22 | the screams

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VEINTIDÓS
los gritos







Mareada y tosiendo por culpa de la arena que he tragado, me siento en el suelo. Miro a Finnick, Johanna, Katniss y Peeta, que han conseguido no salir volando. Los cadáveres de Wiress, Gloss y Cashmere han terminado en el mar.

—¿Dónde está Dae? —pregunta Johanna, poniéndose de pie al momento—. ¿Y Voltios?

Nos levantamos, aunque me cuesta un poco no perder el equilibrio. Veo, por unos segundos, el horizonte en vertical. La herida de la pierna vuelve a dolerme. Finnick ve a Beetee flotando en el agua a unos veinte metros y se va nadando a buscarlo. Dae ya está en la orilla, sujetándose el hombro con una mueca de dolor en el rostro.

—Cubridme —nos dice Katniss a Johanna, a Peeta y a mí.

Corre hasta el borde y se lanza al mar. No comprendo qué pretende hasta que nada hacia el cadáver de Wiress, y ni siquiera así logro ver sus intenciones. Llega hasta ella cuando el aerodeslizador ya está sobre la del 3, con la pinza extendida.

Katniss le quita el alambre de Beetee, que había estado limpiando cuando la asesinaron, y vuelve nadando con rapidez. Finnick regresa a la orilla, trayendo con él a Beetee. Katniss le devuelve su alambre y él lo coge, pensativo.

Me doy cuenta entonces de que Finnick, Dae, Johanna y Beetee ya han perdido a su compañero de distrito. Chaff sigue vivo, incluso aunque yo no sepa dónde.

Katniss abraza a Peeta y Finnick me rodea con el brazo. Me pregunto dónde estará el que fue mi mentor.

—Vámonos de esta isla apestosa —dice Johanna después de que todos guardemos silencio un rato.

Katniss se asegura de tener aún la espita y la medicina en el cinturón. Afortunadamente, así es. Examino la herida que tiene Finnick en el muslo. No es muy profunda. Se la vendo usando su camiseta interior, viéndome sin musgo ni enredaderas en ese momento. Pese a que me asegura que no duele, no me lo creo y me propongo ir a por bayas en cuanto me sea posible, tanto para él como para Beetee y para mí.

Katniss ayuda al del 3 a ponerse de pie y todos volvemos a la playa. Proponen ir a la zona de las doce, para descansar durante varias horas. Sin embargo, al haber girado la Arena, no sabemos dónde se encuentra. Volvemos a estar a ciegas. Finalmente, nos quedamos en un sitio cualquiera. A las diez, veremos la ola y sabremos en qué sector estamos. Solo podemos confiar en que no rompa precisamente donde nosotros nos encontramos.

—Bueno, debe de ser la hora de los monos, y aquí no veo ninguno —comenta Peeta, mirando la jungla—. Voy a intentar ponerle la espita a un árbol.

—No, me toca a mí —dice Finnick rápidamente. Tanto que me hace mirarle, extrañada.

—Al menos te cubriré las espaldas —insiste el del 12.

—Eso puede hacerlo Katniss —interviene Johanna—. Necesitamos que dibujes otro mapa. El otro lo hemos perdido —añade, arrancando una gran hoja de un árbol para dársela. Le miro, desconcertada.

Me levanto y miro la jungla.

—Voy a buscar algo de comer. Y más bayas de las que te di, Beetee. Creo que las vamos a necesitar.

Finnick aprieta la mandíbula. Sé que no le hace ninguna gracia. Por un momento, creo que va a pedirme que no vaya. Sin embargo, finalmente dice:

—Ve con cuidado.

—Por supuesto —respondo, sonriendo ligeramente—. No tardaré nada.

Les acompaño a él y Katniss hasta el borde de la jungla y ahí trepo rápidamente al árbol más cercano. Salto al que está junto a ese y pronto pierdo de vista a los demás.

No me he adentrado demasiado en la jungla, apenas han pasado un par de minutos desde que comencé a adentrarme, cuando escucho un grito que me hiela la sangre. Pierdo el agarre y caigo del árbol. Grito mientras me acerco al suelo a toda velocidad. El golpe me deja sin aire. Por suerte, había descendido un poco para poder divisar los arbustos más bajos desde arriba, pero eso no evita que me quede tumbada, semiinconsciente y jadeando, mientras sigo escuchando los gritos de Violet.

