20 | Cambio de ruta

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—Edén, necesito tu ayuda.

Ante mí, en la pequeña pantalla de mi celular, veía perfectamente el rostro de Eskander.

Sus ojos grises, resplandecientes, se movían inquietos hacia alguna otra sala del apartamento en el que ahora vivía, pero quedaba fuera de mi campo de visión. Sus pupilas seguían igual de diminutas; su cabello negro, revuelto y desordenado sobre su frente.

—Antes de eso, ¿me puedes explicar lo que pasó hace dos meses? Pensé que te habías muerto.

Desconcertado, Eskander regresó sus ojos a la pantalla. Recorrió mi rostro con el ceño fruncido y luego, tras desviar la mirada una última vez hacia la puerta, hincó el codo en la mesa para apoyar la mejilla en su puño.

—¿Qué pasó hace dos meses?

—Hubo un atentado en un autobús de Barcelona. Creía que habías sido tú.

—¿Yo?

Eskander se había señalado a sí mismo.

Para ser diciembre, vestía un fino jersey oscuro, por lo que supuse que en su lujosa casa habría calefacción.

Daba por hecho que era lujosa porque veía los sofás y los muebles tras él, en la sala de estar, y parecía la casa real más que un apartamento. Sin embargo, no le preguntaría en este momento dónde vivía.

Había pasado dos meses leyendo, investigando, recopilando datos, escribiendo y reescribiendo partes de mi novela, dándole vueltas al atentado como si yo hubiese sido la más afectada, y en cuanto recibí un mensaje de una cuenta anónima de Skype, supe que se trataba de Eskander.

Sinceramente, me arriesgué al aceptar la videollamada sin confirmar su identidad primero, pero estaba irritada y preocupada por él.

Más de lo que me gustaría admitir.

—Odio los incendios, rubia —replicó, mirándome casi por encima del hombro—. Odio el fuego y todo lo que tenga que ver con eso. ¿Por qué crees que no fumo?

Puse los ojos en blanco.

Detestaba esa actitud de suficiencia que a veces empleaba conmigo, como si yo no supiera nada de él. Por muy cierto que eso fuera, odiaba que me hablara como si fuera una ignorante.

—Eskander, tuve miedo.

—No soy tan fácil de matar —me recordó, frunciendo el ceño—. Para tu información, estábamos allí esperando como personas normales. He aprendido varias cosas en esta vida, Edén, y una de ellas es reconocer coches bomba. Yo supe que algo estallaría en esa estación en cuanto entré. Se sentía en el aire.

Era tan extraño hablar con él después de casi seis meses.

Una sensación diferente me recorría, como si no fuéramos los mismos, pero Eskander seguía siendo el mismo chico despreocupado, arrogante y frío que conocía. A veces suavizaba sus expresiones; otras, se cruzaba de brazos y cerraba su corazón.

—¿Pero no te pasó nada?

Entonces alzó sus manos y me mostró las quemaduras.

—Le dije a Moon que presentía algo raro, pero no me hizo mucho caso y se acercó demasiado. Y estalló.

—¿Y ella está bien?

—Está perfecta —me replicó, altanero, mientras me enseñaba sus dorsos llenos de costras y cicatrices sobre los viejos tatuajes y las yemas de los dedos despellejadas—. Me metí ahí dentro y la saqué. No se quemó ni una uña.

Atónita, pestañeé varias veces.

Eskander, con su arsonfobia descontrolada, había ignorado la presión en el pecho y la falta de aire para meterse directamente en un incendio.

Me confesó que no tardó ni un segundo en correr hacia la explosión, pese a que empezó a sufrir una taquicardia que le desgarraba el pecho y las manos le sudaban como hechas de mantequilla. Se precipitó en el interior de autobús, quitándose la sudadera, con la que cubrió la cabeza y hombros de Moon, que se había arrodillado para no tragar humo.

Pero la ansiedad se apoderó de él.

De repente se encontró rodeado de llamas de azufre que rozaban su cuerpo, humo y ceniza, sin oxígeno y sin una salida visible. Supo perfectamente por dónde entrar, pero a la hora de girarse, ya no distinguió la puerta porque el intenso fuego consumía su pésima visión.

Y un ataque de pánico le estrujó los intestinos. Medio agachado, se abalanzó sobre la ventanilla de emergencia. Dos golpes firmes lograron resquebrajar el cristal: luego empujó con el hombro y terminó rompiendo el cristal. Entonces ayudó a Moon a salir primero, descolgándose por la ventanilla, y luego saltó él.

—Lo único bueno —mencionó, bajando la voz— es que ya no tengo huellas dactilares. Una cosa menos de la que preocuparme.

Por mucho estrés que sintiera al recordar el incendio, forzó una sonrisa al mirarme. Y yo, incapaz de evitarlo, de repente supe que estaba orgullosa de él.

—Deberías tratar esa fobia a...

—Qué estupidez —replicó, molesto, y corrió los dedos entre su alborotado cabello negro—. Solamente odio el fuego, no hay una razón. Y aunque la hubiera, saberlo no me quitaría ese pánico.

—¿Estás enojado conmigo?

Eskander frunció el ceño.

La pregunta lo pilló por sorpresa, al parecer, porque se inclinó hacia la pantalla, cruzándose de brazos sobre la mesa, como si no me entendiera.

—¿Yo?

—Es que hace mucho que no hablamos y pensé que, quizá, dije algo que te hizo enojar y...

—Edén, tú nunca has hecho algo así. Lo que pasa es que han ocurrido demasiadas cosas desde que llegamos, así que no conseguí un portátil hasta hace poco.

—¿Has estado bien?

Lo vi afirmar con la cabeza.

Me contó que habían encontrado un apartamento de tercer piso, con dos habitaciones, dos baños y un vestidor dentro del dormitorio principal. Me explicó que desde que se mudaron, no habían tenido problemas, aunque tuvo que admitir que, al casarse con Moon, ella le hizo prometer que no llevarían a cabo actividades de esposo y esposa.

—Yo nunca he querido casarme —le dijo Moon literalmente—, así que no seré ningún tipo de esposa con la que sueñas. Podemos vivir como novios, y así me comportaré.

En otras palabras, no pensaba cocinar, ni lavar, ni trabajar, ni hacer nada que él le exigiera. Pero Eskander se encogió de hombros: él nunca había esperado eso de ella.

De hecho, Eskander ya estaba acostumbrado a quedarse en casa gran parte del día: no salía mientras hubiese luz, sino que se levantaba temprano, limpiaba el apartamento hasta que quedara impecable, pese a que ya no tenía evidencia que ocultar.

Ninguno de los dos sabía cocinar, pero Eskander podía permitirse pedir comida a domicilio a diario. La otra opción, de vez en cuando, era comprar sopas, fideos instantáneos, yogur y fruta.

Por lo que me dijo, Moon ya había hecho amigas, gracias a que había estudiado español durante años para ese momento, fue a la playa casi todos los días en verano y se inscribió a un gimnasio.

También la invitaban a fiestas en la madrugada y Eskander la acompañaba.

—Pero me canso —me confesó por la videollamada—. Estoy muy cansado la mayor parte del tiempo, además de que no veo bien. Por eso no me gusta ir de fiesta. Apenas veo y siempre me meto en problemas porque choco con alguien o pierdo de vista a Moon.

Moon, no obstante, era feliz.

Ella parecía no darse cuenta de lo agotado que él se sentía cuando salían de una fiesta a las cinco o seis de la mañana, después de haber estado de pie y bebiendo desde la una.

Moon luego se levantaba tarde, con dolor de cabeza y congestión, y Eskander no le reclamaba nada porque, en cierta manera, él también lo fomentaba.

—Y lo entiendo —agregó—. Es joven, ha vivido bajo mucho estrés y presión en casa de sus padres, en la uni en Japón... y quiere ser libre. Tiene sentido. Pero yo no aguanto este estilo de vida.

—¿Por qué no le dices que no irás con ella?

Eskander arqueó las cejas entonces y supe que ya lo había hecho.

—No hizo falta —repuso—. Ella misma me dijo que prefería que me quedara en casa.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

Había agarrado una taza que seguramente se hallaba detrás del portátil. Supuse que era chocolate caliente, porque ya estábamos en Navidad.

—Eso es lo que quiero descubrir —susurró—. Acaba de salir otra vez. Son las once aquí, pero... por eso necesito tu ayuda, rubia.

—¿Mía? —repetí—. ¿Qué puedo hacer yo desde aquí?

—Te puedo dar los nombres de sus amigas para que revises sus perfiles —me dijo, y clavó sus diminutas pupilas en las mías. En una milésima de segundo, me invadió una sensación agria, como si él estuviera triste pero no se atreviera a decirlo.

—¿Crees que ella está en peligro?

Eskander negó con la cabeza.

—Creo que me está engañando.

No me esperaba eso. Fruncí el ceño, confundida.

—¿Por qué? —susurré, indignada ante la idea—. Moon está enamorada de ti, ¿por qué te haría algo así?

—No estoy paranoico, Edén —me rebatió, irritado—. Ella nunca quiso casarse conmigo. Prometimos fingir que éramos novios porque ella no planeaba cumplir responsabilidades de esposa, y lo respeto. Pero empiezo a creer que se casó conmigo por el simple hecho de que yo era su billete gratuito a la libertad.

—Pero Eskander...

—Sé que me quiere —me interrumpió—. Me lo ha dicho muchas veces, hacemos cosas juntos, me trata bien... Sé que le gusto al menos físicamente, pero desde principios de diciembre, hay algo raro en ella. Llega a casa cuando amanece, lo cual hacíamos los dos antes, pero ya no me cuenta con quién sale, o se enoja si le pregunto cómo le fue la noche anterior. Además, los hombres usan colonias fuertes. Se acuesta a mi lado en cuanto llega y yo puedo oler esa colonia. Solo por cómo huele, yo también me enamoraría de él.

Estaba molesto. Dejó la taza a un lado, fijando la vista en ella, como si ante sus ojos viera lo que tanto se temía: que Moon se había cansado de él en seis meses de matrimonio.

Lo oí suspirar con recelo.

—Sé cuándo alguien me miente —musitó, cansado—. La espero todas las noches hasta que regresa: no me escribe, no me llama. No me besa antes de irse. Se enoja cuando cocino para ella, porque dice que ese no era el plan, y el otro día vi un mensaje sospechoso en su teléfono.

—¿Le revisas el teléfono?

—Claro que no. Ella se duerme aferrada al teléfono como si fuera su vida —replicó con asco—. Pero bebe hasta vomitar, así que tuvo que levantarse casi a los cinco minutos de acostarse para ir al baño. Y su móvil se iluminó. No fue mi culpa: ni siquiera lo desbloqueé. Solo vi que no tenía el número registrado, pero le pedía que le llamara y cosas así. Nunca había desconfiado de ella, Edén. ¿Está mal que quiera saber qué está pasando? Aunque fuéramos solo novios, nos debemos fidelidad, ¿no?

Hice una mueca.

—Creo que tienes derecho a saberlo.

Se suponía que se habían casado por amor, que estaban juntos por amor.

Yo quería creer que ella le amaba tanto como hacía diez años, aunque no quisiera casarse.

No necesitas casarte para serle fiel a alguien, y en el momento en que ella rompió con su prometido para salir con Eskander, estaba comprometiéndose a ser fiel, puesto que ellos no acordaron nada diferente.

—No sé en qué estoy fallando —lo escuché murmurar, y alcé hacia él mi cabeza; sus ojos grises, cristalizados, parecían recordar la mirada de Moon cada vez que le juraba que no existía nadie más—. No tiene por qué mentirme, no soy estúpido.

Desde que llegaron a Barcelona en verano, él había dado todo por ella: la cuidaba cuando vomitaba por las grandes cantidades ingeridas de alcohol, la bañaba cuando ella apenas podía tenerse en pie a causa del mareo, mantenía la casa limpia y se aseguraba de que Moon comiese dos veces al día mínimamente.

Le había regalado una tarjeta de débito, le compraba vestidos y zapatos, le traía flores, chocolates y cartas, pero no parecía funcionar.

—A lo mejor no le gustan las cartas —comenté— o los chocolates.

Eskander me miró de reojo.

Ni siquiera se esforzó en sonreír.

—Dice que un niño de cinco años escribe mejor que yo —susurró.

Eskander apretaba mucho al escribir. Presionaba el bolígrafo en una posición dolorosa para sus nudillos. Le costaba mover los dedos con libertad, aún si lo hacía con la izquierda.

—A lo mejor soy un idiota —masculló, frustrado—. Sé qué tipo de cosas le gustan, pero hay algo de mí que le molesta. Por eso está con otro. Necesito descubrirla, Edén. Lo sepa o no, no duermo. Pero quiero dejar de sentirme un estúpido. Y un inútil.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro