o temprano volvería y podrían retomar la relación. Solo que en esos cuatro años Martina había conocido a otra persona en España. Un tal Cayetano, originario de Canarias, Doctor en Historia y que conducía un Volkswagen Beetle de color burdeos. Sabía todo eso porque lo había stalkeado por Instagram, obviamente, no porque Martina se lo hubiera contado. Ella solo le había dicho que las cosas habían cambiado y que ya ni siquiera estaba tan segura de volver a Chile cuando acabara el doctorado. Claro que habían cambiado las cosas, pensó. Comenzaron a cambiar apenas su ex se subió al avión, pero sobre todo lo hicieron un mes después, cuando conoció a Cayetano en un bar de Madrid.

Teodora recordaba haber visto la foto que subió con él y con un par de sus compañeras de departamento ("piso" le decía Martina cada vez que hablaban por WhatsApp) y sentir una sensación extraña en el abdomen. Conocía a Martina lo suficiente como para saber cuándo estaba coqueteando con alguien, la manera en que sonreía, en que miraba, en que tocaba a la persona que le interesaba. Lo había padecido en carne propia desde el tercer año de la carrera de Literatura, que fue cuando comenzaron a fijarse la una en la otra. Al principio ella había creído que se trataba de una equivocación. Siempre le había costado (siempre le costaría, pensaba) reconocer cuando una mujer le coqueteaba. Lo que la convenció fue el hecho de haber visto a Martina tener actitudes similares varias veces con compañeros de carrera en fiestas o en la universidad misma; con un par de ellos había "andado" durante algunos meses.

Luego de que el coqueteo que le dirigía a ella se extendiera por un par de semanas, dio el paso. La invitó a quedarse estudiando en la biblioteca para un examen y, cuando salieron, le dio un beso. Con sus labios apoyados en los de Martina, temió que la empujara, que le pegara, que la insultara. Pero lo único que hizo Martina fue devolverle el beso. Con timidez al principio, eso también lo recordaba. Tras unos segundos, ambas se dejaron llevar con más seguridad y de pronto estaban besándose en medio de la Alameda, cerca del metro. Por suerte era de noche, a mitad de semana. Nadie las vio, nadie les dijo nada al pasar.

Desde entonces, comenzaron una "relación". Pronto Teodora entendió que Martina no era muy consciente de su orientación sexual. Durante los primeros meses, se sintió como un experimento. Martina estaba determinando qué tanto le gustaban las mujeres o si solo le gustaba ella, si aquello no era más que un "tropiezo". A veces la veía coquetear con algunos compañeros, porque en la universidad nadie sabía que estaban juntas. En la casa de Martina tampoco. Era un secreto, cosa que a Teodora le molestaba solo a veces, como cuando su "polola" la ignoraba en clases o cuando tenían que pasar las fiestas en extremos opuestos del bar o de la disco donde estuvieran. Pero se consolaba porque luego de esas fiestas, Martina se iba a dormir a su cama y por las mañanas era ella la que tenía que escuchar su "me muero por una taza de té".

Cuando salieron de la universidad, Teodora albergó la esperanza de que por fin hicieran oficial lo suyo. Después de todo, Martina pronto comenzó a vivir sola gracias a que su papá le dio un pie para un departamento. No tenía que rendirle cuentas a nadie y Teodora tampoco, porque sus papás ya sabían que era lesbiana y además habían comenzado a vivir en Concepción hace unos años. Pero se equivocó, Martina no le contó a nadie que estaban en una relación, mucho menos a su familia. De vez en cuando subía fotos con algún amigo en una fiesta y en los comentarios sus hermanos y primos le hacían bromas sobre "la nueva conquista" o comentaban lo bonita que era la "pareja".

Tiempo después, cuando llevaban casi cuatro años de relación, Martina le dijo que estaba postulando a un doctorado en España. Teodora se alegró, claro, pero también se sintió muy mal. No dejó de sentirse mal cuando Martina le contó que la habían aceptado, ni cuando le informó qué día se iba. La última noche que pasaron juntas, Martina se hizo una taza de té; ella misma había comprado un paquete para tener en el antiguo departamento de Teodora. Con esa taza de té en las manos le dijo que la quería, que eso era solo un paréntesis, que cuando volviera iban a estar juntas. Juntas de verdad.

