⠀⠀━ Twelve: Farewell

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EVERMORE
CHAPTER TWELVE

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(Crackship por littleoldpoet)

❝DESPEDIDA❞

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EL TRAYECTO AL castillo se le hizo corto a Elysant. Le dolían los pies de tanto caminar, y la herida del muslo le ardía, pero no importaba. Nada de eso importaba. Solo podía pensar en lo feliz que estaba de haber formado parte de la liberación de Narnia.

Peter no había soltado su mano en ningún momento. Se sentía en una nube, con sus hermanos sanos y salvos a unos metros de él, Aslan liderando al gran grupo de narnianos y telmarinos y Elysant a su lado, sin dejar de sonreír. Se dio cuenta de lo hermosa que le resultaba su sonrisa, y de lo mucho que le habría gustado verla así, tan radiante, en aquellos días de sufrimiento pasado. Sin duda, quedaba muy lejos el momento en que la conoció, mucho más aún esa estación de tren de Inglaterra, y también la actitud inmadura que había adoptado meses atrás.

Cuando llegaron al castillo telmarino, todos los habitantes del pueblo salieron de sus casas para observar qué ocurría. El barullo que ocasionaban los gritos de júbilo de narnianos ―y también de soldados telmarinos que por fin volvían a casa― atrajo la atención de cada una de las mujeres que aguardaban la llegada de sus maridos e hijos. Aunque algunos habían perecido en el campo de batalla, la gran mayoría regresaron vivos.

Cruzando el puente a Elysant se le hizo un nudo en el estómago. Inevitablemente, su memoria fue a parar al episodio del ataque al castillo. Sin duda, aquella noche presenció una de las peores situaciones de su vida.

El semblante de Peter también se oscureció momentáneamente. No obstante, se obligó a quitarse aquellos pensamientos de la cabeza. Seguía doliendo, mas tenía que aprender a vivir con ello. Como siempre había hecho.

Apretó más el agarre sobre la mano derecha de la joven telmarina, que parecía recordar lo mismo que él.

―Todo ha pasado, Elysant ―le dijo―. No merece la pena, no ahora.

La aludida asintió, frunciendo los labios. Suspiró y curvó hacia arriba las comisuras de sus labios. Peter pensó que tenía unos labios muy bonitos, y una sonrisa preciosa.

Tardaron poco en llegar al patio del castillo.

Lewis alcanzó a Elysant y se posicionó a su lado. El hombre se percató entonces de lo cerca que estaba del mayor de los Pevensie. Las comisuras de sus labios se elevaron hacia arriba. Si su hija estaba bien, él también lo estaba. Por esa misma razón, no dijo nada.

En la puerta principal, las damas de la Corte, esposas, hijos e hijas de los Lores y de importantes caballeros, aguardaban por la llegada de los hombres. Entre ellas se encontraba Lady Prunaprismia que, al ver al león, comprendió que su marido había muerto. Varias lágrimas cayeron de sus ojos, aunque Aslan logró que dejara de llorar cuando sus ojos dorados conectaron con los de la mujer.

Elysant paró entonces de golpe. Peter la miró sin comprender. En sus ojos se agolparon miles de lágrimas y llevó su mano izquierda a sus labios para contener un sollozo. Lord Lewis, a su lado, sonrió de oreja a oreja.

El monarca llevó la vista hacia el lugar donde ambos miraban, encontrándose con cuatro mujeres que tenían cierto parecido con Elysant. Debía de ser su familia.

―¡Elysant!

Mary, la menor, se separó de sus hermanas y corrió hasta la mencionada, que había dado varios pasos hacia adelante.

―¡Lewis! ―Al instante, las otras tres reaccionaron y se lanzaron a los brazos del Lord.

―¡Estáis bien! ―rio, con lágrimas en los ojos, Arabella―. ¡Los dos estáis de vuelta, oh!

Elysant abrazó a sus hermanas, también llorando de alegría.

―Y vosotras también estáis bien ―dijo ella.

―¿Ha terminado? ―inquirió Mary.

―Ha terminado ―afirmó su padre, asintiendo, muy emocionado.

Peter observó a los seis fundirse en un abrazo. Le recordaban a él y a sus hermanos, que después de tantas cosas pasadas se reunieron por fin. Aunque, de todas formas, ellos tenían algo especial. Como si algo les uniera, mucho más allá de ser familia.

