Prólogo

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     La luna cuelga en el cielo con una media sonrisa, la misma fue testigo del paso de las horas desde que ese joven se marchó. Él dejó un pozo en su pecho, uno que había estado enterrando con cautela durante estos años y él sólo tomó la pala y, sin habérselo preguntado comenzó a retirar toda la tierra.

     Desenterró tanto que sus memorias se escaparon; salieron disparando, rebotaron, se estrellaron y la golpearon.
De Lilah, la inundan: sus dientes perlados, su cabello adornado con un listón violeta y momentos efímeros de felicidad que le llegaban en forma de espasmos visuales, como la primera vez que la escuchó hablar, la primera caminata de cinco pasos, la primera subida al escenario y la primera vez que la vio bailar.

     También se le posa en la cabeza el recuerdo de Rita y todas las veces que le brindó ayuda. Planea escribirle una carta o llamarla por teléfono, deseando que la responda y oír su voz. Le invaden las ganas de expresarle su gratitud, sintiendo que hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de hacerlo. Piensa en todas las circunstancias que pasaron juntas desde la niñez. Piensa en lo rápido que la vida se le escapó de las manos y en el suspiro que le dio el tiempo, en una forma de burla agria de la cual está cansada.

     Ahora deja atrás el plato de comida a medio comer, se adentra al pasillo, percibiendo el peso de cada pisada mientras su cabello oscuro se balancea con el movimiento. Al llegar a la cocina, se detiene ante la imagen desgarradora de su hijo sollozando.

     Opta por seguir su camino sin ofrecer consuelo.

     A pesar del dolor que siente al escuchar los intentos de su hijo por respirar entre lamentos, decide dejarlo llorar. Si intenta consolarlo, teme de que él podría interpretarlo como una señal de que reprima su tristeza, y le ha costado mucho mostrar su vulnerabilidad ante ella. Además, reconoce que la situación amerita un poco de llanto y aunque ella misma tiene ganas de hacerlo, continúa su recorrido.

     Al entrar a la oficina de su padre y tomar asiento en el taburete, recibe esa conexión que hace unos años había dejado de sentir. Esa adrenalina que toma prisionera a la sangre de sus venas, que la obliga a plantarse a tierra y a luchar.

     Toma entre sus dedos la brocha.

     Analiza el lienzo que está frente a ella, inconcluso. Ha olvidado lo que sentía en el momento en el que lo pintó por última vez.

     Hay una fina capa de polvo que descansa encima de su obra y sopla, se hace un torbellino de partícula gris que se aleja, se disipa.

     Va a intentarlo.

     Entonces su mano ya arrugada, traza la primera línea.

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