XI. De cómo la espuma no es ácido

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Ángel sintió que una especie de calambrazo gélido recorrió su columna vertebral hasta la punta de sus pies. La certeza de que ambos habían llegado a la conclusión de que se conocían lo aterrorizó por unos momentos, mas no se movió de su sitio. Respiró hondo antes de juntar las manos sobre sus piernas y, torciendo el gesto, se preguntó si verdaderamente era el mejor momento para decírselo.

—Me temo que no estoy seguro de qué nos conocemos exactamente, pero... Creía que yo era el único que te reconocía —murmuró el muchacho con cautela—, aunque no es... Ah, no sé cómo explicártelo sin que suene a locura.

—Algo me dice que la locura ha acabado siendo la base de nuestra relación y los acontecimientos que nos rodean, ¿o me equivoco?

Contagiándose de la sonrisa que el marqués le regaló, Ángel se permitió relajarse un poco. Tenía razón, pero le temía al límite de aquella locura que nunca terminaba de aparecer.

—Verás... cuando era pequeño tenía sueños recurrentes a menudo, y tomé por costumbre anotarlos en un viejo diario.

—Oh, yo también tenía uno de esos para el mismo propósito —saltó Fausto con una infantil ilusión brillando en sus ojos.

—¿Sí? ¿Y sobre qué solías soñar?

Ángel hizo la pregunta para ganar tiempo, aunque, ¿qué sentido tenía hacerlo a aquellas alturas? La casualidad de que ambos anotasen sus sueños en un diario de pequeños no tendría por qué alarmarle. Era algo normal que hacían muchas personas, pero en aquellas circunstancias sintió un pequeño vuelco en algún órgano importante que lo hizo ponerse aún más nervioso.

—Normalmente eran pesadillas, pero recuerdo que siempre solía ver una pequeña figura que brillaba sobremanera. Nunca supe qué o quién fue exactamente ni pude ver su rostro pero, cuando aparecía, la pesadilla llegaba a su fin —respondió Fausto con total naturalidad, sonriendo inocentemente—. Mi madre afirmaba que tenía una imaginación desorbitada, pero a veces lo sentía tan real... Oh, no hablemos tanto de mí. Era vuestro turno de palabra. ¿Qué íbais a decir?

Pero Ángel negó con la cabeza muy lentamente al escucharle. Una entremezclada sensación de intriga, emoción y pavor que no conocía hasta entonces se fue apoderando poco a poco de él.

—No, no... Sigue contándome acerca de esos sueños. ¿Cómo eran exactamente? ¿Dónde tenían lugar?

—Ah, ¿qué importancia tiene eso? —preguntó Fausto, extrañado— Me temo que todo cuanto escribí pasó a ser pasto de las llamas en Torrenegra, pero...

—¿Pero?

El marqués contempló al muchacho con sus expresivos ojos bien abiertos, sin terminar de entender a qué venía tanta ansiedad.

—...Pero recuerdo que cuando esa figura luminosa venía a verme, normalmente lo hacía en lugares que conocía. Quizás tendría unos quince o dieciséis años, no estoy seguro, cuando me llevaba a pasear por algún parque cercano o alguna colina sobre la que conversar sentados. Me tranquilizaba sobremanera y me escuchaba... A veces hasta me pedía que jugara con él y que lo levantase como si fuera un niño pequeño —soltó una breve risa con una exhalación—. Quizás sólo fuera un reflejo de lo necesitado que estaba por aquel entonces, pero esa figura solía afirmar que yo era un príncipe. Su príncipe. Tiene gracia, ¿no créeis?

Para antes de que hubiese terminado de hablar, Ángel ya había palidecido tres tonos de forma contundente. Miró al marqués a los ojos para asegurarse de que no le estaba gastando ninguna broma pesada, pero la oscuridad de sus pupilas relucían con la ingenuidad y felicidad propias de aquel que vuelve a ser un niño.

—Buen ángel, ¿os encontráis bien?

—¿Cuándo dejaste de escribir esos sueños en tu diario, Fausto?

—¿Cómo sabéis que dejé de escribirlos?

