⠀⠀━ Eleven: Battle for liberation

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EVERMORE
CHAPTER ELEVEN

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❝BATALLA POR LA LIBERACIÓN❞

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―¡TRAICIÓN! ¡HAN ASESINADO al rey! ¡Lo han matado! ¡Traición! ¡A las armas, Telmar! ¡A las armas!

Elysant miró con horror el cuerpo de Miraz en el suelo, con una de las flechas de plumas rojas de Susan clavada en el costado. Intercambió una mirada con su padre, tan anonadado como ella. ¿Qué acababa de ocurrir?

Lord Sopespian corrió hasta uno de los caballos dispuesto a liderar el batallón de Miraz en su lugar.

Lord Lewis no sabía qué hacer. ¿Ordenaba atacar a sus soldados? Su hija estaba en el bando contrario, no podía permitir que le sucediera nada. ¿Debían de retirarse, quizás?

―¿Qué hacemos, Milord? ―inquirió el general de sus hombres. El aludido no contestó.

Peter apenas fue capaz de darse cuenta de lo que ocurría cuando un telmarino se acercó a él por la espalda sin que este se percatara de su presencia.

―¡Traición! ¡Preparaos! ¡A las armas, Narnia!

―¡Peter!

Caspian, a unos cuantos metros más atrás de Edmund y Peter, visibilizó al hombre que intentaba atacarle. El aludido se dio la vuelta, espada en mano, y con un rápido y limpio movimiento le rebanó el cuello.

―¡Corred! ―gritó Peter en dirección al príncipe.

El castaño, sabiendo qué hacer, se subió a un corcel de pelaje almendra y esperó a que llegara el momento de internarse en el montículo, donde, en la parte subterránea que cruzaba el Prado Danzarín, aguardaba un buen número de narnianos, entre ellos el centauro Borrasca de las Cañadas y el gigante Turbión.

Los telmarinos pusieron en marcha sus grandes catapultas. Lanzaron la primera roca, que impactó demasiado cerca de los narnianos. La segunda y la tercera se acercaron más y la cuarta, finalmente, desestabilizó a varios de ellos. Los que se hallaban bajo tierra presenciaron el desprendimiento de montones de tierra con inquietud.

Elysant, Edmund y Peter se situaron frente al ejército telmarino, con sus espadas en ristre. La caballería telmarina salió en dirección al altozano tras el grito «¡A la carga!» del general Glozelle. Los tres jóvenes se prepararon, así como también lo hizo Susan desde su posición con los arqueros.

―¡Arqueros! ¡Preparados!

Los telmarinos estaban cada vez más cerca. Peter miró a Caspian. El segundo asintió y entró al altozano.

―¡Narnianos, a la carga! ―proclamó.

Todos los que allí estaban avanzaron por la gran galería. Estaba sujetada únicamente por unos débiles pilares de piedra. Una vez derribados, el suelo del claro se vendría abajo, siendo una trampa perfecta.

Los narnianos no se hicieron de rogar y, con múltiples gritos de guerra, siguieron a Caspian.

―Uno..., dos... ―comenzó a contar Peter.

―Tres..., cuatro...

―Cinco...

―Seis... ―siguió Elysant.

―¡Arqueros! ¡Apunten!

Elysant miró brevemente a Susan.

―¡Seguid apuntando! ―dijo Trumpkin. Las piedras lanzadas por los telmarinos estaban logrando que muchos de los narnianos cayeran.

―Siete...

―Ocho..., nueve..., ¡preparados! ―proclamó el Sumo Monarca. Los telmarinos estaban casi allí.

Caspian contó el número diez y, a pleno pulmón, gritó:

―¡Ahora!

Y los gigantes, minotauros y centauros empezaron a golpear las columnas. El suelo empezó a moverse y a derrumbarse, y todos los jinetes telmarinos cayeron en el gran agujero que los narnianos formaron en el claro. Los telmarinos, presos del pánico y el desconcierto, no tuvieron tiempo de pensar cuando muchos narnianos se lanzaron contra ellos.

―¡Disparen!

Por orden de Susan, todos los arqueros soltaron la cuerda de sus arcos. Las flechas cortaron el aire con silbidos y fueron a parar directas al hoyo en el que los telmarinos luchaban por salir fuera, acertando de lleno en cada uno de ellos.

―¡A la carga!

Edmund se subió sobre el lomo de uno de los caballos y Elysant cabalgó a Theseus. Los narnianos que se encontraban bajo tierra salieron gracias a una trampilla liderados por Caspian.

El ruido de la batalla era totalmente ensordecedor. Gritos, metal chocando, gruñidos, graznidos, relinchos... Un auténtico caos.

Elysant mantenía todos sus sentidos alerta, sin descansar en ningún momento. Se abría paso entre cuerpos caídos mientras daba estocadas con su espada. Estaba claro que perdían en número, pero no en determinación. cada uno de los corazones narnianos latía por y para liberar a Narnia.

Sin embargo, Elysant se quedó paralizada cuando las tropas telmarinas empezaron a avanzar. Palideció e intercambió una mirada de preocupación con Peter.

Los hipogrifos alzaron el vuelo desde la parte más alta del altozano, portando en sus patas a enanos arqueros que apuntaban en dirección a los contrarios. A algunos les acertaban las piedras lanzadas por las catapultas, y también las grandes flechas que lanzó una de las avanzadas máquinas de guerra de los telmarinos.

Elysant llevó la vista al cielo, observando a los animales voladores. Un pequeño despiste, el suficiente para que un telmarino lograra tirarla de Theseus disparándole con su ballesta en el muslo.

La castaña profirió un gemido de dolor. Miró al soldado, que se acercaba a ella con su espada en ristre. Por si fuera poco, la suya había salido disparada a varios metros de su posición. Estaba acorralada.

―¡Elysant!

Con un grito, Peter mató al telmarino. Le tendió la mano para que se levantara y ella la aceptó y tomó rápidamente. Recuperó su espada y miró al rubio.

―Vas a tener que dejar de salvarme ―le dijo con una sonrisa mientras rompía la flecha para que esta fuera más pequeña y un poco menos molesta.

―¿Prefieres morir?

No obstante, no pudo contestar. El sonido de un proyectil impactando cerca de ellos le hizo al monarca darse cuenta; no podía cometer el mismo error otra vez.

―¡Al altozano!

Los narnianos corrieron en dirección al montículo, siendo perseguidos por los soldados telmarinos. Edmund y Caspian, ambos en sus caballos, retrocedieron.

Ante la orden de Lord Sopespian ―«¡Que no escapen»―, las catapultas empezaron a arrojar piedras con más rapidez. Una de estas impactó de lleno con la entrada del Altozano de Aslan, derrumbándola en el acto. Un fauno y varios minotauros quedaron aplastados por las rocas del derrumbe, además de que la entrada quedó colapsada. Como segunda consecuencia, el lugar de los arqueros, donde Susan les ordenaba que volvieran a apuntar, también sufrió un desprendimiento, llevándose a la reina en el proceso.

Peter miró muy preocupado a su hermana cayendo.

Como en el asalto, mas invirtiendo los papeles, Trumpkin agarró a la reina por el brazo. La Benévola se impulsó para llegar a una superficie plana a su derecha. Le devolvió la mirada a Peter, que suspiró un poco más tranquilo, aunque seguía sin saber dónde estaba su hermana Lucy.

Elysant se acercó a Peter a su vez que Caspian, Edmund, Susan y Trumpkin ―estos dos últimos habían abandonado su lugar junto a los arqueros―. Intercambiaron una mirada que decía una única cosa: «luchar hasta el último aliento».

No les quedaba otra. Y si para liberar a su pueblo tenían que morir, entonces lo harían.

Comenzaron a correr en dirección al batallón de Sopespian. Los telmarinos parecían salir incluso de debajo de las piedras, mas eso no frenó a ninguno.

Caspian y Elysant mantuvieron las espaldas juntas en todo momento, o, al menos, hasta que el mayor cayó al agujero que unos minutos antes él mismo había provocado.

―¡Caspian!

Elysant miró hacia abajo con el rostro crispado.

―¡Cuidado!

La joven se dio la vuelta para enfrentar a un telmarino que la atacaba por detrás. Realizando un mandoble, se deshizo de él. Con un cabeceo le agradeció a Susan, y volvió a la lucha. No podía seguir mirando abajo y descuidando las espaldas, por lo que se alejó del agujero sin dar tregua a los contrarios.

Cuando creía que todo estaba perdido, el suelo se tambaleó bajo sus pies. Frunció el ceño.

Los árboles se estaban moviendo.