―Os quiero tanto ―les dijo a los cinco Elysant, con un suspiro.

Caspian se acercó a Peter y se quedó quieto a su lado, profiriendo una exhalación. Sus ojos se posaron en la segunda de las hermanas. El rubio se dio cuenta entonces de que Caspian la miraba con añoranza. Como él hacía con Elysant. Sonrió un poco.

Los Rhullitvon se separaron entonces. Elysant se acercó a Typhainne y, con una sonrisilla, le indicó que Caspian estaba esperándola.

El rostro de la mayor se iluminó ―aún más, si es que eso era posible― y se dio la vuelta. Caspian clavó sus ojos negros en los de Typhainne, y ella sonrió en su dirección. Se acercó a él a la vez que el castaño se acercaba a ella, y unos instantes más tarde ya estaban en los brazos del otro, abrazándose y besándose como si llevaran siglos sin verse.

Peter posó su mirada azulada Elysant, que sonreía mientras miraba al futuro rey y a su hermana. Le gustaba mucho verla así.

Edmund, Lucy y Susan se acercaron al rubio y la tercera puso su mano izquierda sobre el hombro del Sumo Monarca.

―Ay, Peter... ―murmuró, con una risita.

―¿Qué? ―inquirió este, arqueando una ceja.

―Nada, nada ―se carcajeó Lucy.

―No es nada ―secundó Edmund, también riendo.

Peter se ruborizó. A veces odiaba a sus hermanos.

Al día siguiente, cuando el sol estaba en su punto más alto, los Reyes de Antaño y el Rey de Narnia, acompañados por Aslan y Elysant, recorrían las calles del pueblo telmarino.

Narnianos y telmarinos vitoreaban y gritaban, llenos de felicidad. De los balcones caían pétalos de mil colores, y cada casa estaba adornada con hermosas guirnaldas de flores. Banderas de Narnia ondeaban a ambos lados de las calles.

Elysant, cabalgando a Theseus, sonreía sin parar. A su lado se encontraba Peter, quien, igualmente, se sentía lleno de dicha.

La coronación de Caspian acababa de tener lugar, recibiendo así el joven el título de Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Solitarias. Todos los Lores habían asistido a esta junto a las familias más allegadas a la casa real, además de Aslan y un grupo de narnianos. El león le había otorgado a Caspian el título de Caballero de la Orden del León, y el telmarino, en cuanto fue nombrado caballero, la otorgó a Buscatrufas, a Trumpkin y a Reepicheep, y nombró al doctor Cornelius su Lord Canciller, y confirmó al Oso Barrigudo en su título hereditario de Juez de la Palestra.

A Elysant le concedió el título de caballero junto a los tres narnianos y, además, la nombró Lady Elysant, su consejera y segunda regente de Narnia en caso de que Caspian estuviera ausente. La castaña estuvo a punto de llorar, y el pecho le explotaba de orgullo. Su familia, en una de las primeras filas, sonreía sin parar. Su pequeña Elysant ya no era tan pequeña.

«―¡Larga vida al rey Caspian! ―habían proclamado todos. Caspian sonreía como nunca».

Tras finalizar el paseo y llegar al patio del castillo, se organizó un gran banquete, tan majestuoso como el de la coronación de los Pevensie mil trescientos años atrás. A los cuatro hermanos les invadió la nostalgia recordando los maravillosos años que vivieron mientras gobernaban Narnia. Cómo añoraban aquellos tiempos...

Al contrario que la celebración en la coronación de Miraz, esta era muy alegre. La música resonaba en cada rincón de la sala, las dríades y náyades bailaban al son de la melodía que los faunos tocaban y telmarinos y narnianos se unían en el centro para danzar, dejando sus diferencias a un lado. A Elysant le encantaba aquella estampa, y solo podía desear que los tiempos que se avecinaban fueran iguales o más felices.

Y según pasaban las horas, el sol se iba ocultando. La luna era cada vez más visible en el hermoso cielo estrellado y, al caer la noche, los coloridos fuegos artificiales inundaron el firmamento.

En un momento dado, cuando la mayoría de invitados se habían dormido o se habían ido, Peter se acercó a Elysant.