—Tú sólo respóndeme, te lo ruego.

Con un creciente desconcierto apoderándose de él, Fausto contempló al muchacho de hito en hito antes de respirar hondo. Ángel intuía lo que iba a decir o, más bien, lo sabía. A juzgar por la forma en la que Fausto contrajo su rostro, supo a qué fatídico momento de su vida se estaba remontando.

—Cuando mis padres... ya lo sabéis. Después de lo que les ocurrió no volví a escribir ni... tampoco volví a ver a esa entrañable criatura en sueños. La olvidé por un tiempo debido al trauma, o eso he creído siempre, pero en algún momento de mi juventud volvió a mi memoria y... oh, infiernos. Fue desagradable no volver a soñarlo. Fue como si se hubiera cortado un...

—¿Un hilo de repente?

El marqués abrió los ojos todavía más en cuanto ambos acabaron la frase con las mismas palabras y al mismo tiempo. Ángel pudo ver cómo esta vez era él quien comenzaba a inquietarse, y no le faltaban motivos.

—¿Hasta dónde queréis llegar con este interrogatorio? —murmuró el hombre— Vuestra agudeza verbal no me está inspirando demasiada calma.

—Y te pido perdón de corazón por eso, pero necesito que me seas completamente sincero. ¿Mi hermana te contó algo acerca de mi diario?

—...No. Lo poco que ha llegado a decirme ha sido que me bajara del sofá y que... bueno. Que me marchase. ¿Por qué me mencionaría algo de un cariz tan privado sobre vos?

—¿Me prometes que no te dijo nada ni tú mismo hurgaste entre mis cosas para leer mi diario?

—Demonios, claro que os lo prometo —dijo Fausto, visiblemente molesto—. Os lo juro por mi honor si así fuera necesario. ¿Por qué clase de ruin bellaco me tomáis?

—No, no te tomo por nada de eso. No te estoy acusando de... Sólo necesitaba asegurarme. Yo... Fausto, por amor del cielo, ¿es que no te das cuenta de lo que ocurre?

El pobre marqués lo escrutó con la expresión propia de un cervatillo deslumbrado por las luces de un coche.

—Los sueños que yo anotaba en mi diario eran... eran similares. Terriblemente similares —continuó Ángel después de ponerse en pie, presa de los nervios—. Eran similares hasta el punto de soñar con un joven al que sí podía ver su rostro, cuya descripción sospechosamente encajaba con tu aspecto, que me llevaba de la mano a jugar al parque y al que yo... —hizo una breve pausa, pues la voz se le quebró— Yo le llamaba príncipe... Era mi príncipe.

Como si le acabase de revelar alguna verdad bíblica, Fausto tardó eternos segundos en procesar aquella información. Lo hizo no sin un claro desconcierto que, poco a poco, pasó por el miedo hasta estancarse en la estupefacción. Se puso en pie con la misma lentitud con la que pensaba, con la cautela de aquel que teme que se esfume todo cuanto está presenciando. Sólo entonces miró a Ángel a los ojos de una forma muy distinta de como lo había hecho hasta entonces, incluso cuando creía que no se estaba dando cuenta. Un ápice de trémula esperanza contenida asomaba en su mirar, la cual amedrentó al joven. ¿Le estaba reconociendo?

—Vos... —murmuró el marqués con un hilillo de voz apenas audible— ¿Ciertamente decís la verdad? ¿No os lo estáis inventando?

—Tengo el diario en mi casa. Cuando quieras te lo enseño y lo compruebas por ti mismo —replicó el muchacho, poniéndose nervioso por momentos—. Dejé de escribir en él también cuando perdí a... mis padres en un accidente de tráfico. Dejé de escribir cuando... y no volví a soñar tampoco con él, contigo. Pero tú no podías verme. ¿Podías?

—N-no directamente... Os digo que era alguien pequeño, pero estaba hecho de luz... Nunca llegué a ver sus rasgos.

Pero Ángel apenas escuchaba. Ya se estaba estrujando los dedos mientras echaba a andar por la habitación sin rumbo.