Su voz está llena de dolor y miedo.

Es imposible que sea ella. No puede serlo. ¿Cómo podría...? ¿Acaso le han traído? ¿O simplemente estoy imaginándomelo?

Intento incorporarme y ahogo un grito de dolor. Sin embargo, aprieto los dientes y consigo apoyar la espalda en el tronco del árbol. Mi vista se tiñe de rojo. Todos los músculos me arden. La cabeza me da vueltas y no sé si voy a vomitar o desmayarme antes.

«Te lo estás imaginando. No puede ser ella. No es real.»

Pero... ¿y si es real? Snow podría tenerla prisionera y yo ni siquiera saberlo. Podría estar torturándola.

«No tiene sentido. La dejaste en el 11, la apartaste. Está a salvo. Tiene que estar a salvo.»

—¡LEILANI!

Su aullido suena tan desgarrador, tan necesitado, y me recuerda tanto al de Rue llamando a Katniss a gritos en los últimos Juegos que me es imposible ignorarlo.

Tengo que ayudarla.

Sacando fuerzas que no sabía que tenía, me pongo en pie. Los ojos se me llenan de lágrimas. Me mareo y casi vuelvo a caer. Me aferro al tronco más cercano.

—¡LEI, LEI!

—¡VIOLET! —grito—. ¡Violet, ya voy!

No sé ni cómo consigo avanzar. Cojeando y sirviéndome de los árboles para apoyarme, sigo su voz. Sus gritos de auxilio se intensifican. Grita mi nombre, de nuevo, en varias ocasiones.

—¡DEJADLA EN PAZ! —chillo, entre lágrimas. Apenas veo hacia dónde voy, solo me guío por el sonido de la voz de Violet—. ¡DEJADLA EN PAZ, COBARDES! ¡Es una niña! ¿Para qué la queréis? ¡DEJADLA EN PAZ! ¡YA VOY, VIVI!

Llego a un pequeño claro. Los gritos se escuchan más fuertes, por todos lados. No consigo localizarla. No veo a nadie. Doy vueltas sobre mí misma, cuchillo en mano, tratando de comprender. Tratando de encontrarla.

—¡LEI!

Tardo casi un minuto en comprender que el sonido viene de encima de mi cabeza.

—¡Violet! —chillo, mirando hacia arriba, casi esperando verla atada y colgando de un árbol.

Entonces, veo el pájaro de cresta negra que hay en una rama. Y comprendo que he caído en otra de las trampas de los Vigilantes.

Es un charlajo.

Me seco las lágrimas como puedo, tratando de distinguir bien mi objetivo, y le lanzo un cuchillo al pájaro. Jadeo. Violet no está aquí, pero ¿dónde está? Sus gritos...

—Tengo que salir de aquí —susurro, conteniendo nuevamente las lágrimas.

La forma más rápida que conozco de huir es de rama en rama. Escalo de nuevo un árbol, ignorando el mareo que aún siento, y me dirijo de vuelta a la playa, tan rápido como puedo.

La voz de Zinnia me persigue. Trato de ser más rápida que ella, mientras más voces que desconozco se van uniendo a ésta. Me parece distinguir la de Rue, pero me digo que es imposible. Son otras voces. Otras personas. Personas vivas.

Rue está muerta.

—¡Lani!

Me quedo inmóvil en la copa de uno de los tantos árboles por los que paso. El aire se queda contenido en mi pecho, mientras mis ojos se abren de par en par. Nuevas lágrimas los inundan.

A mi derecha, exactamente como suena en mis pesadillas, se ha escuchado la voz de Jared. Ni siquiera necesito saber que era él con seguridad, porque solo mi hermano me llamaba «Lani».

—No... —murmuro, comprendiendo que los charlajos no han memorizado únicamente las voces de personas vivas.

También de todos aquellos fantasmas del pasado que cargo.

—Sé que ganarás, Lei. Confío en ti. Siento no poder quedarme para ayudarte.

Tengo que sujetarme al tronco del árbol al escuchar aquellas palabras, las últimas de mi hermano, de nuevo, pronunciadas por algún charlajo a poca distancia.

Vagamente, recuerdo que los charlajos no solían memorizar frases completas, sino unas pocas palabras. Pueden que los hayan modificado. Da igual, después de todo, porque han logrado su objetivo: descolocarme por completo.

