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Segundo planeta

Florencia, Italia. 1958.

«Quédate quieto», pensaba Venus cada vez que el abdomen desnudo de Marco se retorcía debido a su encorvamiento; se le arrugaba tanto la piel al echarse para adelante que su ombligo desaparecía. Su rostro mostraba signos ocasionales de dolor y Venus golpeaba con fuerza la madera del pincel contra el caballete para indicarle que dejara de hacer muecas. El joven se relajaba, pero pronto volvía a la incómoda pose: de pie en el borde de una silla, con un reloj de bolsillo plateado colgando de su dedo índice, tal como Venus le había indicado.

Comenzó a pintarlo hace ya una semana.

Para solicitarle aquello, invitó a Marco a una cafetería que estaba cerca de sus casas. Marco acostumbrado a los repentinos llamados de Venus (que a veces eran pedidos insignificantes, una vez lo llamó pidiendo ayuda para alcanzar una caja que estaba muy alta para ella, incluso con escalera), aceptó ir.

—¿Qué deseas, Venus?, sabes que puedes pedirme cualquier cosa.

Pretenciosa, curvó una sonrisa sin exponer sus dientes, manteniéndolos ocultos detrás de sus labios. Dio un sorbo lento al café sin antes haber analizado el aroma y en todo el proceso, mantuvo el contacto visual con Marco hasta haber bajado la taza. A veces él creía que cuando Venus la miraba fijamente, estaba obligándolo a competir. Y si él retiraba la mirada, algo terrible ocurriría. No le transmitía temor, más bien le daba curiosidad saber el motivo de esa actitud que sólo en ella logró encontrar. Parecía adquirir disfrute al verlo rogar por una respuesta.

—Necesito tu cuerpo para una obra, ¿eres capaz de hacerlo?

Sabía a lo que se refería.

—¿Qué obtengo a cambio?

—Mi amistad, ¿acaso todos estos años no han valido la pena, Marco? Eres un desconsiderado.

Marco carcajeó por lo bajo ante su broma y asintió, él notó cómo sus ojos se ponían más luminosos y se le revolvió el estómago. Esa vez ella le prometió que lo haría sentir cómodo y que al final de cada jornada le pagaría lo debido, y volvió a reiterar que lo haría sentir acogido. Él le recordó entonces, que no era su primera vez haciendo aquello.

Era cierto. Ya había sido modelo para varios artistas solitarios y amargos que estaban en busca de alguna musa masculina. Tenía la certeza de la incomodidad del comienzo, tanto del ambiente como de la posición que elija el artista.

Ella le agradeció, pagó por ambos sin importarle que Marco se haya ofrecido y se despidió de él. A Marco se le impregnó tanto el aroma a café que toda la tarde lo pudo oler mientras escribía y estudiaba. Lo sintió incluso después de darse una ducha pues en su cama, la camisa que llevó a la cafetería, reposaba al lado de su almohada.

Inhaló profundamente y se transportó al momento del encuentro con Venus.

Los primeros días, ella le permitía descansar de quince minutos cada media hora y le pagó el dinero que le correspondía hasta el tercer día. Ya esa tarde, la última —en teoría—, no hubo ni un tipo de receso en esas tres horas y quince minutos (según el reloj que tanto ha estado mirando Marco, y parecía que realmente iba a acabar desmayándose por el ruido incesante y diminuto que hacía) y tampoco le había pagado los cuatro días anteriores.

—Venus, ¿podría bajarme de la silla, por favor? Estoy completamente exhausto.

—No. Espera un poco más.

Era la quinta vez que le decía eso.

A Marco le costaba admitirlo, pero todavía le exigía esfuerzo adaptarse a que Venus lo vea en total desnudez. Sentía un cosquilleo al cual llamaba "calambres estomacales" cada vez que ella alzaba la vista del lienzo para fijarse en él. Desviaba la mirada hacia otro lado. En cambio, cuando le susurraba con amabilidad: «Oye, mírame un momento», él temía que ella pudiese escuchar su corazón.

En el estudio en el que se encontraban había música sonando. Marco no pudo descifrar en todo ese tiempo cuáles eran las canciones que pasaban. Sí pudo descifrar cuándo el hombre de la radio comenzaba a hablar, y escuchaba un poco de lo que decía. Trataba de manterse despierto, y sus intentos a veces eran en vano. Entonces trataba de fijarse en los detalles de la habitación. Los libros, el cabello de Venus, las pinturas colgadas y la foto familiar en el que el padre de Venus sonreía como apenas él lo recordaba. El estudio de Salvatore era cálido. Venus le había comentado en más de una ocasión que estar allí era como volver a estar entre los brazos de su padre. Marco sabía lo mucho que ella lo extrañaba. Siempre trataba de alegrarla cuando ebria y melancólica se recordaba de él.

Marco bostezó y Venus golpeó de nuevo.