Elysant corrió hacia Peter, que ayudaba a Caspian a salir del hoyo. El rubio miró a la castaña con júbilo en la mirada.

―¡Es Lucy! ¡Lo ha conseguido! ―le dijo, muy animado. Debía de ser por la adrenalina.

Las catapultas, sin embargo, no se habían detenido. Continuaban arrojando proyectiles, a la espera de derribar a los árboles, ahora despiertos. Una de las piedras impactó de lleno en un gran árbol. A su lado, uno de estos pareció enfurecerse. Los narnianos le hicieron paso a sus raíces que, con asombrosa rapidez, llegó hasta las máquinas y las hicieron pedazos fácilmente.

El terror se hizo presente en cada uno de los telmarinos.

―¡El bosque! ¡Está vivo! ¡Es el fin del mundo! ―voceaban, totalmente acobardados.

Los narnianos empezaron a gritar, llenos de euforia. Peter apuntó al cielo con su espada. Por fin lo tenía claro, todas sus dudas se habían disipado.

―¡Por Aslan! ―clamó. Todos persiguieron a los telmarinos, que empezaban a retirarse.

Lord Sopespian, cediendo ante el miedo, ordenó:

―¡A Beruna!

Sopespian cabalgó hacia el Vado de Beruna rabioso. Por fin tenía un momento de gloria, parecía que iban ganando y, de pronto, todos esos árboles empezaron a moverse ―su peor pesadilla hecha realidad―. El bosque estaba vivo, y ahora los telmarinos se encontraban en clara desventaja frente a ellos. Si con una de sus gruesas raíces un árbol había conseguido deshacerse de varias catapultas, quién sabe lo que podrían causar diez de ellos.

Llegaron al río. Los narnianos ―oh, esas malditas bestias― los tenían acorralados y solo podían cruzar en vado o pasar por el puente. Sus reyes y esa estúpida niña consentida, la tercera hija de Lord Lewis, guiaban a las alimañas hacia ellos. SIn embargo, algo les hizo detenerse. El Lord miró en la dirección contraria, encontrándose con la tercera de los cuatro hermanos; una muchachita de pelo cobrizo y rasgos dulces. Esta, con admirable valentía, sacó su daga de la funda que colgaba en su cinturón. Sopespian bufó.

―Solo es una niña ―murmuró.

Detrás de la reina apareció un majestuoso león de brillante y dorado pelaje. Sopespian, ignorante, miró a sus soldados.

―¡Atacad!

No obstante, Elysant sí sabía quién era ese bello y hermoso león, así como también lo hacían los Pevensie, Caspian y todos y cada uno de los narnianos. El animal tenía un brillo especial en sus orbes de color miel, algo que daba a entender que no era un simple león, algo que le hacía, incluso, humano.

―Aslan... ―susurró para ella misma.

Los telmarinos, ante la orden de su señor, empezaron a moverse en dirección a Aslan. El león miró al río.

―Saludos, mi señor ―bisbiseó el río, como un suave murmullo propio de la corriente del agua―. Soltad mis cadenas.

―Ahora mismo ―respondió Aslan.

Y con un muy potente rugido que paralizó por completo a Elysant, rompió el puente.

Del río surgió una figura humanoide de agua, que se alzó imponente frente a los telmarinos. Estos gritaron horrorizados. Su segunda pesadilla, el agua, había cobrado vida también.

Miles de millones de gotas salpicaron a Elysant, aunque esta sonrió. Todo estaba a punto de acabar, estaba segura de ello.

El dios del río elevó las aguas, y con ellas a un puñado de soldados, entre ellos Lord Sopespian. Los hombres consiguieron caer al agua, así como también lo hicieron los caballos en los que algunos iban montados. Finalmente, solo Sopespian, que estaba muerto de miedo, aterrorizado, quedó sobre los brazos del río.

―Vamos, ven ―lo retó, aun a sabiendas de que no tenía nada que hacer.

El hombre de agua abrió su gran boca y el Lord cayó por esta, desapareciendo para siempre, sin dejar rastro de que había existido.

El dios del río se unió al agua de nuevo, igual que había llegado, con una gran ola que terminó por empapar a narnianos y telmarinos de pies a cabeza.

Elysant y Peter empezaron a gritar. Habían ganado.

La joven miró al rubio y se lanzó a sus brazos, con terribles ganas de llorar de felicidad. Peter la estrechó con fuerza mientras una sonrisa aparecía en su rostro.

