30 | the illusions

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TREINTA
las ilusiones







Si alguien me preguntara cuánto tiempo llevo aquí, no sabría decirlo.

Me siento como si hubieran transcurrido años completos desde que me sacaron de la arena. Pero, al mismo tiempo, soy bien consciente de que no puede siquiera haber sido un mes.

Un mes. Jamás cuatro semanas habían sido tan eternas.

He estado en la jaula de cristal media docena de veces ya. Y, pese a que he salido con vida de todas ellas, cada vez que me sedan y despierto allí me invade la seguridad de que van a dejarme morir ahogada allí.

El suero que me administran hace que me provoque a mí misma innumerables heridas. He regresado a la planta del 4 en dos ocasiones con Snow y he tenido la oportunidad de verme en el espejo en ambas. Aún me cuesta reconocerme.

El presidente también me ha visitado en más de una vez en la habitación en la que paso la mayor parte del tiempo. Únicamente me administran el suero de la voluntad cuando vamos a la planta del 4; si Snow viene, me sedan lo mínimo para que no me resista demasiado.

Es un infierno. No he vuelto a ver a Johanna ni Peeta, aunque sí que he escuchado algún que otro grito suyo. Cada vez que entran en mi habitación para trasladar mi camilla me aterra el que me lleven a algún sitio nuevo: al menos, a los que ya me han llevado sé lo que me espera.

Por ello, cuando me dejan en una estancia que no conozco, me invade tal inquietud que incluso uno de los que me han trasladado me inyecta algo de sedante para que deje de retorcerme en la camilla.

Luego, me quedo sola en un cuarto bastante más pequeño de los otros en los que he estado hasta el momento en el Centro de Entrenamiento. Conforme mis ojos van a acostumbrándose a la penumbra, distingo las pantallas que decoran la pared frente a la que me han dejado.

Aquella era una de las salas privadas que facilitaban a los mentores de las alianzas para reunirse. Nunca entré en ninguna, pero Finnick me habló de ellas en más de una ocasión. Es una versión reducida de la sala de mentores.

Me pregunto qué irán a retransmitirme. ¿Mis Juegos, el Vasallaje? No es como si no conociera de memoria ninguno de ellos. Los veo a diario en pesadillas. Dudo que puedan inquietarme más de lo que ya hacen.

Entonces, Finnick Odair aparece en pantalla.

Observo, incrédula, su expresión seria y decidida. La enorme concentración en su rostro infantil contrasta con el rastro de lágrimas en sus mejillas.

Catorce años. Eso tenía Finnick cuando ganó sus Juegos. Verle en pantalla, tan pequeño, aparentemente indefenso, de no ser por el tridente de oro que lleva en la mano, me choca. Apenas tengo recuerdos de esos Juegos; tenía trece años y hacía lo imposible por escaquearme de las proyecciones obligatorias que teníamos en el orfanato. Una buena parte de mis antiguas cicatrices, que desaparecieron cuando me coronaron vencedora, vienen de aquellas huidas.

Mi corazón se detiene cuando la cámara deja de apuntar a Finnick y se vuelve hacia una chica que, para mi sorpresa, reconozco.

No recuerdo cuál era su nombre, aunque debo de haberlo sabido en algún momento. Era una de las mayores del orfanato, tenía dieciséis o diecisiete años. Era la encargada de asegurarse de que estuviéramos dormidos cuando la directora no podía hacerlo; también nos vigilaba en las comidas en aquellas ocasiones. Jamás intercambié más que dos palabras con ella. Había olvidado por completo que había sido cosechada.

Pese a ser dos o tres años mayor que Finnick, no puede ser mucho más alta que él. Aunque no soy capaz de saberlo a ciencia cierta: la chica está prisionera en una red, una trampa de Finnick, y sé perfectamente lo que va a suceder ahora.

—Por favor —la escucho decir. Las lágrimas le caen por las mejillas; mi corazón se encoge.

Finnick aprieta los labios. Por un momento, pienso que va a decir algo. Aunque sea para pedir perdón.

