II. De cómo el purgatorio no es bonito

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Amarchel, 2019


—¡Alonso! No vayas tan rápido, ¡vas a patinar!

Pero su amigo no hizo caso de su advertencia. Pedaleaba como si le fuera la vida en ello y, por toda repuesta, sólo emitió una de esas risas que se escapan cuando te sientes libre.

Quizás se habría unido a su alocada carrera de no ser por cómo la lluvia lo había dejado todo empapado y resbaladizo aquella tarde. Hasta los pequeños bloques de pisos al otro lado de la acera parecían observarles como una madre preocupada, temerosos de que, en efecto, los jóvenes sufrieran un accidente. El furioso rugido del enrabietado mar a apenas unos treinta metros no ayudaba a que Ángel se tranquilizara. Sentía que su corazón abandonaría su cuerpo en cualquier momento, y sus propias piernas se negaban a seguir pedaleando.

—¡No seas tan quejica y acelera, que no llegamos! —exclamó Alonso más adelante—. Tu hermana se pondrá hecha una furia si llegamos tarde a merendar.

—¡Llegamos perfectamente! ¡No hemos salido media hora antes de tu casa por gusto!

Lo que obtuvo por respuesta fue otra carcajada, y cómo le enervaba. A veces creía que su mejor amigo ni siquiera entendía el idioma en el que le hablaba. Por si fuera poco, la gota que colmó el vaso de su infinita paciencia fue el hecho de que se saltara un semáforo en rojo a la torera. No había coches, pero de igual forma aquello había sido una irresponsabilidad.

Ángel hizo un sobreesfuerzo por querer amonestarle a voces cuando, de repente, tuvo que frenar al ver cómo su amigo casi estuvo a punto de caerse. Por un momento creyó que se debió al agua del suelo, pero gran fue su sorpresa al ver de qué se trataba.

Un hombre de rocambolesco aspecto se había colocado ante la bicicleta de Alonso con los brazos extendidos. Había gritado algo, pero con el frenazo ninguno de los dos chicos llegó a entenderle.

Ángel se detuvo a contemplarlo desde la distancia, atónito. Desconocía si había alguna fiesta de disfraces cerca, pero la vestimenta tan elaborada de aquel hombre estaba destinada a ganar. ¡Y qué detalles! Qué filigranas doradas en aquella casaca negra, que casi parecía de terciopelo. Qué bordados en las mangas y qué peluca tan fantástica, aunque un poco deshecha por el viento, quizás. Todo en aquella persona surgida de la nada imponía una extraña sensación de inquietud y admiración a partes iguales, especialmente si se paraba a ver lo altísimo que era. ¿Cuánto podría medir? ¿Un metro noventa?

—Pero ¿qué haces, tío? —replicó Alonso fuera de sí después de bajarse de la bici, quien apenas le llegaba al hombro— ¡Podría haberte atropellado!

—¿Tío...? —repitió aquella voz rasposa— Oh, infiernos, ¿tuve sobrinos?

El afilado rostro de aquel tipo se desfiguró en la más terrible de las muecas. Cuando se giró para hacer algún aspaviento, visiblemente ofuscado, Ángel pudo apreciar la poderosa y aguileña nariz que, sin duda, aportaba gran carácter a sus rasgos, si bien no los resaltaba. Para cuando pudo salir de su ensimismamiento y mirar a Alonso, éste tenía la boca y los ojos abiertos de par en par. Estaba claro que ambos estaban pensando lo mismo.

—No... no era tío en ese sentido, pero ¿de dónde has salido? —siguió diciendo Alonso después de sacudir la cabeza— ¿Esto es una promoción de una peli o algo? Mi madre me contó que hace poco hicieron lo mismo en el pueblo de su amiga.

Alonso se giró para buscar alguna aprobación por parte de Ángel, quien asintió en silencio con rapidez.

El hombre, por momentos más confuso que los propios chicos, echó un vistazo a su alrededor antes de escrutarlos con suma atención. Cuando se aproximó un paso hacia ellos, Ángel retrocedió otro por instinto, y aquello pareció ser suficiente para que el otro se detuviera a contemplarlo de pies a cabeza. Ladeó la elegante cabeza mientras fruncía el ceño.

—Claramente hablamos la misma lengua, pero querido mío, no me alcanza la razón para comprender una sola palabra de lo que habéis dicho —respondió, volviéndose hacia Alonso. Extendió sus brazos en una postura de exhibición—. Vengo de Amarchel, por supuesto. ¿Es que no me reconocéis?