Teodora le creyó. Tanto le creyó, a pesar de la foto con Cayetano en su perfil, que cuando sacó su novela se la dedicó a ella. También se la mandó a España, pero nunca le llegó. Dos meses después de enviársela, Martina le dijo que estaba con Cayetano. "Lo siento, son cosas que no se pueden controlar", le escribió en un mail.

Lo último que había sabido de ella era que también había escrito una novela. Consiguió, además, que se la publicara una editorial española. Eso era lo que venía en el paquete, la novela de Martina. Le había escrito para contarle que estaba a punto de salir de imprenta hace un tiempo, que le diera su dirección para enviársela. Ella, como una tonta, se la dio.

Caminó hacia la cocina y rebuscó en la despensa hasta dar con el bendito té. Al cambiarse de departamento, no había sido capaz de botarlo. Era de las pocas cosas tangibles que le recordaban a ella; el resto eran canciones (Amiga mía, varias de Los Bunkers, toda la discografía de The Smiths y, claro, las dos canciones de Luis Miguel que figuraban en su playlist). Y ahora pensaba sacarle provecho.

Lo dejó sobre el mesón, para luego llenar de agua el hervidor. Miró la hora en su celular y al ver que le quedaban veinte minutos, decidió darse una ducha rápida.

Para cuando sonó el citófono, estaba secándose el pelo. Lo desenchufó con rapidez y lo escondió debajo de la cama, el mismo lugar donde habían ido a parar sus zapatillas y varios libros. Le echó un vistazo al departamento y, cuando comprobó que todo parecía en orden, contestó.

—Dígame.

—Señorita Córdova —dijo la voz que Fuentes guardaba para las visitas que no conocía. Remarcaba las S y todo—, la buscan Úrsula Carvajal y su acompañante.

¿Acompañante?

—Sí, que pasen.

—Entendido.

Cortó el citófono y se acercó a la puerta. Se preguntó si era mejor abrir de inmediato o hacerlo cuando tocaran el timbre. Se decidió por lo último. De pronto sintió a Bradbury restregarse contra sus tobillos.

—Pórtate bien —le susurró, pero el gato no pareció escucharla.

El timbre la hizo dar un respingo y también a Bradbury, que salió disparado en dirección a la cama un segundo después.

Teodora abrió. En el pasillo esperaba una mujer de unos cincuenta años, muy alta y de expresión seria. Más que seria, adusta. Llevaba además un moño alto que le estilizaba el cuello, pero que también la hacía parecer rígida. Vestía un traje negro de dos piezas, a juego con el terno del mismo color que usaba el hombre parado un paso detrás de ella. El "acompañante" mostraba la misma actitud distante y seria de la mujer, pero quizás en su caso tuviera que ver con los paquetes que cargaba en los brazos.

—¿Teodora Córdova?

—Sí, la misma.

El análisis de pie a cabeza que le prodigó la mujer fue casi imperceptible. Casi.

—Un gusto. —Le estiró la mano para que la estrechara. Teodora lo hizo, sintiéndose algo ridícula. Solo había saludado así a alguien en los funerales—. ¿Podemos pasar?

—Sí, sí... obvio.

Les dejó espacio para que entraran. La mujer llevaba la delantera y la voz de mando, lo que quedó más que claro cuando le dijo a su acompañante que dejara los paquetes encima del mesón de la cocina, la superficie más cercana.

—Espérame en el auto —añadió luego de que el hombre la obedeciera.

Tras despedirse con un gesto de cabeza, el "acompañante" salió por la puerta que Teodora no había tenido tiempo de cerrar. Lo hizo cuando el sonido de los pasos del hombre se alejaron escalera abajo.

—Micaela me dijo que vendría... —comenzó a decir, mientras la mujer observaba a su alrededor. Por suerte había ordenado y limpiado. A pesar de eso, fue consciente de pronto de lo destartalado que lucía su sillón. Pero como no tenía nada mejor, se lo señaló a Úrsula Carvajal—. Siéntese. ¿Le sirvo algo?

Su visitante la observó, primero por encima del hombro y después de frente, cuando se giró del todo hacia ella.

—¿Té? —añadió Teodora, nerviosa.

—Gracias.

Reprimiendo un suspiro, apretó el botón de encendido del hervidor. Luego dispuso una taza, en la que vertió una bolsa del té de Martina. Le preguntaría por el azúcar cuando hirviera el agua, aunque dudaba que la mujer endulzara de alguna forma lo que bebía... o su vida.

—¿Hace cuánto vive aquí? —le preguntó de pronto Úrsula.

—Eh... poco más de tres años.

—¿Es un buen barrio?

