I. De cómo tratar a vuestros criados sin dejar de ser eficiente

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Amarchel, 1765


—Con esto será suficiente, o quizás con un poquito más... Ah, sí. Ahora sí. ¡Anselmindo! ¡Arrastra tu pulgoso trasero hasta aquí de inmediato!

Tan sumido estaba el marqués en la preparación del conjuro que, como era lo habitual, no oyó lo que su criado farfullaba. El pobre hombre, cojo y de chepa prominente, traía consigo un cubo lleno de sal. Tanto le pesaba que a punto estuvo de dejarlo caer por accidente y, para su desgracia, su amo lo vio.

—Serás inútil..—murmuró el marqués, colocando los brazos en jarras— Deja de perder el tiempo y pon eso ahí. No quiero ver ni un sólo grano de sal mal puesto.

—Su excelencia, la señora Avigo ha insistido en que quizás podríais no cogerle tanta sal de las cocinas, apenas tiene algo para preparar el asad...

—¡Cómo! ¿Acaso cuestionas mis métodos? ¿Es que quieres que quede desprotegido y a la intemperie? La sal es mi seguro y la de este ritual, Anselmindo. Desconozco cuántas veces te lo he tenido que explicar.

Anselmindo no respondió. En su lugar sostuvo la mirada del irascible marqués el tiempo suficiente como para entrever las consecuencias de su audacia y, tragando saliva, comenzó a trazar un círculo con la sal alrededor de su señor.

—No quisiera pecar de impertinente, pero me gustaría recordaros que aún no me habéis pagado y mis hijos son chiquitos... pasan hambre, y yo no pued...

—Así no, grandísimo patán. Tiene que ser un círculo perfecto. ¡Perfecto!

Arrebatándole el cubo de las manos, fue el propio noble quien, airado, continuó depositando la sal. Anselmindo permaneció inmóvil, la impotencia asomando en la rigidez de su gesto.

—Mi señor...

—Dios te hizo con una boca para enunciar verdades cuanto menos elocuentes; no la malgastes para decir sandeces. La tiza.

El marqués extendió la mano sin mirarle en cuanto el círculo fue cerrado. Al no obtener respuesta inmediata, se giró para contemplar a su criado de la misma forma en la que contemplaría un montón de estiércol.

—¡Que me des la tiza! A estas alturas y todavía no has aprendido que odio repetirme. Para qué me molestaré... Hoy será tu último día de trabajo en mi hacienda. ¡Y nada de llantinas!

—Pero...

Acallado con brusquedad, Anselmindo fue testigo de cómo el hombre alargaba un brazo para coger el trozo de tiza blanca a sus pies. Al no deberle ya ninguna clase de lealtad, retrocedió unos pasos mientras observaba cómo trazaba una estrella pentagrámica dentro de aquel círculo. Lo oyó murmurar una retahíla de cosas carentes de sentidos y apenas audibles. Tras dibujar otros tantos símbolos en una posición concreta, el marqués arrojó la tiza hacia cualquier parte de su alcoba. Se irguió todo lo alto que era y, cerrando los ojos, extendió los brazos hacia el propio suelo.

—Con el poder que tu nombre otorga, yo, Fausto Balastel de Andavia y Torrenegra, te invoco ¡oh, gran Fazardiel! Que sean tus garras quienes me lleven en tu misericordia a través de los aciagos años que me separan de tan injusto pasado. Que sea tu lengua la que haga emanar de mis labios tantas verdades como razones contra el verdugo. Que tus tres ojos sean testigos de cómo la deuda es saldada y que este presente dé cobijo a los que me dieron la vida, que tan vilmente dieron la suya por mí. ¡Oh, gran Fazardiel! A ti que tan erróneamente llaman la Bestia, apiádate de estas mis súplicas y asciende de los infiernos para servirme en la empresa de toda una existencia.

Con una paz inquietante en su rostro, Fausto extrajo una daga de una de sus botas y, ante la aterrorizada mirada de Anselmimdo, se rajó la palma de ambas manos. Sólo exteriorizó su dolor con un leve temblor de labios. Tras dejar caer el arma, cerró los ojos y los puños, y la sangre que emanó de sus heridas goteó sobre los dibujos del suelo. Apenas pasaron un par de segundos cuando algunos símbolos parecieron iluminarse y, con ellos, la temperatura de la estancia se desplomó de forma drástica. Se sentía como si algo hubiera absorbido el calor con fuerza, dejando una extraña sensación de vacío y ansiedad a su paso.

Estaba funcionando.

Una siniestra sonrisa se dibujó en el afilado rostro del noble. A las espaldas del mismo, Anselmindo no tardó en vislumbrar una sombra más oscura que la propia noche. Esta emergía del suelo con lentitud, y crecía y crecía hasta alzarse muy por encima de ambos. Aquellas garras intangibles se cernieron sobre los hombros del marqués cuando se hubo erguido por completo, la difusa cornamenta rozando el techo.

—Que sea mi sangre el pago y sello de este servicio —continuó Fausto con la emoción contenida en su voz—. Fazardiel, gran príncipe de los abismos insondables del más allá, ¡llévame a donde lata el corazón de mi enemigo!

Todo marchaba tal y como había sido planeado durante años. Tanto tiempo de estudio acerca de las artes ocultas habían dado su fruto y, por fin, vería completa la mayor hazaña de su vida. Todo habría seguido funcionado a la perfección de no ser porque, en un rincón de esa alcoba, alguien no estaba dispuesto a quedarse de brazos cruzados sin haberse ajusticiado antes a sí mismo.

Cuando aquella horrible criatura hecha de miedo y pesadillas estaba a punto de engullir a Fausto en su oscuridad, Anselmindo corrió para romper el círculo de sal con un pie. Aquello bastó para que un pánico mudo cobrara forma en los ojos del marqués, a quien ni siquiera le dio tiempo a reaccionar propiamente.

—¡Que os lleve con él al infierno del que habéis salido si acaso atiende a los justos! —exclamó Anselmindo, fuera de sí.

Retrocedió hasta que su espalda chocó con la pared, desde donde fue testigo de cómo la negrura se tragaba toda la luz ante sus ojos. Una poderosa sensación de succión se adueñó de su espíritu pero, en lo que dura un parpadeo, la normalidad volvió a reinar en la estancia.

No había ni rastro de su ya antiguo señor ni de aquel demonio.

Todavía recuperándose del sobresalto y la impresión, Anselmindo se llevó una mano al pecho con intención de sosegarse, pero aún no había terminado. Salió y volvió a la habitación con una escoba tan raída y vieja como aquella hacienda. Con ella barrió la sal del suelo y difuminó los dibujos de tiza, comenzando a sonreírse poco a poco.

La señora Avigo, todavía secándose las manos en su amarillento delantal, apareció en el umbral de la puerta. Ambos se miraron en un silencio que no necesitaba de palabras para comprenderse. Al ver la sonrisa de Anselmindo, la oronda mujer se contagió de ella, comenzando a asentir en silencio.

Aquella noche celebrarían su victoria con el vino más añejo y rico de las bodegas, y brindarían por el fin de tantos años de sometimiento y esclavitud.

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