Como Aslan le dijo, mil trescientos años atrás: «Ya ha acabado».

Elysant se separó sin dejar de sonreír y buscó a Caspian con la mirada, para correr hacia él y también abrazarle.

La telmarina recordó que su padre estaba entre los telmarinos también. Frunció el ceño y su sonrisa desapareció lentamente. Lo buscó con la mirada hasta encontrarlo entregando su arma a Trumpkin a unos metros más allá de dónde solía estar el puente.

―¡Papá! ―gritó en su dirección.

La cara Lord Lewis se iluminó al ver a su hija sana y salva ―sin contar el flechazo del muslo y las múltiples heridas en su cara―. Corrió hacia Elysant y le dio un abrazo alzándola en el aire.

―¡Elysant! ¡Lo lograste! ¡Estás bien! Oh, estás bien ―murmuró el hombre sin soltar a la castaña.

Caspian observó el reencuentro padre-hija antes de seguir a Peter, Edmund y Susan, que cruzaban el río en dirección a Aslan. Susan, temerosa, junto a sus hermanos, se postró ante el Gran León, bajando la cabeza. Sin duda, ella había sido la más reticente, más que Peter, incluso, a la hora de confiar en el león. Estaba decepcionada de sí misma, y también algo asustada.

―En pie, reyes y reinas de Narnia ―dijo Aslan.

Los tres Pevensie se levantaron, mas Caspian permaneció con la cabeza agachada y su espada clavada en el suelo.

―Todos.

Caspian miró al león con confusión.

―Pero... ―balbuceó―, aún no estoy listo ―murmuró.

―Por esa misma razón, sé que lo estás ―pronunció Aslan con solemnidad. El príncipe se puso de pie y le dio una rápida mirada a Edmund.

Entonces, una gaita que tocaba una marcha fúnebre les hizo llevar la atención al suelo. Varios ratones cargaban a Reepicheep en una camilla, este último estando inconsciente y respirando a duras penas.

―Ahora te toca a ti, Lucy ―le dijo el león a la Valiente.

La niña, rápidamente, sacó el frasquito de cristal de su funda y quitó el tapón. Se arrodilló al lado de Reepicheep y vertió una gota de jugo de la Flor de Fuego en la boca del animal. Unos inquietantes segundos de silencio pasaron después y, a continuación, el ratón se levantó de un salto. Le dio las gracias a la reina.

―¡Oh! ―exclamó, viendo al Gran León―. ¡Oh, Majestad! ¡Saludos!

A Lucy le pareció que seguía siendo adorable.

―¡Es todo un honor... oh! ―El ratón desenvainó su espada, dispuesto a hacer una reverencia frente a Aslan. Sin embargo, perdió el equilibrio.

A Reepicheep le costó unos segundos ―y mirar hacia atrás― para darse cuenta de que le faltaba la cola. SI hubiera podido, habría enrojecido de vergüenza hasta las orejas.

―Estoy desconcertado ―le dijo a Aslan―. Estoy totalmente avergonzado y debo implorar vuestra indulgencia por aparecer de un modo tan indecoroso ―manifestó. Miró a Lucy con duda.

»Mhmmm, ¿quizás una gota más? ―inquirió, en dirección a la reina.

―Es que... no sirve para eso ―contestó Lucy, frunciendo los labios.

―Por probar ―insistió.

―Te sienta muy bien, Pequeña Criatura ―respondió el león, cortándole, con una grave risa.

―Aunque así sea, Majestad, siento tener que retirarme ―habló. Tomó su espada con ambas patas delanteras, ofreciéndosela a Aslan.

―¿Para qué quieres la cola? ―cuestionó el Gran Gato.

―Señor ―respondió él―, puedo comer, dormir y morir por mi rey sin cola. Pero una cola es el honor y la gloria de un ratón.

―A veces me he preguntado, amigo mío ―dijo Aslan―, si no daréis demasiada importancia a vuestro honor.

―Supremo Señor de todos los Sumos Monarcas ―respondió Reepicheep―, permitid que os recuerde que a nosotros los ratones se nos ha concedido una talla muy pequeña, y que si no protegiéramos nuestra dignidad, algunos, que calculan la valía por centímetros, se podrían permitir chanzas impropias a nuestra costa. Por ese motivo me he esforzado por dejar bien claro que nadie que no desee sentir mi espada pegada a su corazón debe hablar en mi presencia de trampas, queso tostado o velas: no, señor... ¡ni el más tonto de toda Narnia!