Pasaron otros veinte minutos y ella dejó de lado el pincel, se levantó de la butaca y se llevó las manos a la cabeza viendo la pintura. Marco supo que podía bajarse. Lo primero que hizo no fue vestirse, sino sentarse en la misma silla en la que estuvo parado, mientras intentaba cubrirse la piel expuesta. Después de unos segundos de relajar los músculos y flexionar las piernas, se levantó y tomó sus prendas que dejó tiradas encima del sofá de la habitación.

Se vistió a espaldas de ella. Estaba un poco avergonzado. El golpe de realidad le abofeteó una vez terminó de colocarse el cinturón del pantalón. De pronto le inundó la inseguridad y se miró las manos por un instante.

—Marco.

—¿Sí?

Se volteó para verla y el amague de una sonrisa se escapó de los labios de Venus. Miró unos segundos al rostro de Marco y tomó aire.

—Gracias. De verdad.

Iba a contestar: «De nada», sin embargo era una mentira. Las razones sencillas eran porque para Venus, hacer una obra era tan importante que la palabra quedaba corta. Y para él, haber participado en ella le daba razones para conocerla mejor en ese aspecto de lo que ya lo hacía. Agregando el hecho de que, desvestirse y estar parado por horas delante de una persona requería una confianza que él ya poseía con Venus pero que de esa forma —la de estar retratándolo— comenzaba a construirse. Era la segunda vez que Venus pintaba a Marco, aunque para él seguía siendo igual de emocionante que la primera.

—Bueno, esto es todo. Ya no hace falta que vengas. Al menos no para esto —le anunció en el umbral de la puerta.

Marco asintió despacio, acomodando el cuello de su chaqueta de cuero. —¿Le digo a tu madre que vuelva?

—Déjala, hace tiempo que no visita a la tuya. Mándale saludos, y descansa. Te pago mañana.

—Mentirosa...

No logró escuchar la acusación inocente de Marco, pues cerró la puerta decidida a terminar esa noche la obra.

Venus regresó al estudio y se pasó la madrugada retocando el lienzo. Su cabeza le apretaba por el olor a pintura que le adormeció las fosas nasales. Firmó con el pincel más fino que tenía en un color blanco y apagó las luces antes de salir.

Escuchó a su madre en el pasillo de las habitaciones y subió las escaleras para toparse con ella.

—¿Qué tal, querida? —exclamó Marina con un tono de voz más lento de lo normal.

Había bebido con Dulcinea, de seguro. Lo podía oler.

—Agotada —se acercó a abrazarla y se separó para ayudarla a ir a la cama, aunque podía haberlo hecho sola, quería aprovechar para hablar—. He terminado el cuadro para la siguiente exposición.

—Felicitaciones, hija.

Marina tenía en su rostro algunas arrugas pronunciadas que indicaban el viaje que había hecho a lo largo de su vida. Venus intentó ofrecerle una sonrisa mientras la ayudaba a sentarse en la cama, sin embargo notó cómo los ojos cansados de su madre evitaban su mirada directa. A pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, Venus sintió un nudo en el estómago al recordar las numerosas peleas que habían tenido en el pasado. «Como todas las familias», se recordó a sí misma, tratando de restar importancia a la tensión palpable en el aire.

A la vez que Venus siguió pintando, Marco caminaba hacia su casa a plena luz de luna, que alumbraba sólo cuando las nubes se lo permitían. Amenazaba con amanecer lloviendo, y al recordar esa noticia que le comentó su madre en la mañana, sintió una satisfacción instantánea. La lluvia le parecía gratificante a sus oídos, al igual que el sonido de la ciudad. Tranquilo, con las voces paseando por las calles y las risas esparcidas por el aire fresco. Pasó por una carnicería e intercambió un saludo con el dueño de la misma, quien estaba guardando las carnes expuestas del mostrador. Pensó en que al llegar a su casa se prepararía algo para cenar si es que su madre no lo había hecho.

Marco sabía muy bien que Venus le pagaría sólo una parte. No porque sea tacaña, y mucho menos pobre. De hecho, ella tenía más dinero que él y su madre juntos. Venus poseía tanta riqueza que podía hacer lo que quisiera. Ella simplemente olvidaba pagarlo. Por otra parte, Marco sospechaba de que era una forma en la que Venus, cuando salían luego, pagaba por ambos —al igual que el día de la cafetería— con la excusa de que le debía dinero. No importaba si el monto sobrepasaba la deuda, ella lo pagaría sin mirar dos veces.

No obstante, dos días después Marco recibió un sobre de parte de Venus en el buzón. Incluyendo la cantidad exacta que le adeudaba. Añadió por detrás del sobre: «Gracias».

Antes de que llegase el dinero, la obra había sido exhibida y un coleccionista la compró a las dos horas de haberse colgado por los pasillos.

Claramente salió en los periódicos. Se trataba de Venus Giagomini, ni más ni menos.



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