―¿Me harían el honor de acompañarme, Milady? ―inquirió, haciendo una reverencia ante la segunda regente de Narnia, besando el dorso de su mano protocolariamente.

Elysant rio brevemente.

―Será un placer, Majestad ―respondió, sonriendo. Peter la tomó de la mano y la guió fuera del salón. Elysant alzó ambas cejas―. ¿A dónde vamos, Peter? ―le preguntó.

El aludido no contestó. Le guiñó el ojo y prosiguió a recorrer los pasillos del castillo sin detenerse. Ambos empezaron a reír como dos niños pequeños mientras corrían por los anchos y estrechos corredores. En algún momento, Elysant perdió el delicado pañuelo dorado que le cubría los brazos desnudos, aunque ni siquiera se dio cuenta hasta que salieron fuera del castillo y el aire le golpeó en la cara.

Los coloridos fuegos artificiales chisporroteaban en el cielo, con una hermosa y blanca luna llena rodeada del miles de estrellas brillantes. Aunque el ruido que hacían no era su favorito, Elysant admitía que era un precioso espectáculo de luz y color.

―Son muy bonitos ―murmuró la chica sin apartar la vista del firmamento.

―No tanto como tú ―comentó Peter con media sonrisa. Elysant se sonrojó―. Yo no digo mentiras, Milady.

Elysant bufó, aunque riendo.

―Déjalo, Peter ―le pidió―. Deja de llamarme «Milady».

El aludido elevó ambas manos en un gesto de rendición. Miró a su alrededor, admirando los bonitos jardines, llenos de flores, que poseía el castillo.

―¿Qué querías enseñarme? ―cuestionó entonces la joven.

―La verdad es que esperaba que tú me enseñaras algo ―contestó―. Solo quería salir de allí, empezaba a ser aburrido ―se carcajeó―. Conoces el castillo mejor que yo, ¿no?

Elysant rio.

―La verdad es que yo también me he cansado de estar allí dentro mientras narnianos y telmarinos se emborrachaban ―confesó. Luego, tras pensarlo varias veces, su cabeza encontró el lugar ideal para mostrarle a Peter―. Sígueme, creo que te gustará lo que tengo en mente.

Peter asintió y ambos se pusieron en marcha, caminando entre los pasillos que creaban las flores. Se parecía al gran jardín que tenían en Cair Paravel, solo que allí los colores se mezclaban unos con otros y formaban un bonito arcoíris. En el castillo, las flores estaban ordenadas por colores y tipos. De todas formas, eran muy hermosas.

Finalmente, Elysant llegó a su destino: las rosas rojas. Su flor favorita, además de la parte más importante del escudo que representaba a su familia.

Se sentó en el banco de piedra gris que la había recibido allí desde que tenía memoria. Peter tomó asiento a su lado y se dedicaron a observar las rosas durante un largo rato, sin decir nada. Únicamente se escuchaba la música que se estaba tocando en el salón en esos momentos ―casualmente, los ventanales que tenían frente a ellos pertenecían a la sala donde se celebraba la coronación de Caspian― y las respiraciones de los dos jóvenes, acompasadas. Aunque Elysant creía que también se podía escuchar su corazón bombeando sangre, ya que ella sentía cómo le palpitaban las orejas y las sienes con fuerza.

―¿Quieres bailar?

Peter miró a Elysant.

―¿Aquí? ―preguntó.

―Sí. La música se escucha hasta aquí fuera ―le dijo. Se puso de pie y se alisó los pliegues del vestido―. A no ser, claro está, que no sepas bailar... ―bisbiseó con un deje de diversión.

Peter también se levantó. Arqueó una ceja.

―Prueba ―respondió.

Elysant se acercó a él, quedando frente al rubio. Le superaba por varios centímetros en altura.

Peter posó una de sus manos en la estrecha cintura de Elysant, y con la otra agarró su mano izquierda. La castaña colocó su mano derecha en el hombro de Peter. Con la música de fondo, parecían una princesa y un príncipe, como esos de los cuentos del mundo del monarca, en los que la princesa necesitaba un beso de amor verdadero para despertar, y el príncipe era un noble caballero. Sin embargo, Elysant no tenía nada de princesa en apuros, y Peter no tenía nada de príncipe. Eran quienes eran, el Sumo Monarca de Narnia y Lady Elysant, segunda regente de Narnia. Ambos unos auténticos guerreros, nobles y con la sangre más real ―sin hablar de estamentos sociales― que había visto Narnia.