Alonso y Ángel intercambiaron una mirada de estupor. Fue el segundo quien negó con la cabeza, provocando que el hombre alzase las cejas todavía más sorprendido.

—Debéis de estar gastándome gracias poco afortunadas, mozuelos harapientos. ¿Cómo no vais a reconocer a vuestra excelencia? Oh, infiernos, un momento... ¿Dónde estamos?

—En Amarchel, por supuesto —lo imitó Alonso, empleando un tono burlón.

—¿Amarchel? No, eso es imposible. Este sitio tan grisáceo y de... pesadilla no tiene nada que ver con mi querida Amarchel. Y esas torres —señaló a los bloques de pisos—, en mi vida he vislumbrado semejantes fortalezas. Ni semejante suelo de piedra tan negra. ¿Es una calzada volcánica?

Era evidente que se refería a la carretera sobre la que estaban parados en aquel momento, a juzgar por los ridículos pisotones que le propinó al suelo. En ese momento y antes de que Ángel se diera cuenta, Alonso ya se encontraba grabando al hombre con su teléfono móvil.

—Esto lo cuento y no me creen, tío. Seguro que es publicidad cinematográfica para enganchar a la gente antes de que saquen la  peli.

—¡Alonso! No hagas eso. Deja de grabar ahora mismo.

Fue la voz de Ángel al regañarlo lo que hizo que el tipo levantase la cabeza para, con extrañeza, observar el móvil en las manos de Alonso.

—¿Grabar? —repitió aturdido— ¿Qué clase de persona en sus cabales se pone a grabar una piedra de repente?

—Es que es buenísimo... No se sale de su papel —continuaba murmurando Alonso entre risas—. Oye, ¿cómo te llamas? No nos lo has dicho.

—¿Que cómo me llamo...? Estamos en Amarchel, y ¿me preguntáis por mi nombre, a mí?

Alonso volvió a reírse, siguiéndole la corriente mientras evitaba que le cogiera el móvil para verlo de cerca.

—Quiero ahí, su majestad. Esto no se toca. Y no, me temo que no conocemos su magnífico nombre. Estos pobres pueblerinos lo desconocen.

El codazo que Ángel le propinó a su amigo le arrancó una queja. El desconcierto de aquel hombre disfrazado sólo hacía que se sintiera peor por el comportamiento tan inapropiado de Alonso. Quizás le molestaría que lo grabasen, a juzgar por el recelo con el que observaba el teléfono.

—Mi nombre, mocoso de poca tela, es Fausto Balastel, excelentísimo marqués de Andavia y Torrenegra y por consiguiente dueño y señor de la Amarchel que no veo por ninguna parte —anunció con aires de grandeza, llevándose una mano al pecho como quien ha sido terriblemente herido de orgullo.

—Anda mira, Fausto, como el perro de la lotería de los anuncios. ¿Sabes cuál, Ángel? Creo que se llamaba así.

Ángel fue a responder que se equivocaba de anuncio cuando, sin previo aviso, el supuesto marqués dejó escapar una pequeña exclamación de sorpresa al oír aquel nombre. El negro de sus enormes e inquisitivos ojos pareció brillar por un momento, casi esperanzador.

—¿Ángel? ¿Es que sois...? Oh, que me aspen, como no he podido verlo antes. El azul de vuestros ojos, el rubio de vuestros rizos y el rubor de vuestras mejillas, ¡sois uno de los ángeles de Dios! —exclamó emocionado— Siempre creí que me cegaría hasta la muerte contemplar a uno directamente, y vuestras ropas... Ah, las imaginaba más celestiales. Pero ¡alabado seáis! Estoy seguro de que podréis ayudarme a regresar a casa y salir de este mal sueño, ¿verdad?

Cuando terminó de decir todo aquello, se arrodilló ante el muchacho y se aferró a la tela de su largo chubasquero de forma suplicante. Ni siquiera pareció importarle hacerlo sobre el charco que, sin duda, le estaba empapando las piernas y los bajos de su rica casaca.

Tanto Ángel como Alonso se quedaron de piedra. El primero abrió la boca para rebatirle todo cuanto había dicho, pero la incredulidad se lo impidió. El segundo, por su parte, acabó soltando una carcajada todavía más histérica mientras hacía zoom en su pantalla.

—¡Eres increíble! En mi vida he visto a nadie tan metido en su papel, ¡lo subo a Truiter y te haces viral, tío!

—Oh, divino ángel, ¿por qué no habláis? ¿Es mi presencia la que os perturba? —inquirió Fausto, ignorando por completo a Alonso— ¿Son mis pecados los que os impiden prestarme ayuda o consejo?