—Es el centro de Santiago —respondió, con tono de ironía.

La mujer alzó una ceja. Aún no se sentaba. No parecía tener ganas de hacerlo ni en ese momento ni nunca.

—¿Y eso qué significa?

—Pues... tiene sus cosas buenas y malas. Por ejemplo, todo queda cerca. Hay varias estaciones de metro, tiendas... Pero también hay mucha bulla. Incluso de noche. Pero eso no me molesta.

—¿Por qué no?

Teodora infló las mejillas, un gesto habitual en ella cuando pensaba.

—Porque suelo estar despierta de noche, así que no me despierta el ruido. Y escucho música fuerte, así que... tampoco me molesta.

—Es una escritora nocturna, entonces.

—Sí.

Por primera vez, algo que casi podía considerarse una sonrisa asomó a los labios de Úrsula Carvajal.

—Muy bien, señorita Córdova...

—Dígame Teodora.

—Muy bien, Teodora. Esta visita es para entregarle los elementos esenciales para que termine la obra del señor Sanfuentes.

—Eso me dijeron. ¿Usted es su albacea?

—Yo era su asistente. Me encargo, junto a sus albaceas, de verificar que todo se haga según él estipuló.

—Entiendo. —Teodora miró los paquetes, que estaban a su derecha. Eran bastante grandes, sobre todo uno, el que estaba abajo. No se atrevió a abrirlos. Agradeció que en ese momento hirviera el agua. Llenó la taza mientras decía—: ¿Azúcar?

—No, gracias.

Lo sabía, pensó.

Le ofreció la taza a la mujer; después se sentó en la silla de su escritorio. Esta quedaba frente al sillón, así que era una forma sutil de hacer que Úrsula Carvajal se sentara. A menos, claro, que quisiera reforzar su estatus o situación de poder sobre ella, en cuyo caso seguiría de pie. Había estudiado mucho sobre comunicación no verbal; le gustaba ser detallista en cuanto a los gestos de sus personajes.

Tras unos segundos, la mujer se sentó. Como no tenía dónde dejar su taza, la mantuvo en sus manos. Por suerte se la había entregado con un platillo, el único que tenía.

—¿Cuáles son las instrucciones? —dijo cuando el rostro de Úrsula Carvajal estuvo más o menos a la misma altura que el suyo.

—¿Leyó el contrato?

—No firmo un contrato sin leerlo antes.

—Bien, entonces sabe que tiene seis meses para acabar el libro.

—Lo sé.

—Y que no puede decirle a nadie en qué está trabajando.

—También lo sé. Pero supongo que usted no está aquí solo para entregarme un par de paquetes y para repetirme lo que ya leí. —La asistente de Alejo Sanfuentes le sostuvo la mirada—. Podría haber mandado a alguien a hacer lo primero y lo segundo es innecesario, a menos que crea que soy tonta o algo así. Dudo que le encargaran la novela inacabada de Sanfuentes a alguien que consideran tonto.

—Tiene razón. Estoy aquí por un motivo.

—¿Cuál?

—Quería comprobar que usted es la correcta.

Teodora inclinó la cabeza, confundida.

—¿Comprobar que soy la correcta? ¿Con el contrato ya firmado?

—Los contratos pueden rescindirse.

—Sí, pero si hicieran eso sin motivo tendrían que pagarme una indemnización.

—El dinero no es problema.

—Me imagino que no... —dijo tras un bufido—. ¿Y qué concluye?

El silencio que siguió a su pregunta aumentó la tensión de Teodora. Fue gracias a eso que comprobó fehacientemente que si había aceptado ese trabajo no era solo por el dinero. La sola posibilidad de que los albaceas de Alejo Sanfuentes se echaran para atrás, incluso pagándole la indemnización, la hizo sentir muy mal. Quería escribir ese libro, aunque tuviera que congraciarse con Úrsula Carvajal para ello.

—¿Por qué no ha publicado una segunda novela aún? —le preguntó la mujer, dejándola congelada en el puesto.

—¿Cómo?

—Su primera novela, Destierro, fue publicada hace cuatro años. Recibió buenos comentarios, a pesar de que se trataba de la obra de una autora novel. Algunos incluso la llamaron "la promesa del policial chileno". Cualquiera esperaría que luego de algo así, usted aprovechara el impulso y publicara más novelas. Al menos una por año. Pero eso no pasó. ¿Por qué?