Y entre rosas rojas, Peter y Elysant pasaron la noche, dando vueltas y más vueltas hasta que sus pies se cansaron de caminar, con la luz de la luna bañando sus rostros y sus respiraciones marcando el ritmo de su danza.

Ya había advertido Aslan la noche anterior que por la mañana del día siguiente todos ―narnianos y telmarinos― deberían de reunirse en la plaza del gran roble con vistas al precioso acantilado. El árbol fue plantado cuando Caspian I llegó a Narnia y decidió construir allí su castillo, y fue creciendo hasta convertirse en un roble grandes y largas ramas, y tronco grueso y fuerte. Elysant había pasado bajo aquel árbol más tardes de las que se imaginaba.

Las tres doncellas de Elysant terminaron por fin su labor con ella. Su cabello castaño caía en cascada por su espalda, y vestía un bonito vestido blanco con adornos de color bronce. Su diadema seguía el mismo juego de colores, que consistía de una cuerda adornada por florecillas. Sus labios carmín y sus orbes zafiro resaltaban incluso más con aquella vestimenta.

Salió de sus aposentos, buscando a alguna de sus hermanas. Se topó con Arabella, que caminaba junto a su prometido, Hobb.

―Buenos días, Arabella ―la saludó―. Buenos días, Hobb.

El chico, de cabello azabache y ojos igualmente oscuros, sonrió a Elysant.

―¿Has dormido bien, Ely? ―inquirió la mayor a su hermana. La aludida alzó ambas cejas―. Me comentan que llegaste un poco tarde a tu dormitorio ayer por la noche.

Elysant negó con diversión.

―Sé lo que insinuas ―la señaló con el dedo―, pero no. Y he dormido perfectamente, gracias. ―El prometido de su hermana rio, acompañado por Arabella.

―Vamos, Arabella, deja a tu hermana tranquila ―le pidió, aún sonriendo.

―Soy su hermana, tengo que preocuparme por ella ―se excusó la muchacha.

―No pretendas hacerte la inocente ―se carcajeó Elysant―. Es igual, nos vemos luego.

Los dos contrarios asintieron y se despidieron de ella. Elysant llevó la mirada al cielo antes de sonreír. Vaya ocurrencias que tenía su hermana...

El recuerdo de la noche anterior, ella y Peter bailando en los jardines, le hizo sonreír. No habían hablado mucho, únicamente danzado entre las rosas rojas. Un momento mágico y que, sin duda alguna, no olvidaría.

Elysant buscó a Caspian, que, supuso, no debía de andar demasiado lejos, teniendo en cuenta que quedaba poco para reunirse con Aslan en el acantilado y que ella estaba en la entrada del castillo.

Salió al patio esperando encontrarle allí. Estaba a punto de darse por vencida, los pies le dolían y empezaba a tener calor. Esa era una de las cosas que menos le agradaban de Narnia; por el día hacía calor y por la noche un viento bastante fresco ocasionaba que fuera necesario llevar chaqueta.

«Dónde está el rey cuando le necesitas», pensó con molestia, dando media vuelta, dispuesta a ir al acantilado ella sola. Sin embargo, estuvo a punto de darse de bruces con el nombrado cuando este salía del castillo.

―¡Diablos, Caspian! ―exclamó, llevándose una mano al pecho. Miró al aludido frunciendo el ceño.

―¿Qué? ―inquirió.

―¡Llevo horas buscándote! ¡Y de pronto, apareces y casi me tiras al suelo!

Caspian no pudo evitar reír. Era muy gracioso ver a Elysant asustada, sobre todo en ese momento, que le gritaba, más por la frustración que otra cosa.

―Bueno, ya me has encontrado ―rio el rey.

―Anda cállate y vamos, Aslan debe de estar esperando ―masculló, pretendiendo estar enfadada con él, aunque, en realidad, la situación le hacía tanta gracia como a él.

―De hecho, yo estaba buscándole, a él y a Peter y Susan ―le informó.