—N-no, yo... Yo no soy un ángel, es sólo mi nombre —se defendió el pobre muchacho, tratando en vano de deshacerse de su agarre con delicadeza. No le iba a soltar el chubasquero ni para atrás—. Eh... Fausto, ¿podrías...?

—¿Vuestro nombre? Por supuesto que es vuestro nombre, reflejo de lo que sois. ¡Oh! Ya entiendo... Los ángeles nunca han de revelarle su nombre a nadie verbalmente, ¿verdad?

—No, te estoy diciendo que no soy ningún ángel. Me llamo Ángel, pero no lo soy. No soy nada de eso. ¿P-podrías soltarte, por favor?

Como si algo no terminara de cuadrarle, Fausto acabó liberándolo de su agarre con cara de no comprender nada en absoluto. La chispa que antes prendió en sus ojos azabache parecía haberse apagado ligeramente con la sombra de la decepción.

—Pero... no es posible. ¿Cómo no vais a ser un ángel si vuestros rasgos...? Oh, ¿qué entidad os ha dotado de semenante belleza que hasta a un mortal le parece venida de los Cielos?

—No me jodas que te está tirando la caña —dijo Alonso, aguantándose otra risotada.

—¿Caña? ¿De que caña habláis, melindrón?

—¿Qué me has llamado, listo?

—¡Ya está bien!

La voz de Ángel provocó que ambos diesen un pequeño respingo. Sin pensárselo dos veces, le arrebató el móvil de las manos a Alonso y cortó la grabación antes de guardárselo en un bolsillo. Fausto se levantó todo cuan largo era, recordándoles a los chicos que podría derribarlos con un meñique si quisiera. No obstante, no había ferocidad en su expresión ni en su postura. Sólo la expectación de aquel que espera recibir órdenes de un superior. A su lado y en la sombra, Alonso apretó la mandíbula visiblemente molesto.

Ángel tragó saliva. Hasta hacía un momento estaba seguro de lo que quería decir y con qué confianza quería hacerlo, pero al sentirse tan observado en un silencio tan incómodo, reculó.

—Ha... ha sido curioso, todo esto, pero mi amigo y yo nos tenemos que ir —titubeó, haciendo ademán de subirse a la bici de nuevo—. Porque ahora sí que vamos tarde.

—Oh, pero... ¿Qué será de mí en este angosto purgatorio? —murmuró Fausto, juntando las manos— ¿No vais a darme alguna indicación para salir de aquí?

—Estamos en 2019, tío. Si te has perdido ponte la aplicación de mapas de Joogle en el móvil y te orientas. Es de primero de sentido común.

Cuando Alonso dijo aquello, Ángel creyó que acababa de enfurecer al marqués. Una palidez para nada sana se apoderó de sus marcadas facciones y, después de parpadear varias veces, retrocedió unos pasos. El miedo había cobrado forma en su mirada.

—Estamos en 2019... —repitió Fausto en voz baja, volviendo a mirar a su alrededor repentinamente perdido— ¿En Amarchel? ¿No me gastáis ninguna mala gracia?

—No. Estamos en Amarchel y en el año 2019 —aseguró Ángel con suavidad—. ¿...Te encuentras bien?

Alonso resopló.

—Claro que se encuentra bien. El que nos está gastando una broma seguramente sea él. Una de estas de cámara oculta, ¿sabes? Y de las buenas, porque parece enteramente de verdad.

Pero Fausto no respondió ante eso. Se llevó ambas manos a la cara mientras seguía contemplando el panorama a su alrededor, como si estuviera aterrorizado. Al ver que no reaccionaba, Alonso se subió a su bicicleta de nuevo después de darle un empujón a Ángel para que se moviera, pero éste no le hizo caso. Había algo en la fantástica actuación de aquel hombre que le resultaba descorazonador por algún motivo.

—2019... Oh, Fazardiel, ¿dónde demonios me has traído? —le preguntó Fausto a las nubes que seguían amenazando tormenta sobre sus cabezas— ¡Todo estaba claro! ¡Por qué tuviste que hacerle caso a ese desgraciado!

Como si el propio cielo le respondiera de inmediato, en algún lugar lejos de allí se pudo oír el retumbar del primer trueno de la tarde. Tanto Alonso como Ángel se sobresaltaron ante la siniestra casualidad.

—Uy no, yo me piro. Esto ya no me está haciendo ninguna gracia —dijo Alonso antes de empezar a pedalear de nuevo.

—Alonso, ¡espera!