—¡FINNICK! —chillo, por impulso, saltando nuevamente al árbol más cercano y huyendo. Huyendo como llevo toda mi vida haciendo.

No puedo enfrentar a mi hermano. No podré nunca, pero mucho menos en ese momento. En ese lugar. Tengo que escapar o... No dejo espacio a mi imaginación para planear otras alternativas.

Simplemente, huyo tan rápido como puedo, confiando en que salve, una vez más, mi vida.

Oigo otros gritos mezclándose. Algunos me resultan familiares, otros no. Trato de no detenerme a reconocerlos. Desearía poder cubrirme las orejas con las manos, pero las necesito para avanzar. Un aullido particularmente conocido —Annie— me obliga a detenerme de nuevo.

Se me hiela la sangre al escuchar mi propio grito. Eso me hace retomar el camino e ir más deprisa. Los charlajos cada vez me rodean más. No solo yo estoy escuchando los gritos, recuerdo.

También hay otros tributos en la jungla. Finnick y Katniss. Los dos entraron para recoger agua. Vuelvo a escuchar mi grito. Parece que estuvieran torturando, pero que no me queda mucha vida. Finnick no puede escuchar eso.

—¡LEILANI! —aúlla entonces él. Se me escapa un sollozo. ¿Cómo sé si es Finnick o un muto? ¿Cómo sé si es él respondiendo al grito que yo no he lanzado o un charlajo imitándole?

Mi impulso es gritarle como respuesta, pero no lo hago. No quiero contribuir al coro de gritos que se forma a mi alrededor.

Llego al límite de la jungla. Hay aún más pájaros ahí, reunidos alrededor de dos figuras que están acurrucadas en el suelo, tapándose los oídos con las manos: Finnick y Katniss.

No comprendo por qué no salen del bosque. Desde mi posición, veo claramente a los demás, inmóviles frente a ellos. Entonces, salto a una rama que hay frente a mí y choco contra algo duro, liso y transparente.

Suelto un grito y, por segunda vez, caigo desde lo alto de un árbol al suelo, acompañada de los aullidos de los charlajos a mi alrededor.

Cuando me despierto, lo primero que veo son los ojos verdes de Finnick mirándome fijamente con preocupación. Noto una dolorosa punzada en la parte posterior de la cabeza que se traslada con rapidez a todo el cuerpo. Los músculos me arden.

Cierro los ojos, tratando de no gritar de dolor. Ni siquiera intento moverme: hasta respirar hace que me sienta como si mil cuchillas se clavaran en mi piel.

—No te muevas —dice de inmediato Finnick, pese a que era algo que no pensaba hacer—. Te hemos dado de las bayas que le diste a Beetee. Katniss se ha asegurado de que eran las correctas. Las hemos mezclado, todo bien. Pero aún así, pensamos que...

—Llevo toda la vida cayendo de árboles. Una acaba acostumbrándose a los golpes —respondo, con los dientes apretados, intentando aliviar su preocupación—. No ha sido nada.

—Eso de nada no es muy exacto —comenta.

—Ayúdame a incorporarme —pido.

—Pero...

—Finnick, por favor —le corto. Con infinito cuidado, Finnick me ayuda a incorporarme y apoya mi espalda en su propio pecho, rodeándome con sus brazos—. La caída ni siquiera ha sido lo peor. Esos charlajos...

Inspiro hondo y ahogo un grito de dolor al tratar de colocarme en una posición más cómoda.

—Escuchaba... los gritos —mascullo con dificultad— y pensaba que...

—Lo sé —murmura Finnick—. Todo se mezcló. La de Muse, la de Ron, la de Mags, la de Annie, la de Kai...

—Violet, Jared, Rue, Seeder, Annie, Rosemary, incluso Reyna y Robert —enumero, negando con la cabeza e ignorando el dolor que eso me produce—. Y luego...

—La tuya —susurra él.

—Sí —respondo—. Y la tuya. No sabía si era un charlajo o no, solo la escuchaba y...

—Yo también —dice Finnick, cerrando los ojos—. Si no hubiera escuchado mi propia voz...

—Yo también escuché la mía —asiento—. Era puro caos, Finn. Y cuando intenté huir, choqué y...

—Lo sé.

—Fue horrible.

Dae se acerca a nosotros sonriendo. Lleva bajo el brazo una cesta llena de los dos tipos de bayas que le he administrado a Beetee y yo misma he tomado para el corte en mi pierna.

—No sabemos cuánto efecto te hará, teniendo en cuenta el golpe que te llevaste —comenta, agachándose a mi lado—. No hay otra fruta que conozcas que pueda servir, ¿no?

—Nada que haya visto en la jungla —respondo, negando con la cabeza—. No pasa nada, las bayas servirán.

Sin embargo, apenas consigo tragármelas. Los huesos de la mandíbula me arden al mínimo movimiento y acabo tragándolas con las lágrimas cayendo por mis mejillas, mientras trato de beber agua, lo que también resulta increíblemente doloroso.

Dae y Finnick no dejan de mirarse entre sí, preocupados.

—No podemos tenerla así —dice ella, negando con la cabeza—. Si hubiera algo que pudiéramos darle...

Es como si sus palabras produjeran un efecto inmediato. A nuestros pies, cae un paracaídas que, tan pronto como Dae lo abre, muestra un pequeño vial lleno de un líquido que no distingo y una jeringuilla.

Pero Dae lo conoce a la perfección.

—Es morflina —dice, desconcertada—. Un patrocinador te ha dado morflina, Leilani. Nunca, en ninguno de los Juegos...

—Mientras me sirva —interrumpo, sin deseos de escuchar en ese momento. Trato de incorporarme algo mejor, pese al dolor extremo que me produce. Suelto un gemido—. Por favor, dámela.

Dae aprieta los labios y asiente. Llena con lentitud la pequeña jeringuilla al completo y se la tiende a Finnick, que la toma con precaución.

—Directo en el cuello —masculla, sin vacilar ni un momento. Apenas le toma un segundo encontrar el punto en el que introducir la aguja, como si lo hubiera hecho cientos de veces. Puede que sea así: sé que los habitantes del Capitolio tienen costumbres repugnantes. Puede que alguno de los que pagaron por la compañía de Finnick le pidieran que les inyectara morflina—. Vale.

Minutos después, somnolienta y parcialmente desorientada, tras haber dado las gracias a Parry y confiar en que lo vea a través de las cámaras, cojeo, apoyada en él hacia el lugar donde los demás están sentados. Dae me ha colgado el vial y la jeringuilla del cinturón, dentro del paracaídas, que ha llenado de musgo para tratar de proteger su frágil contenido. La del 8 camina junto a nosotros.

—Eh, por fin despiertas —dice Johanna, que está sentada con Katniss, Peeta y Beetee—. Íbamos a cenar. Venid.

Nos cuesta un poco sentarme, teniendo que quedarme finalmente con las piernas extendidas y la espalda apoyada en Finnick, que me sostiene con sus brazos y evita que caiga de espaldas. Dae se queda cerca. Bostezo y río por lo absurda que me parece la situación, pese a la seriedad con la que los otros me miran. No tienen tiempo de decir nada, ya que suena el himno y aparece el escudo en el cielo.

Primero aparece la cara de Gloss, que contemplo sin lástima alguna. Luego, le sigue Cashmere. Wiress. Mags. La tributo del 5, que debe de ser la mujer que se ahogó por la ola. La adicta del 6, que se sacrificó por Peeta. Blight. El hombre del 10. No recuerdo haber escuchado su cañonazo, pero bien puede haber sido durante las horas que he estado inconsciente.

—Ocho —digo, cuando el último rostro desaparece—. Con los seis de ayer, ya van catorce.

—Debe ser un récord —comenta Katniss, pero yo niego con la cabeza.

—En mis Juegos, llegamos a los ocho finalistas la primera noche.

—Aún así, nos están machacando —dice Johanna.

—¿Quién queda, además de nosotros seis y el Distrito 2? —pregunta Finnick.

—Chaff —respondo. Guardo silencio un momento—. Deberíamos buscarlo.

—No sabemos dónde puede estar —replica Katniss de inmediato, posicionándose al instante en contra de mi propuesta. Eso me molesta.

—Si tú estuvieras sola en esa maldita jungla, con los profesionales cazando, ¿no querrías que te buscaran? —pregunto, algo molesta por su tono.

—Pero él no hizo ninguna alianza con nosotros.

—La hizo conmigo, con Johanna y con Finnick. Es mi compañero de distrito. No puedo abandonarlo. A lo mejor está herido —digo, furiosa.

Finnick me pone la mano en el hombro para que me calme. Katniss abre la boca para decir algo más, pero entonces un nuevo paracaídas cae en la arena. Es una pila de bollitos cuadrados individuales.

—Son de tu distrito, ¿no, Beetee? —pregunta Peeta, reconociéndolos.

—Sí, del Distrito 3. ¿Cuántos hay?

Me pregunto por qué querrá saber el número de panes. Finnick los cuenta y les da vueltas en las manos antes de colocarlos bien ordenados. Parece obsesionado con tocar el pan, igual que hizo con el de su distrito. Me giro a observarle, divertida, y él se limita a guiñarme el ojo.

—Veinticuatro —anuncia.

—Entonces, ¿dos docenas exactas? —pregunta Beetee. La pregunta me confunde. ¿Acaso no es obvio?

—Veinticuatro justos —dice Finnick—. ¿Cómo los dividimos?

—Podemos quedarnos tres cada uno, y los que queden vivos a la hora del desayuno ya decidirán sobre el resto —sugiere Johanna.

Katniss suelta una risita. Johanna le lanza una mirada de satisfacción. Parece que esas dos empiezan a entenderse. Espero que sí, porque si no, acabarán matándose la una a la otra.

Puede que eso pase, irremediablemente. No puedo olvidar dónde estamos. Pensar en eso hace que se me apriete más el nudo que tengo en el estómago. Todos cogen los bollitos, pero cuando Finnick me ofrece, lo rechazo.

—En mi Gira de la Victoria lo probé, en la visita al 3. Fue bastante desagradable —digo, haciendo una mueca.

—¿Qué pasó? —pregunta Katniss, curiosa.

—Le vomitó al alcalde encima —responde Beetee con voz calmada.

—Iba a decir que me sentó mal —digo, frunciendo el ceño—. No hacía falta que contaras lo que pasó delante de todos.

Esperamos a que la ola retroceda y nos vamos a la playa de esa sección. Al menos, estaremos doce horas a salvo de la jungla. Katniss y Peeta se ofrecen para vigilar, así que me tumbo junto a Finnick en la arena, aún dolorida, pero mucho menos que al despertar.

Del mismo modo que sucedió en el Capitolio, en los brazos de Finnick me siento más segura que en ningún otro sitio.

Incluso estando en la arena, incluso pudiendo hallarme a horas de mi inminente muerte, Finnick me hace sentir más segura de lo que nada ni nadie había hecho antes.

—Finnick —balbuceo, dejándome llevar, en parte, por los efectos de la morflina que recorre mis cuerpo en estos momentos—, creo que te quiero.

Giro la cabeza hacia él, deseando observar su reacción. Me encuentro con sus chispeantes ojos mar y una sonrisa en su rostro que me hace desear besarle en ese mismo instante.

—Yo estoy bastante seguro de que te quiero —comenta con tranquilidad.

Busco sus labios y los convierto en mi huida temporal de aquel lugar. Finnick me besa con la misma delicadeza con la que siempre actúa en torno a mí, pero yo no deseo delicadeza. Culpo a la morflina, pero en ese momento ya no siento dolor. Quiero dejarle una cosa en claro a Finnick.

—De hecho —susurro, contra sus labios—, estoy totalmente segura de que te quiero.

Siento su sonrisa sin necesidad de mirar. Abro los ojos y contemplo los suyos, su rostro, su sonrisa, aquella que reserva y oculta del Capitolio, la que hace que se le formen hoyuelos y le hace ver a partes iguales vulnerable y protector. Mi mente confusa y adormecida por la droga trata de formar un pensamiento coherente, algo que decir. Algo así como «moriría antes de permitir que nada te pasara».

—¿Me prometes que es verdad? —murmura, sacándome una pequeña carcajada.

Me doy media vuelta y me recuesto contra él antes de responder.

—Te lo prometo.

Que Finnick me haga una promesa es raro. ¿Que yo le haga una a él? Apenas sucede. Por ello, aquellas palabras son tan fundamentales para mí. Y para él.

—Te lo prometo, Finnick —susurro.

Y él, contra mi oreja, responde:

—Te quiero, Leilani.












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