―¿Por qué han desenvainado sus espadas todos tus seguidores, si es que puedo preguntarlo? ―inquirió el león.

―Con el permiso de Su Excelentísima Majestad ―respondió el segundo ratón, que se llamaba Peepiceek―, aguardamos todos para cortarnos la cola en el caso de que nuestro jefe deba seguir sin ella. No soportaremos la vergüenza de exhibir un honor que se le niega al Gran Ratón.

―¡Ah! ―rugió Aslan―. Me habéis vencido. Tenéis un gran corazón ―admitió el león―. No será por salvaguardar tu dignidad, Reepicheep, sino por el amor que existe entre tu gente y tú, y aún más por la bondad que tu raza me demostró hace mucho tiempo cuando royeron las cuerdas que me ataban sobre la Mesa de Piedra. Fue entonces, aunque hace tiempo que lo olvidasteis, cuando empezasteis a ser Ratones Parlantes. Por eso mismo, volverás a tener cola.

Y antes de que el Gran León terminara de decir aquello, el ratón ya tenía cola de nuevo en su lugar correspondiente. Reepicheep dio un brinco y se giró hacia sus ratones, riendo.

― ¡Oh! ¡Mirad! ―exclamó, con felicidad. Volvió a estar frente a Aslan y le hizo una reverencia―. ¡Gracias, gracias, Majestad! ―El león asintió, sonriendo―. ¡Desde este instante será mi tesoro y servirá para recordarme siempre mi gran humildad!

Todos rieron. Aslan, recordando algo, miró a Lucy. La llamó, preguntándole por ese querido amiguito del que tanto le había hablado. Trumpkin, no muy lejos de ellos, se quedó estático. Se dio la vuelta, lentamente. En cuanto vio a Aslan se arrodilló y agachó la cabeza en señal de respeto. El Gran León rugió con potencia. Lucy sonrió.

―¿Y bien? ¿Lo ves ahora? ―rio.

Entonces, unos metros allá, Peter vio a Elysant, que hablaba con su padre con lágrimas cayendo por sus mejillas. Lewis se encontraba igual, sonriendo de oreja a oreja y besando la cara de su hija a cada segundo.

―Peter ―le llamó Aslan. El aludido puso sus orbes azules en el león―, ¿se te olvida alguien?

El rubio enrojeció, aunque se movió de su lugar para ir hasta la joven telmarina, con la mirada de sus hermanos, Caspian, el león y los ratones sobre él.

―Elysant ―dijo. La chica miró a Peter, aún sin salir de su burbuja de felicidad.

Sin embargo, tras posar sus ojos detrás de la figura del chico, se le paró el corazón.

La castaña se dejó guiar por el monarca hasta Aslan y, en cuanto estuvo a su lado, se arrodilló sin dudarlo.

―Levántate, Elysant, hija de Eva ―dijo el animal. Elysant hizo lo que Aslan le pedía―. Me han contado que arriesgaste tu vida varias veces por ciertas personas, ¿no es así?

La telmarina arrugó la nariz. Puede que hubiera escapado del castillo en busca de Caspian, y que se hubiera entregado al general Glozelle para que así dejase a los narnianos en paz, pero... Bueno, quizá sí tenía razón.

Elysant no dijo nada.

―Has sido muy valiente, querida ―prosiguió el león―. Acércate, Elysant.

La aludida dio varios pasos hasta estar frente a Aslan. El animal imponía tanto o más de lo que se había imaginado.

―¿Vos fuisteis el león que vi en el bosque? ―inquirió. Aslan rio.

―¡Pues claro! ―ronroneó―. Ven aquí, hija mía, estréchame entre tus brazos.

Elysant sonrió enterró la cabeza en la suave melena de Aslan. Esta despedía un suave olor a... a casa. Apretó con más fuerza y después se separó. Aslan volvió a reír.

―Y ahora que ya estamos todos presentes ―dijo el rey entre reyes―, pongamos marcha hacia el castillo.

Y rugió. A su alrededor, criaturas y hombres siguieron al león sin rechistar, atravesando el bosque y cruzando el río.

Elysant se acercó a Peter y Susan, y el primero la tomó de la mano. Se sonrieron.

Porque todo había acabado.


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