—Un... un ser de luz. También vi uno. En la última página. Me dijo que el príncipe se llamaba Fausto, y que no podía volver porque... sus padres, tenía que buscarles y... Pero me dijo que volvería a verle. A verte, a ti. Eres tú. Has sido tú y estás aquí. ¡Eres tú!

Antes de que siguiese hablando, Fausto lo tomó por los brazos para obligarlo a calmarse y mirarle. Ángel también veía el miedo en sus ojos, ahora ligeramente empañados, pero el marqués fue lo suficientemente fuerte como para no derrumbarse con él. Tardó lo indecible en pronunciar palabra mientras le contemplaba, llegando a dar la sensación de que podía ver más allá de su alma a través de su cuerpo.

—Si ambos hemos soñado con el otro... Si eráis vos el niño que me pedía que lo subiera a mis hombros... Maldita sea, eso explica muchas cosas —dijo Fausto por lo bajo—. Cuando os vi por primera vez verdaderamente creí que eráis una criatura divina aunque me cegara la impresión, pero vos... incluso ahora, la sensación es la misma. Lo ha sido desde que os conocí. No sabría explicároslo, pero... es como si os hubiera echado de menos sin saber quién eráis ni... Diablos. ¿Qué clase de broma del destino es ésta?

—No lo sé —gimoteó Ángel, negando frenéticamente con la cabeza—. No lo sé, pero me está asustando y mucho.

—Oh, no... No, no, no.

Fausto no encontró resistencia alguna cuando tomó su barbilla con delicadeza para que lo mirase. Si aquel era un gesto común en su época, Ángel lo desconocía, pero estuvo a punto de costarle otra taquicardia en mitad de todo aquel caos.  Sintió, sin embargo, que aquel miedo pronto se transformaba para dar paso a una cálida y nostálgica sensación de hogar que, si bien lo reconfortó, lo hizo creer firmemente que estaba reviviendo aquellos encuentros oníricos de su infancia.

Cuando el marqués obtuvo su atención por completo, retiró su mano con una templanza que rozaba lo elegante. A pesar de todo, pensó el joven, llegó a entender que para ostentar un título como el suyo no sólo hacía falta cabeza, sino cierto grado de dominancia invisible a simple vista. Quizás había malinterpretado su personalidad hasta entonces.

—Deberíais sentir dicha por este giro tan inesperado de los acontecimientos, pero, ¿acaso soy la persona más indicada para deciros qué hacer? —dejó escapar una pequeña risa nerviosa por lo bajo— Todo esto explica sin duda por qué os negáis a dejarme tirado a mi suerte en la calle.

Ángel frunció el ceño a modo de protesta, pero pronto se encontró con una sonrisa que pretendía ser burlona detrás de aquellos nervios.

—Lo siento, pero... sigo sin encontrarle el sentido —murmuró el chico, ciertamente más calmado—. Me cuesta creer que me haya sido tan fácil asimilar que has existido durante todo este tiempo y, de repente, apareces aquí. Después de haber soñado hace años con el otro nos encontramos en persona, pero, ¿por qué?

—Los designios del destino son harto caprichosos, buen ángel, mas me atrevería a decir que quizás sí exista un motivo detrás de este cuento. Vos no llegásteis a ver nada la otra noche, ¿verdad? Ya sabéis. A vuestras espaldas.

Desconcertado por aquella pregunta, Ángel negó con la cabeza no sin antes sentir un escalofrío recorrer su espina dorsal y su sien.

—No... Sólo lo sentí. Era agradable al principio, pero después... después fue horrible. Si te pedí que te quedaras era porque nunca antes había sentido tanto miedo. ¿Por qué me lo preguntas?

—Pobre criatura... —Fausto hizo una discreta mueca antes de respirar hondo— No sé adónde nos llevará todo esto, pero creo que quizás deberíais saber algunas cosas si estáis dispuesto a pasar más tiempo conmigo mientras trato de averiguarlo, que sospecho que no será sencillo. Quiero decir, pensáis hacerlo... ¿verdad? A-a no ser que decidáis manteneros alejado de mí después de lo que os explique, claro. Respetaré vuestra decisión sea cual sea.