Elysant asintió, los dos emprendieron la marcha, dispuestos a cruzar el patio del castillo. No obstante, antes de que pudieran alejarse mucho, vieron a Aslan y a los dos monarcas caminando a ambos lados de él bajo los soportales del patio. Susan lloraba en silencio, agarrándose a la melena del león casi como si fuera lo único que le impedía no caerse al suelo.

La mirada de Peter conectó con la de Elysant. La joven percibió que algo no iba bien antes de que él la apartara para mirar a Caspian.

―Majestad, Lady Elysant ―dijo el Gran León, dándoles pie a hablar.

Caspian al principio pareció un poco desconcertado, mas luego parpadeó varias veces.

―Ya estamos listos, todo el mundo os espera ―dijo. Aslan asintió y volvió a mirar a los dos hermanos.

Los dos telmarinos se dieron la vuelta, poniendo rumbo al acantilado.

―Narnia pertenece a los narnianos tanto como al hombre ―comenzó Caspian, mirando al que a partir de ahora sería su pueblo―. El telmarino que quiera quedarse y vivir en paz, será bienvenido. Mas, aquel que lo desee, Aslan le devolverá a la tierra de sus antepasados. ―Miró de soslayo al aludido, que asintió brevemente.

Todos los telmarinos allí presentes comenzaron a murmurar con desconfianza.

―¡Hace generaciones que dejamos Telmar! ―se alzó la voz de un hombre entre la multitud.

―No nos referimos a Telmar ―negó Aslan―. Vuestros antepasados eran bandidos, piratas que encallaron en una isla. Allí encontraron una cueva, un curioso pasadizo que les transportó hasta aquí ―relató, con voz potente―. El mismo mundo que el de nuestros reyes y reinas.

Los murmullos volvieron a intensificarse, y todas las miradas se posaron sobre Peter, Susan, Edmund y Lucy. La cara de los dos mayores se apagó notoriamente.

―Es a aquella isla a donde puedo enviaros. Es un buen lugar para empezar una nueva vida.

Elysant se estremeció. Presentía, en lo más profundo de su ser, que algo malo iba a suceder.

―¡Yo voy! Acepto la oferta. ―De entre la multitud, el ex-general Glozelle alzó la voz y se hizo paso entre narnianos y telmarinos.

El hombre llegó hasta estar a unos metros de Caspian y Elysant, quienes asintieron solemnemente.

Justo después, la viuda de Miraz y Lord Scythley dieron un paso adelante, la mujer con su bebé ―ahora huérfano por parte de padre― en brazos.

―Nosotros también.

Los dos jóvenes también cabecearon en su dirección. Elysant le regaló una sonrisa cordial a Prunaprismia, que respondió con una reverencia.

―Por haber sido los primeros, vuestro futuro allí será próspero y feliz ―proclamó Aslan. El león abrió sus fauces y sopló sobre los cuatro.

Una pequeña ráfaga de aire golpeó el rostro de Prunaprismia, Glozelle, Scythley y el bebé de la primera.

Acto seguido, el árbol que Elysant y Caspian tenían detrás ―el antiguo roble de Caspian I― empezó a moverse. Al principio, los dos jóvenes se sobresaltaron, mas, después, quedaron asombrados al ver cómo este daba una vuelta sobre sí mismo y su tronco se separaba, creando así un arco que, en realidad, era una puerta, la entrada al mundo de los reyes. Aslan había abierto una puerta en el aire.

Los telmarinos empezaron a susurrar con miedo y estupefacción a partes iguales. No obstante, Prunaprismia, Glozelle y Scythley avanzaron hacia el árbol hasta desaparecer. Elysant observó cómo estos dejaban de ser visibles con los ojos abiertos. Sabía que Aslan no los habría enviado a algún sitio que no fuera el que él había dicho, pero, aun así, resultaba inquietante.

―¿Cómo sabemos que no queréis matarnos a todos? ―cuestionó, por encima del griterío que acababa de formarse, un hombre.

―Si mi ejemplo puede servir de algo, Aslan ―dijo Reepicheep, adelantándose al instante y efectuando una reverencia―, conduciré a mis ratones a través de ese arco si lo deseas sin una dilación.

―No, pequeño ―respondió él, posando la aterciopelada zarpa con toda suavidad sobre la cabeza del ratón―. Os harían cosas terribles en ese mundo; os mostrarían en las ferias.