No lo hace. Ahogo un grito cuando un aullido desgarrador escapa de los labios de la chica: Finnick la atraviesa con el tridente.

Quiero cerrar los ojos, pero tan pronto como lo hago, siento un agudo pinchazo que parece atravesarme el cráneo. Suelto un chillido y, por instinto, trato de incorporarme.

Es así como descubro que han pegado electrodos por mi cabeza. ¿Para eso me raparon? Supongo que sí. Mi mirada regresa a la pantalla y solo soy capaz de ver sangre. Y, tan pronto como intento apartar la vista de ésta, la descarga eléctrica regresa y me hace soltar otro chillido de dolor.

En pantalla, Finnick es un niño empapado en sangre. Un niño que contempla, incrédulo, a su última víctima. Ya no hay rastro de concentración o decisión en sus facciones. Únicamente puedo ver el desconcierto. La incredulidad.

Un cañón suena. Claudius Templesmith anuncia en ese momento la victoria del vencedor de los Sexagésimo Quintos Juegos del Hambre.

Finnick se deja caer de rodillas. No quiero seguir viendo, pero a cada intento que hago de cerrar los ojos, el dolor regresa. Con más fuerza.

Llega un punto en el que no se detiene. Chillo mientras las descargas me recorren. Mientras, en la televisión, Finnick es recogido por el aerodeslizador, ya vencedor. E incluso cuando la pantalla se funde en negro, continúo chillando, porque el dolor no se acaba.

—¡BASTA YA! —soy capaz de pronunciar en cierto momento.

De un modo u otro, se detiene tan pronto como lo hago. Jadeo sobre la camilla, atada de manos y pies. Advierto que mis muñecas sangran tras los inútiles intentos que he hecho de liberarme; aparto la mirada de ellas, consciente de que nada puedo hacer para curarlas.

—Basta ya —vuelvo a decir, pero esta vez no es más que un susurro. Tengo las mejillas surcadas de lágrimas. El silencio sigue a mis palabras.

Entonces, la puerta se abre. Mi respiración entrecortada se detiene al momento; todo en mí permanece inmóvil, en tensión, expectante.

Mi corazón late rápidamente y tan fuerte que lo siento como si estuviera en mis oídos en lugar de en mi pecho. Escucho el ruido de la sangre bombearse a la perfección. Siento asimismo la que comienza a resbalarme por la palma de la mano derecha, producto de las heridas de las correas que me sujetan. No obstante, no siento dolor.

Siento una caricia en la mejilla. Giro la cabeza y mis ojos, ya de por sí llenos de lágrimas, las dejan escapar al reconocer a la persona que sonríe junto a mí.

«No es él», pienso al momento. Pero no puedo evitar quedarme contemplándole durante más segundos de los que debería. Confusa y rabiosa a partes iguales. También asustada. Consciente de que todo es otro de los estúpidos juegos del Capitolio. Pero, ¡oh, qué juego tan cruel!

—No eres real —digo, en voz baja. Jared me sonríe.

—Lo soy —asegura, muy despacio—. Pero desearás que no lo fuera.

Ni siquiera noto el puñal entre sus manos hasta ese momento. Las facciones de mi hermano se ensombrecen al instante; sus ojos emiten un destello de furia, de locura.

Siento el cuchillo clavarse en mi estómago a la perfección. No hay espacio para dudar de si es real o no, porque el agudo chillido que se me escapa y el indescriptible dolor que me recorre entonces corroboran que todo aquello verdaderamente está sucediendo.

Contemplo, horrorizada, el rostro de Jared. Permanece impasible; saca el puñal y vuelve a introducirlo en el mismo sitio. Más sangre, pero esta vez ningún chillido. Tan solo un simple «oh» escapa de mis labios.

Nunca antes me habían apuñalado con tal fiereza, nunca en aquella zona. El dolor que sentí cuando Reyna me lanzó aquel cuchillo no tiene nada que ver con aquel; al menos, como yo lo recuerdo.