Teodora desvió la vista. Le complacía comprobar que sí la habían investigado antes de escogerla para el trabajo, pero lo cierto era que la información que la mujer había demostrado conocer estaba sesgada. Sí, su novela había recibido buenos comentarios, pero la mayoría eran de ex compañeros, amigos o amigos de amigos que trabajan en medios culturales. Y el que la había llamado "la promesa del policial chileno" era su ex profesor, Roberto Mena. No es que desconfiara de la veracidad de sus palabras, pero tampoco podía creérselas del todo. El afecto a veces enceguecía incluso a los buenos profesores de escritura creativa.

La pregunta de Úrsula Carvajal flotaba en el aire. No tuvo más remedio que contestar.

—Porque he estado trabajando en otras cosas.

—¿En las novelas de otros?

—Básicamente, sí.

—¿Y eso la hace feliz?

—Eso me tiene aquí.

—Entiendo.

No, no lo hace, quiso decirle. Pero esa mujer no era Micaela.

La vio beber un sorbo largo de té. No notó en su expresión nada similar al desagrado, así que supuso que le había gustado. No le sorprendía. Martina tenía buen gusto para el té, para los libros y, aunque le doliera reconocerlo, para los hombres.

—Al señor Sanfuentes le gustó mucho Destierro —murmuró la mujer al tiempo que bajaba la taza.

—¿Qué?

—Su novela. La leyó y le gustó mucho.

Por un instante, Teodora se sintió desapegada de su cuerpo.

—¿Es una broma?

—No. Le estoy diciendo la verdad. Estuve ahí cuando la recibió.

—¿Cómo...? ¿De dónde la sacó?

Lo siguiente fue dicho con cierta altanería.

—El señor Sanfuentes estaba muy atento a las publicaciones locales. Sobre todo aquellas que pertenecieran al género que él mismo escribía. Era su favorito.

—Sí, lo sé. Pero...

—Así que encargó su novela y la leyó. Se demoró apenas una noche. Al día siguiente, me dijo que era lo mejor que había leído en bastante tiempo.

Teodora tuvo ganas de reír y de llorar. Pero no hizo ninguna de ellas. Se mantuvo impertérrita, con los ojos fijos en su interlocutora.

—Yo...

—Por ese motivo, cuando comenzaron a buscar a la persona idónea para terminar la novela del señor Sanfuentes, incluí su novela entre las obras de otros candidatos. Él me lo pidió.

—¿Sanfuentes?

—Sí.

Tuvo la impresión de que le ardía la piel de la cara. Eso o estaba derritiéndose de la vergüenza. Intentó aclarar sus pensamientos.

—Entonces... él sabía... Sanfuentes sabía que no podría terminar su novela.

—Por supuesto que lo sabía. Dejó una lista de candidatos, entre ellos usted, además de las instrucciones de cómo y cuándo debía retomarse su trabajo.

—Pero él... —murió en extrañas circunstancias, completó en su mente. La teoría no oficial es que había sido asesinado. Pero si sabía que no iba a terminar su novela significaba que también sabía o intuía que pronto moriría. Claro, era un hombre entrado en años, no suponía algo descabellado pensar que podía morir en cualquier momento, pero aún así no podía dejar de pensar que... —. Me siento muy halagada de que el señor Sanfuentes disfrutara de mi novela y que me considerara como candidata para eso. Pero supongo que aún queda su decisión. ¿Verdad?

—Usted es la persona idónea.

—¿Por qué? —preguntó Teodora sin poder evitarlo.

En esa ocasión, la sonrisa de Úrsula Carvajal no fue una "casi" sonrisa. Fue algo más.

—Porque tiene todos los libros de Sanfuentes. —Al decir aquello, sus ojos se desviaron hacia la repisa que estaba a la derecha de Teodora—. Y se nota que los ha leído, algunos de ellos varias veces. Porque es buena en lo que hace, tan buena como para que su trabajo le gustara incluso a él. Y porque escribe de noche.

—¿Porque escribo de noche?

La mujer se puso de pie.

—Él solía decir que solo se podía confiar en un escritor que trabajaba de noche. Los que escriben de día lo ven como un trabajo. Los que escriben de noche lo ven como una obsesión.

—Eso es una frase de Mirada nocturna.

—Sí, definitivamente conoce la obra del señor Sanfuentes.

La siguió con la mirada mientras se acercaba al mesón de la cocina, encima del cual dejó la taza. Posó la mano en el paquete más pequeño.