—Me gustaría decirte que sí, pero no eres la persona más tranquilizadora del planeta dando rodeos precisamente.

Fausto dejó escapar un ruido gutural que Ángel interpretó como una risa. Entonces fue testigo de cómo aquella fachada de seguridad parecía desmigajarse ligeramente y, aunque el marqués se esforzó en disimularlo, Ángel no dejó escapar el detalle.

—¿Por qué no me lo cuentas mientras te preparo algo de cenar? Creo recordar que llevas todo el día sin comer.

Había dado en el clavo, a juzgar por la forma en la que el rostro de Fausto se relajó.

—Nada me agradaría más en este momento.

* * *

Con la misma calma con la que se había remangado, Fausto depositó el antebrazo boca arriba sobre la mesa junto a los platos vacíos. Más bien, el único plato vacío que correspondía al marqués, pues Ángel había asegurado que había comido antes de encontrarle aquella noche. Como cabía esperar, Fausto no hizo ningún comentario al respecto y dejó que en chico observase aquellas marcas durante el tiempo que necesitase después de terminarse aquella fantasía llamada «bocadillo». Todavía no entendía por qué le había hecho gracia que se lo como era con cuchillo y tenedor.

—Y dices que sin estos sellos estás desprotegido, ¿no es así?

La cálida luz anaranjada de la cocina era tenue, pero suficiente como para iluminar el pesar de los rasgos de Fausto, y la voz de Ángel resonó con cauta suavidad en el silencio de la noche.

—Así es. ¿Recordáis el truco que os enseñé con la llama de aquella vela? —aguardó pacientemente a que Ángel asintiera— Bien... Probablemente eso sea lo máximo que pueda llegar a hacer en mi estado. Aunque tuviera las herramientas necesarias para realizar de nuevo el ritual que me permita volver, estaría cruzando un mar en llamas descalzo y sin ningún tipo de protección.

—Por lo que el resultado podría ser mucho peor de lo esperado.

—Ciertamente.

—Y... podrías acabar en otra época distinta.

—O muerto, más bien.

—Oh, claro. Muerto.

—Por eso mi prioridad en estos momentos es renovar de algún modo estos sellos —suspiró Fausto—. Al menos me evitaría vivir con el temor de atraer y ver... bueno. Entidades como la de la otra vez.

Ángel no respondió enseguida. El terreno en el que se había adentrado ers mucho más que pantanoso, pero ¿acaso podía salir ya de él? El príncipe con el que soñaba de pequeño verdaderamente necesitaba su ayuda, y él mismo sabía que sería moralmente incapaz de dejarle tirado después de todo cuanto había visto con sus propios ojos.

—¿Con eso quieres decir que es posible que vuelvan a aparecer... cosas? —murmuró Ángel con tacto, temeroso de oír la respuesta que ya conocía.

—Precisamente, mas mi temor no radica en verles. Uno se acostumbra a todo después de tantos años, pero a lo que verdaderamente le temor es que vos también lleguéis a verlos.

—¿Yo también podría verlos...? Pero, ¿por qué?

—Veamos. Pensad en esas entidades como pequeñas ascuas en un hogar —Fausto señaló sobre la mesa con un largo dedo índice—. Cuanta más madera tenga la lumbre, más crecerá la llama y, por tanto, será más fuerte y más notable en la habitación. Esos seres que no corresponden a nuestro plano de existencia son como esas ascuas, pero su leña son el miedo y la negatividad que su presencia trae consigo. Vos pudísteis sentir al primero, que aunque no era uno demasiado fuerte, se hizo notar. Imaginad cómo de nítido serían esos encuentros si no dejasen de alimentarse y crecieran para ser más poderosos.

—Y esos seres... ¿los vería porque los atraes tú...?

Como si escuchar aquella pregunta le doliese o como si hubiera tenido que llegara, Fausto asintió con pesada lentitud mientras agachaba la cabeza.

—Por eso necesito que estos sellos vuelvan a ser lo que eran. Están a punto de caducar, por así decirlo, y renovarlos sería la única manera de evitar que todo cuanto he dicho se haga realidad —respondió con sosiego—. Y precisamente por eso lo entenderé a la perfección si vos preferís alejaros de mí y todo cuanto podría invocar accidentalmente mientras tanto.