«Se acabó», pienso. El dolor me dificulta todo. Me vuelve más difícil el respirar, el gritar, el mirar a mi hermano, hasta el pensar. Quiero creer que no es real, pero ¿cómo un dolor como el que estoy sintiendo no podría ser real?

Me hubiera desplomado hace rato si no estuviera tumbada en la camilla, llena de sangre en estos momentos. Como mi ropa, como mis brazos, como el cuchillo, como el rostro de mi hermano. Todo aquello es mi sangre. Y no deja de salir más y más.

—Basta ya —susurro, con mis últimas fuerzas—. Jared...

Y sé a ciencia cierta tan pronto como todo se oscurece que no volveré a abrir los ojos.

No obstante, aquello último no se cumple. Pierdo la cuenta de las veces que soy llevada a esa sala en los días siguientes, si es que realmente son días y no simples horas. Jared me mata en todas las ocasiones y yo ya no grito, sino que simplemente lloro cada vez que lo hace. El dolor es infernal, pero sigo viva.

Me sumen en la inconsciencia con tanta regularidad que me aterra no saber el tiempo que paso con los ojos cerrados. Conociendo al Capitolio, podrían haber desarrollado incluso un modo de mantenerme dormida por meses para luego simplemente hacerme despertar de nuevo y obligarme a pasar por aquello.

¿Realmente pueden haber pasado meses? ¿Cuánto hace que estoy aquí? Se siente como una vida entera. Me cuesta recordar aquellos días en la arena, durante el Vasallaje. Habían sido tortuosos, pero nada que ver como los que estaba sufriendo en ese momento. Y había estado con Finnick, con Johanna, con Dae, con los otros vencedores. Ajena a lo que me esperaba. Ajena a que varios de ellos tenían planes que yo desconocía. Había estado convencida de que no saldría viva de aquel lugar. Pero lo había hecho.

Tendría que estar muerta, como Chaff, como Parry, como Seeder, como Jared, como Rue, como Thresh. La mayoría de los que provenían de mi distrito habían muerto. ¿Por qué no yo? ¿Tanto le costaba a Snow darme aquello?

Me lo he preguntado un centenar de veces y seguiré haciéndolo, porque en los momentos en los que estaba en soledad, aguardando al inicio de una nueva tortura, no puedo evitar eso.

Cuando la pantalla se enciende frente a mí y veo mi rostro infantil, tengo que contener el aliento. No es la Leilani que fue a sus Juegos, sino una que no podía tener más de doce años. Una que se ha perdido por los pasillos del ayuntamiento del 11 y se ha encontrado con Finnick Odair, el nuevo vencedor de los Juegos del Hambre. Una niña cuyo rostro no recordaba ya, pero que me sorprende inmensamente ver.

Veo una decisión en mí que hace mucho que perdí. Antes, era obstinada y casi valiente, porque Jared no lo era y uno de los dos debía ser así en el orfanato. Ya apenas lo recordaba.

La imagen cambia a Parry y ahogo un grito al verle junto a una mujer que, desde luego, reconozco. Porque es mi madre. Mi madre como la recuerdo en sus últimos días de vida, poco antes de que una infracción en los campos la apartara de Jared y de mí para siempre.

—Aquí no estamos a salvo, Poppy —decía Parry, mirando a su alrededor con cautela.

—Necesito dinero para los niños, Parry —responde ella, ignorándole. En la grabación se le veía borrosa y en blanco y negro, pero sentí una punzada de dolor en el pecho al reconocer el vestido que llevaba. En mis recuerdos, era azul y brillante, con florecillas de encaje en el borde de la falda. Soñaba con ponérmelo algún día, cuando fuera mayor, y mi madre siempre me decía que sería mío—. Lo que recibimos tras la muerte de Basil se nos agotó hace ya años. De lo que mi madre y abuela me dejaron apenas me queda nada. Lo poco que gano no es suficiente. Están tan delgados, Parry. —El dolor en su voz es palpable, incluso siendo grabado. Los ojos se me llenan de lágrimas. «Mamá»—. Me odio cada vez que les veo. Debes ayudarme. Eres su...