—Acá podrá encontrar las notas y el manuscrito de la novela. No puede hacerle cambios al texto, ni mucho menos modificar el título. Sin embargo, no hay indicaciones fijas sobre lo que se debe escribir a continuación. Su única guía son las notas, pero debo ser franca: el señor Sanfuentes era algo desordenado respecto a ellas. —Movió la mano para indicar el paquete más grande—. Acá encontrará lo que debe usar para continuar la novela. El señor Sanfuentes repudiaba los computadores, así que dejó estipulado que le fuera entregada su máquina de escribir.

—¿Una máquina...?

—Fue aceitada recientemente, y cuenta con una cinta nueva, además de algunos repuestos y resmas de papel. —Se giró para observarla—. Por favor, cuídela.

No esperó que Teodora dijera o hiciera algo, se fue hacia la puerta y se detuvo con la mano en el pomo.

—¿Alguna pregunta?

—¿Qué hago si tengo alguna duda sobre cómo seguir?

Úrsula Carvajal pareció meditar sus palabras antes de pronunciarlas.

—Lo que hay en esos paquetes le dará las respuestas.

Tras decir eso, abrió la puerta y se fue. Teodora se quedó quieta en la silla, y casi percibió la forma en que la presencia de la mujer se desvanecía a medida que pasaban los segundos. De no ser por los paquetes hubiera creído que se había imaginado la visita.

Se puso de pie para aproximarse al mesón. Bradbury llegó antes que ella. Comenzó a oler las cajas, para luego mirarla con fijeza.

—Yo también pienso que esto es muy raro —le dijo. Suspiró—. Tengo que revisarlas, supongo.

Contrario a lo que había pensado, el primer paquete que abrió fue el grande. Revisar las notas de Sanfuentes, ver su letra y analizar sus ideas era muy prometedor, pero sentía la necesidad de ver aquello con lo que tendría que trabajar durante los siguientes seis meses. Jamás había escrito una novela completa, ni siquiera un cuento, con una máquina de escribir. Tenían su encanto, pero le parecían poco prácticas. Además, eran muy bulliciosas. Sus vecinos la odiarían aún más.

Rompió el papel que envolvía la caja y luego abrió esta. Adentro, tal como esperaba, había una máquina de escribir. Era de la marca Olivetti, lo que le hizo sonreír. "La vieja Olivetti", dijo Ricardo Darín/Benjamín Espósito en su mente, un extracto de diálogo sacado de una de sus películas favoritas, El secreto de sus ojos. Solo que la máquina que estaba contemplando no parecía vieja, aunque debía serlo. Quizás era la misma máquina que Sanfuentes llevaba usando por décadas.

Como si se tratara de una reliquia, la sacó de la caja. Pesaba bastante, o eso pensó, al estar acostumbrada a la ligereza de su notebook. La llevó hasta su escritorio para dejarla encima, en el único rincón libre de cosas. Tendría que hacerle espacio si efectivamente pretendía escribir la novela de Sanfuentes con ella. En realidad, tenía que hacerlo, por contrato.

Apretó una tecla. El sonido le provocó una mezcla de extrañeza y emoción.

Bradbury se subió al respaldo de la silla para contemplar la máquina. Teodora le acarició lo alto de la cabeza.

—Tengo mucho trabajo por delante. Debería dormir un poco.

Y eso hizo. Se puso el pijama, y se metió bajo el delgado cubrecama. Revisó el celular antes de cerrar los ojos, pero solo tenía un mensaje de Micaela preguntándole cómo le había ido con Úrsula Carvajal, al que respondió con un "Todo bien. Buenas noches". Eran las siete de la tarde, pero Micaela conocía sus horarios, así que no se sorprendería con lo último; seguramente se conformaría con rodar los ojos.

Se quedó dormida poco después, con Bradbury hecho un ovillo a su lado. Despertó a medias cuando ya era de noche, debido al sonido de una tecla de la máquina de escribir. En medio del sopor, pensó que el gato era el culpable. Pero al girarse se dio cuenta que este seguía en la cama con ella, solo que ya no dormía. Estaba sentado, muy erguido, con la vista fija en el escritorio.

Teodora recordó eso luego. En ese momento, lo único que hizo fue acariciarlo con suavidad antes de caer rendida de nuevo. Cuando llevaba tanto sin dormir, una vez apoyaba la cabeza en la almohada, su cuerpo le exigía como mínimo diez horas de sueño. Así que durmió.

La máquina de escribir no volvió a sonar esa noche. 

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