—No digas tonterías. Tiene que haber algún motivo detrás de haber soñado con la persona que se presenta ahora en mi vida, por lo que me siento obligado a ayudarte. Como si me fuera lícito a estas alturas dejar que te las apañes solo.

—Oh, infiernos, pero no querría que os supusiera una obligación bajo ningún concepto. No se trata de...

—Fausto. Ambos sabemos que necesitas ayuda, pero algo me dice que eres propenso a negarte a aceptarla abiertamente después de que haberla pedido —dijo Ángel antes de que continuara, sin ningún ápice de dureza en su voz—. Si lo que quieres es que te regale los oídos, quizás lo haga, pero deberías tenerte en un poco más de estima.

No obtuvo respuesta inmediata del marqués. Éste permaneció con la palabra en la boca y, después de escucharle, pareció ruborizarse un poco. Sólo entonces Ángel aprovechó para tomar su muñeca con un apretón que pretendía subir los ánimos.

—Te ayudaré, aunque no sepa muy bien por qué arrastras estas circunstancias contigo —continuó, esta vez con una sonrisa—. ¿Por qué sigues creyendo que podría rechazarte?

—Porque es lo que haría cualquier persona normal y en sus cabales —protestó Fausto en voz baja, casi de forma infantil—. Probablemente os esté poniendo en peligro con mi sola presencia y deberíais ser consciente de ello.

—¿De veras te preocupas tanto por mí, Fausto?

A pesar de haberlo dicho con aquel tono divertido, Ángel supo que se la había devuelto y que había dado de lleno en la diana. El pobre Fausto pareció quedarse sin habla en cuanto fue disparado con su propia bala, y el joven se permitió soltar una pequeña risa por lo bajo al creer que no respondería, aunque pronto la acalló, mudo por la sorpresa.

—Entended que no quisiera volver a perder a nadie más. Especialmente cuando parece ser mi talento hacerlo —musitó, clavando en él aquella mirada triste y oscura—. ¿Cómo no iba a aterrarme la idea de perder a alguien que creía que viviría para siempre en mi imaginación y que... resulta que existe fuera de ella? Daba por hecho que los recuerdos era lo único que no podía perderse, pero ahora...

Ángel no se esperaba en absoluto que se tomase su comentario en serio y, temiendo haber herido sus sentimientos, buscó alguna forma de corregirse. Por algún motivo no le salieron las palabras. En lo que intentaba articularlas, Fausto ya se encontraba sonriendo discretamente.

—No seré yo quien os aparte de mi lado si es vuestro deseo, en verdad, prestarme vuestra ayuda —y en voz más baja, como si alguien fuera a oirles, añadió:— Pero sabed que haré todo cuanto esté en mi mano por evitar que os ocurra algo por mi culpa.

—Pero qué dramático. No le va a pasar nada malo a nadie, y menos por tu culpa. ¿Me oyes?

Fausto ensanchó su sonrisa de forma sincera, con aquel raro atisbo de timidez asomando tras la negra fortaleza de sus ojos. Por la forma en la que estaba siendo observado, Ángel supo de sobra qué clase de pensamientos estarían rondándole por la cabeza al marqués, por lo que prefirió dejar de lado aquel rubor de primaria para centrarse en los tatuajes que todavía decoraban muy débilmente su antebrazo. Trazó algunos de ellos con un dedo, de pronto alzando una ceja al verlos más de cerca.

—Esos símbolos me resultan familiares, a pesar de todo... Son pentagramas, ¿verdad?

—Mhm.

Ángel lo miró o, más bien, lo fulminó con la mirada tras percibir lo ñoño y emsimismado de su tono. Aquello bastó para que Fausto abandonase sus ensoñaciones y bajase de golpe y porrazo a la tierra con un carraspeo.

—Son pentagramas —se apresuró a decir—. Los símbolos de sus puntas varían en cada uno y no todos los pentagramas ni los círculos que los encierran son iguales.

—Eso ya lo veo... pero juraría que conozco a la persona que podría ayudarte a recuperarlos.