Pero ya lo había dejado atrás. Antes de ponerse en marcha para alcanzarlo, Ángel se topó con la suplicante mirada de Fausto. No fue capaz de descifrar qué clase de compasión le transmitió al acercarse a él con cautela, como si no quisiera asustarlo. Si no fuera por su intimidante altura y la opulencia de sus ropas, quizás no se habría amedrentado con tanta facilidad.

—Vos sois... un alma bondadosa. Puedo sentirlo —musitó el marqués con voz temblorosa—. ¿No me ayudaréis si os lo ruego, buen ángel? Os rezaré todas las plegarias que me impongáis y honraré a vuestro Creador, pero ayudadme... Por favor.

Mas Ángel no respondió.

Algo dentro de su cabeza le dijo que quizás aquel hombre no estaba del todo cuerdo o, que de ser una broma, había llegado a un punto demasiado inquietante como para seguirle el juego. Una oleada de miedo lo invadió al ponerse en situaciones muy macabras y, tras oír a Alonso llamándolo en la distancia, no lo pensó más y echó a pedalear con fuerzas.

Lo que más le preocupó fue que su portal quedaba al final de la calle, y aquel hombre seguramente habría visto dónde vivía. Al igual que Alonso dejó su bicicleta en el recinto privado del edificio y, con las prisas propias de un par de críos asustados, se metieron corriendo en el bloque.

—¿Qué te había dicho? ¿De qué te estaba hablando? —preguntó Alonso nada más darle al botón del ascensor repetidas veces— Y dame mi móvil, ¿quieres? Tengo que colgar el video cuanto antes.

Ángel se metió la mano en el bolsillo para devolvérselo, pero pareció dudar por unos instantes. ¿Estaría bien si lo hacía público en las redes? Fue Alonso, sin embargo, quien terminó la acción por él y le quitó el móvil de las manos.

—Tu hermana va a flipar en colores cuando lo vea, con lo que le gustan a ella todas las cosas que tengan que ver con otras épocas. Porque no nos vamos a engañar, el disfraz estaba curradísimo, ¿verdad? Y la forma de hablar... Buah, los pelos de punta, chaval.

¿Y si en realidad se trataba de alguien con problemas mentales? ¿Y si necesitaba ayuda de verdad para volver al centro en el que estuviera internado? Pero de ser así, ¿lo habrían dejado vestirse de aquel modo siendo un paciente? Oh, no... Parecía estar más que lúcido y muy seguro de lo que decía. Quizás sólo se tratase de una pantomima de marketing, como decía Alonso, y sin embargo había visto el miedo en sus ojos, en esos ojos tan enormes y...

—¡Tío! ¿Estás o no?

El empujón que recibió de Alonso lo hizo volver en sí de inmediato.

—Envíame ese vídeo cuando puedas, pero no lo subas a Truiter —respondió Ángel de repente.

—¿Y por qué no? ¿Tienes idea de los seguidores que podría darme si se hace viral? Esto no se ve todos los días, compadre.

—No sabes si a ese hombre le molestaría que lo subieras.

—Pues que no hubiera salido de esa guisa a la calle. Anda que la tontería...

Sin ganas de empezar a discutir con él por lo mismo de siempre, Ángel se limitó a darle la razón como a los tontos.

Lo que no sabía era que, allí fuera, había comenzado a llover de nuevo de forma casi torrencial. La calle estaría desierta de no ser por una única persona que, desamparada bajo aquel manto de agua y con el frío calado hasta los huesos, se había sentado en la acera.

Fausto no se movió de su sitio mientras los minutos y las horas se escurrían a su alrededor como aquella lluvia. Esperaba, paciente, a que alguien mandado desde arriba le hiciese saber qué debía hacer a continuación o, en su defecto, alguien mandado desde abajo. Como no se le ocurría nada, se limitó a abrazarse a sí mismo al comenzar a tiritar.

Después de tantos años de esfuerzo y estudio tirados a la basura... ¿Se acabó? ¿Era así como se supone que debería terminar todo? ¿En un lugar que poco o nada tenía que ver con su tierna Amarchel salvo por el mar, y rodeado de criaturas que vestían de forma simplista y le daban cuerda a esqueléticas mulas de acero? No se merecía nada de aquello. Alguien de su intachable prestigio jamás debería pasar por semejante calvario.

—Maldito seas, Anselmindo —escupió—. Maldito seas tú y toda tu emponzoñada estirpe.

Pero por mucho que se enfadase con el mundo, eso no quitaría que se estaba muriendo de frío bajo el aguacero.

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