(***)

»Son los otros los que deben dar ejemplo. ―Y miró a Peter.

El corazón de Elysant latía desbocadamente.

―Nosotros vamos ―proclamó el monarca, dando varios pasos al frente.

Entonces, el corazón de Elysant dejó de latir. «No» era la única palabra que podía formular su cabeza. No podía irse.

―¿Nos vamos? ―inquirió Edmund.

―Vamos ―afirmó su hermano―. Hemos acabado aquí. Después de todo, ya no nos necesitáis ―siguió, dando varios pasos hasta posicionarse frente a Caspian.

Mentía. Elysant sí le necesitaba. O, quizás, no le necesitaba. Pero no quería vivir sin él.

Peter sacó a Rhindon de su cinturón y se la tendió a Caspian.

―Cuidaré de ella hasta que vuelvas ―prometió el rey. No obstante, una voz femenina llamó la atención de ambos jóvenes.

―Me temo que no va a poder ser. ―Caspian la miró, interrogante―. Es que... no vamos a volver ―contestó Susan.

A Elysant ya se le habían llenado los ojos de lágrimas. No se podía creer que todo aquello fuera real. Ni siquiera parecía real.

―¿No? ―cuestionó Lucy a su hermana, sin entender nada.

―Vosotros dos sí ―respondió el mayor de los cuatro, volviendo junto a sus hermanos―. Creo ―miró a Aslan― que se refería a vosotros.

―¿Pero por qué? ¿Es que han hecho algo malo? ―quiso saber Lucy.

El león negó, con el rostro contraído en una mueca de lástima.

―Al contrario, pequeña, pero todo tiene su momento ―le dijo.

Aslan miró a Elysant, que se removía en su sitio tratando de no llorar. La joven apenas era capaz de procesar las palabras de los monarcas y del león.

―Tus hermanos han aprendido lo que han podido de este mundo, y ahora tienen que vivir en el suyo ―explicó.

―No pasa nada ―musitó Peter―. Lo había imaginado de otra manera ―«Elysant se queda en Narnia», «No veré a Elysant nunca más»―, pero es igual. Un día lo entenderás.

A Elysant le entraron ganas de golpear a Peter. Muy fuerte.

¡No daba igual! ¡Por supuesto que no! Se tragó las ganas de llorar. Caspian colocó su mano sobre el hombro de Elysant y le dio un apretón en este. Trató de tranquilizarse.

―Vamos ―le dijo Susan, agarrando a Lucy de la mano para despedirse de Trumpkin, Buscatrufas, Cornelius, Borrasca de las Cañadas y Reepicheep. Edmund les siguió.

Caspian soltó a Elysant y se acercó también a despedir a los Pevensie.

Sin embargo, Peter se quedó estático. Se giró ligeramente hasta quedar frente a Elysant y se acercó a ella. Agarró una de sus manos con fuerza.

―Así que te vas... ―murmuró.

Peter la miró durante unos largos segundos sin decir nada. Luego separó los labios.

―Sí...

Eso era todo lo que le hacía falta a Elysant para romperse. Negó varias veces, dando un paso hacia atrás. Las lágrimas se agolparon en sus ojos azules mientras miraba al Pevensie mayor.

―No te vayas... No quiero que te vayas, Peter ―sollozó, con la voz quebrada.

Y qué estúpida se sentía, al pensar, por un solo momento, que ellos dos podrían tener un final feliz. Eran de mundos distintos. No podrían estar juntos jamás mientras vivieran.

―Créeme, no quiero irme ―suspiró el rubio. Llevó su mano derecha a la mejilla de la joven para limpiar una de lágrima que salía de su ojo. Otra lágrima se deslizó entonces por el rostro de Peter―, pero no puedo hacer otra cosa.

Y Elysant también odiaba a Peter.

Porque la había hecho caer, había entrado en su corazón sin previo aviso, revolviéndolo todo, convirtiéndose en la persona por la que este latía, y ahora se iba. Y la dejaba con el corazón hecho trizas, sintiendo que la faltaba algo.

Y ni siquiera se había ido aún.

Elysant abrazó a Peter, enterrando su cara en el hueco de la clavícula del chico. El rubio la atrajo hacia sí y también empezó a sollozar. Porque, aunque él se fuera de Narnia, dejaba allí a parte de él, en el corazón de Elysant.

Caspian los observó junto a los hermanos de Peter y, entre toda la muchedumbre, la familia de Elysant también tenía sus ojos puestos en los dos jóvenes.

Se separaron lentamente y se miraron a los ojos. Peter acercó sus labios a los de ella hasta juntarlos en un suave beso con sabor amargo. Ambos desearon que aquel momento no terminara nunca jamás. Ojalá pudiera permanecer así para siempre. Sin embargo, sabían que no podía ser así. En algún momento tendrían que soltarse y decirse adiós para siempre y, entonces, Peter no podría volver a admirar la hermosa sonrisa de Elysant, y ella no podría volver a probar los labios del rubio. Y aquel sería su primer y último beso.

Porque no volverían a verse.

Nunca.

Al monarca le dolía más que a nadie en el mundo dejar a la chica allí. Porque ni siquiera sabía cuándo había empezado a sentir cosas por ella. Simplemente, había sucedido. Y se había enamorado de ella. Quizá estuvieran predestinados a encontrarse desde el principio de los tiempos. Quizá ese fuera su destino, enamorarse y sufrir. Vivir separados. No volver a verse y quién sabe si a reencontrarse en algún momento.

A la telmarina el corazón se le caía a pedazos. Se odiaba a sí misma por ser tan débil.

Le devolvió el beso a Peter sin dudar, pensando que si aquella sería la ―primera y― última vez debía de alargarla todo lo posible.

Como ruido de fondo se oían los murmullos de lástima de telmarinos y narnianos, que susurraban entre ellos mientras miraban a los dos jóvenes. Sin embargo, ninguno de los dos era capaz de escucharlos.

Se alejaron con parsimonia, con los ojos clavados en los del contrario.

―Te quiero, Peter ―susurró Elysant.

―Yo te amo ―respondió―. Y te amaré siempre. Pase lo que pase. Te lo prometo.

Elysant volvió a llorar.

―No me olvides, por favor.

―No podría... ―rio el rubio, aunque era más bien una risa apagada―, no podría olvidarte ―le prometió.

Entonces Elysant dejó de mirar a Peter para mirar su mano derecha. En el dedo índice descansaba un anillo de oro, muy fino, y con una rosa estampada en este. Era el anillo de la casa Rhullitvon, que se otorgaba a cada nuevo integrante al nacer.

―Dame tu mano ―le pidió, con la voz entrecortada. Peter extendió su mano derecha. Elysant sacó el anillo de su dedo y se lo colocó al rubio en el índice―. Cuando me eches de menos, mira el anillo y yo estaré contigo. ―Se le rompió la voz al final de la frase.

Los hombros de Peter convulsionaron. Por él, se quedaría mil horas y más mirando a Elysant. Sin embargo, los insistentes ojos miel de Aslan en su nuca le hicieron saber que ya se había alargado demasiado.

Lucy miró a Susan.

―Espero que cuando sea mayor lo entienda ―murmuró. Susan sonrió.

―Yo soy mayor y no quiero entenderlo ―contestó Edmund. A pesar de eso, podía sentir el dolor de Peter y Elysant sin mucho esfuerzo―, pero lo siento por ellos ―añadió. Lucy y Susan suspiraron, secundando a su hermano.

Peter le dio una última caricia a Elysant antes de unirse a sus hermanos. La chica se acercó a Caspian y este le pasó un brazo por los hombros.

Edmund miró a Peter y le puso una mano en el hombro durante unos segundos. El rubio trató de sonreír, limpiándose las lágrimas con la mano. Elysant hizo lo mismo desde su posición, a unos escasos metros de él.

¿Por qué estaban tan cerca y a la vez tan lejos?

Edmund fue el primero en acercarse al árbol, después Susan y luego Peter y Lucy. Antes de entrar por la puerta, Lucy giró la cabeza, encontrándose con la mirada de Elysant.

Peter hizo lo mismo. Quería mirarla una última vez, aunque eso le supusiera un dolor aún más terrible.

Sus ojos conectaron. Elysant sonrió débilmente y Peter hizo lo mismo. Después, desapareció.

Y Elysant supo que nunca podría amar a alguien más.


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