—Bendito Asmodeo, ¿habláis en serio?

Siendo esta vez él quien sonrió muy ampliamente, Ángel extrajo su móvil de un bolsillo para escribir un mensaje sin contemplar lo tarde que era.

—No te voy a mentir. Había pensado en preguntarle primero a Águeda, pero tengo una amiga que probablemente esté más puesta que ella en este tema.

—¿Una amiga...? Oh, esperad. ¿Se trata de una bruja?

Ángel se lo tuvo que pensar, y ese silencio provocó que Fausto se inquietase. Si él supiera, se dijo a sí mismo...

—Vamos a decir que es una persona muy espiritual. No sé si ella se considera bruja, pero sabe lo que se hace.

—Interesante... ¿Y podría reestablecer los sellos?

—Depende de si puede hacerlo o no. Desconozco hasta qué punto está familiarizada con tus circunstancias, pero por probar no perdemos nada.

Fausto permaneció en silencio durante algunos minutos, minutos que Ángel aprovechó para intentar poner algo de orden en su cabeza y mentalizarse de todo aquello en lo que tenía que ponerse a pensar seriamente. Recogió los platos y, habiendo estado a punto de lavarlos, se giró hacia el marqués que ya se había apoltronado en su silla. Este se dio cuenta de que le observaba y, recatado, miró a su alrededor con cierta inseguridad antes de sonreír en una mueca confusa.

—¿Sí...? ¿Qué me miráis?

Ángel solamente le indicó que se acercase con un gesto de la mano. Al ver que no reaccionaba, le insistió con ganas hasta que logró que obedeciera. Pudo escucharle arrastrar los pies y, divertido, le plantó el estropajo entre las manos.

—Si quieres vivir aquí, tendrás que echar una mano en casa —dijo Ángel, abriendo el grifo y cogiendo el primer plato para ofrecérselo—. Y por algo tendrás que empezar.

—¿Cómo...? Oh, pero no pretenderéis que me moje las man... Maldita sea, tarde.

En efecto, ya se había empapado las vendas con el agua. Se dedicó a coger el estropajo con dos dedos, como si fuera a contraer lepra con tan sólo mirarlo.

—No te preocupes si te mojas las vendas. Yo te las cambiaré, pero ¡venga! Que no se te van a caer los dedos por fregar un plato.

—Mi querido ángel, creo que no sois consciente del nivel de bochorno al que me estáis sometiendo en estos momentos. Sigo siendo marqués, y moriré siéndolo. ¿Én qué cabeza cabe que me atañan tareas propias del servicio?

Viendo que seguía sin coger bien el estropajo, Ángel se lo plantó de nuevo en la palma de su mano y le cerró los dedos alrededor con insistencia. Evitó reírse en voz baja al oírle quejarse con un gimoteo de asco.

—Recuerda que en casa del anfitrión... —canturreó el muchacho. Hizo que del estropajo saliera espuma después de verterle el líquido del lavaplatos ante la sorprendida mirada de Fausto—. Es fácil. Sólo tienes que frotar los platos para limpiarlos y luego enjuagarlos para que se vaya la espuma. ¿De veras nunca has hecho esto?

—¿Acaso tengo cara de disfrutar de semejantes pasatiempos?

Esta vez sí, Ángel soltó una carcajada. Quizás se debiera a los nervios acumulados o al surrealismo del que no lograba salir, pero liberó parte de la ansiedad que, muy en el fondo, le habían causado aquellos estrambóticos sucesos y el temor a la oscura nube que comenzaba a presagiar tormenta sobre sus cabezas.

Se permitió reir ante las muecas de Fausto, quien no obstante se afanó en hacer un buen trabajo. Tal vez para causar buena impresión y no decepcionarle, pensó Ángel. Acabó arrastrándole a la competitiva absurdez de ver quién le llenaba la nariz de espuma al contrario y, aunque se dieron risas por ambas partes, duró poco. El cansancio les había hecho darse cuenta de que, si seguían, probablemente caerían redondos al suelo y no habría demonio ni fantasma que los llevase a la cama a descansar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro