Labios secos

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El tiempo ha llegado. Ya lo sé.

Aunque quizá dicho así suene muy arrogante de mi parte, así que supongo que debo escoger mejor mis palabras en este momento.

Mi tiempo ha llegado.

Triste, pero más apropiado.

Efímera y fortuita, mi vida ha pasado casi por completo desapercibida. A excepción de la ocasional visita de plumas azules, y de la oruga que decidió escuchar mis consejos alguna vez, acompañándome así por más tiempo del que me habría gustado, lo cierto es que he pasado una vida viendo el tiempo pasar sin penas ni gloria.

He visto llorar a las personas y al cielo, pero nadie nunca me vio llorar a mí. Quizá solo aquella mañana en la que una de mis lágrimas cayó sobre la frente de un bebé y lo hizo llorar por lo fría de mi angustia.

Mi propia sombra tuvo más protagonismo que yo en mi propia vida, pues todos hablaban de ella, la necesitaban a ella, la buscaban a ella; nunca me agradecieron, a pesar de que si no hubiera sido por mí, ella no habría estado allí.

Qué ingrata la juventud, en la que grité por atención y nadie me escuchó. Nadie me dedicó una mirada, y mucho menos una sonrisa, mientras mi voz se perdía en el viento. Pero ahora que casi no puedo hablar y que mi voz es tan frágil y quebradiza como mi cuerpo, ahora que no quiero que nadie me vea, todas las miradas se voltean en mi dirección, y me ven con ojos de lástima, simpatía y pena.

Ahora mi simple presencia les recuerda el frío y la muerte, la perspectiva de algo indeseado.

Quiero caer.

Prefiero caer...

Deseo ser arrancado de la vida de un solo soplo salvaje y frío que bese mis mejillas al momento de quitarme la vida, con tal de escapar de esas miradas y de esa falsa simpatía.

Siento cómo la fuerza y el dolor abandonan mi cuerpo con cada segundo que corre en el reloj de la vida.

Al final el momento llega y el beso de la muerte fría no es tan violento como lo imaginé en sueños. Llego a mi inevitable final a manos de un soplo bondadoso y débil que me toma entre sus dedos, juguetones, y me transporta risueño hacia mi destino final.

Caigo con más gracia de la que jamás tuve en mi escandalosa y turbulenta juventud, en la que gritaba y me removía con furia al menor de los estímulos. En cambio, ahora que muero, bailo; bailo y muero, muero y bailo.

Floto ligero de camino al sepulcro que me espera en el suelo sobre el que tantas veces lloré antes de que el sol saliera, y cuando por fin mi cuerpo cae sobre la roca, no siento nada, salvo...

Otro beso.

Uno firme, y con un sabor seco.

Quién habría pensado que, antes de morir, recibiría tanto amor.

Quién habría pensado que, antes de morir, recibiría tantos besos.

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