—No lo digas —corta Parry, al instante. Niega con la cabeza—. Te ayudaré, Poppy, pero no lo digas. Por favor. Si se enteran...

—¡Morirán igualmente, Parry! —exclama ella y, pese a no distinguir bien su rostro en la pantalla, queda claro que llora. Como yo hago en estos momentos—. Necesito que hagas algo, por favor. —Suelta un hondo suspiro—. Por favor.

La grabación se corta. Me quedo contemplando el lugar donde la pantalla me mostraba a mi madre y a Parry, ahora sumido en tinieblas. No la reconozco, pero tengo por seguro que está ahí. Mi madre y Parry. O, mejor dicho, mis padres. Y los de Jared.

¿Habría ayudado Parry a mi madre finalmente? ¿O ella había muerto antes de que pudiera hacerlo? El Parry que yo había conocido la habría ayudado, o eso quiero creer. Aunque, siendo sincera, no le había conocido verdaderamente. Jamás había imaginado que él pudiera ser mi padre. ¿Cómo imaginarlo?

Incluso ahora, me resultaba absurdo. Basil Demeter había sido mi padre, muriendo cuando Jared y yo apenas teníamos un año. Eso siempre nos había dicho mi madre. Todo había sido un secreto bien guardado para mantenernos a salvo y ¿para qué? Ambos fuimos a los Juegos, Jared murió y yo tuve que hacer frente a la vida como nueva vencedora.

—Podrías habérmelo dicho entonces, Parry —digo, furiosa. No me importa hablar en voz alta, no me importa que los cientos de micrófonos que deben de estar en la sala me graben—. Cinco años y ni una palabra. Nada. ¿Qué más daba entonces? Snow lo sabía y eso no le hubiera servido de nada, pero a mí sí. ¿Por qué no me lo dijiste?

Y nuevamente lloro. Estoy cansada, cansada de este lugar, cansada de esta vida. Llevo demasiados años sintiéndome así, insuficiente para todo lo que me toca enfrentar y harta de tener que hacerlo. ¿Por qué yo, por encima de tantos otros, he sobrevivido no a una, sino a dos arenas? No tendría que haber sido yo. Nunca tendría que haber sido yo.

—¡Snow! —grito, y mi voz se rompe—. Snow, por favor, acaba con esto. Por favor, mátame. Estoy cansada. Estoy muy cansada.

Se lo he pedido varias veces en el tiempo que llevo aquí. Sé que no le importa, sé que no me hará caso. Pero eso no me impide rogar y rogar, porque realmente no veo otra salida a toda esta situación. Porque sé que no me dejarán ir jamás y no quiero pasarme el resto de mi vida —que será larga si de Snow depende— sufriendo esto una y otra vez.

Siempre he sabido que soy frágil, que mi mente lo es. Desde el momento en que pisé por primera vez la arena, lo he sabido. Tenía que romperse en algún momento y, si no lo está ya, lo estará pronto, porque no creo que pueda soportar tantas fisuras, tantos golpes. Estoy desesperada. Destrozada. Cansada.

Entonces, una figura entra en la sala. Pienso que es Jared nuevamente. Ni siquiera le miro, sino que me preparo para el dolor. Porque me va a matar, desde luego. Siempre lo hace.

Unos dedos acarician mi mejilla.

—Hola, Leilani.

Un sollozo escapa de entre mis labios temblorosos. No es posible.

—Mátame —susurro, tratando de ignorar el inmenso dolor en el pecho que siento. Snow es cruel. Quiere llevarme a mi límite. Bien, que lo haga. «Quiero romperme ya, por favor»—. Mátame, Finn.

El cuchillo se desliza entre sus manos y, pronto, la sangre lo empapa. Mi sangre. Y pese a que sé que volveré a despertarme, como tantas otras veces, cierro los ojos como si aceptara mi inevitable muerte.












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