XII. De cómo ser el CEO de Bach

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https://www.youtube.com/watch?v=ztMyZW1_FvU

Ángel suspiró pesadamente después de ver cómo se negaba a abrir la cortina del probador.

—...Es ropa normal y corriente. Así no llamarás la atención.

—Vuestro concepto de normal y corriente roza lo vulgar y el mal gusto, mi buen ángel. Esto es... demasiado estrecho, y es agobiante.

—Porque no tienes que abrocharte hasta el último botón. ¿Puedes abrir para que lo v...?

—Oh, no, infiernos. Ni hablar. No vais a verme con semejante disfraz puest- ¡AH!

—¡Shh! ¡Baja la voz!

Porque además de otros clientes que paseaban tranquilamente por la tienda de aquel centro comercial, la propia dependienta ladeó la cabeza al escuchar el grito de Fausto. Con unas sentidas disculpas al verla, Ángel simplemente le dedicó su mejor sonrisa antes de colarse en el probador, cuya cortina había abierto de repente. No es que llevar una hora y media de pie esperando le estuviese sentando bien y sólo para un único conjunto de ropa:

...El traje de chaqueta y corbata que tan horriblemente mal se había puesto y que, sin embargo, hizo que se detuviese unos segundos al verle.

—Si vais a reíros podéis abandonar este cuarto de torturas. Esto es ridículo, absurdo, sin sentido, e incómodo —musitó Fausto, todavía peleándose con la corbata frente al espejo.

—Te... pregunté y me pediste que te diese lo más formal que existe en este tiempo.

—¿Y los caballeros de renombre de vuestro tiempo verdaderamente llevan estos atavíos por la calle? Es muy poca ropa. Apenas son dos capas. Es horrible.

Pero lejos de todo cuanto salía por esa boca arcaica, Ángel no podía evitar sorprenderse al comprobar lo bien que le sentaba, en el fondo, aquel traje. Fausto era alguien altísimo, pero no había reparado en que además portaba una buena percha más allá de lo que se dejaba ver con la casaca que tan difícilmente había dejado en casa. Tal vez tardase demasiado tiempo en asimilar que estaba hablándole a la misma persona, especialmente cuando tampoco había ni rastro de aquella peluca. Estaba despeinado por su ensañamiento con la camisa y la corbata, pero definitivamente no era un rostro de aquella época. Estaba... Bueno. Ángel se corrigió. Era un hombre muy atractivo dentro de la aparente excentricidad de sus marcados rasgos. Caer en la cuenta de ello, sin embargo, hizo que se sobresaltase cuando se topó con los inquisitivos ojos de Fausto ante tanto silencio.

—¿Qué me miráis, querido? He dicho que podéis reíros. Oh, esperad —murmuró, frunciendo el ceño, divertido, antes de inclinarse un poco hacia él—. ¿...Eso que veo en vuestras mejillas de querubín es un ligero rubor?

—¿Qué...? No. Claro que no. Cállate y estáte quieto. Te lo has... puesto mal. Eso es todo.

—Ugh. ¿Cómo no voy a ponérmelo mal si he tenido que vestirme yo sólo? Es una falta grave de decoro no contar con un ayudante de cámara para esto. ¿Lo sabéis?

—Me temo que vas a tener que acostumbrarte a hacerlo tú solo de ahora en adelante, como todo el mundo.

—Pero yo no soy todo el mundo, por Asmodeo. Soy el excelentísimo marqués Fausto de Andavia y T...

—Y Torrenegra, sí. Lo sé, Fausto. Lo sé. Trae que te ponga esto bien.

—Ya vais tarde. Tendríais que haberme ayudado a vestirme antes.

—No pienso hacer tal cosa mientras tengas dos manos funcionales, y ahora cállate.

Y Fausto se dejó hacer contra todo pronóstico. En lo reducido de aquel probador era harto complicado encontrar otro lugar al que mirar, por lo que no tuvo más remedio que observar cómo los dedos del muchacho, tan hábiles desde su corto entendimiento, le rehacían el nudo de la corbata. Por su parte, Ángel estaba concentrado en su tarea. Para ser más correctos, se obligó a estarlo bajo la atenta mirada que, lejos de ayudarle, le hacía sentirse cada vez más diminuto. Quizás por eso le dio un pequeño tirón al cuello de su camisa para que reaccionase y mirase hacia otro lado, pero no por mucho tiempo. Algo debió de hacerle gracia al marqués, porque al cabo de largos segundos de silencio esbozó una muy pequeña sonrisa.

—Ya... ya está mejor —anunció Ángel cuando le giró sutilmente hacia el espejo que tan adecuadamente les devolvía el reflejo a ambos—. ¿Ves? Así es como debería quedar la corbata, y el cuello, y todos los botones que sospecho que te habías abrochado mal a propósito.

—¿Qué insinuáis, muchacho?

—Nada. ¿Te convence como queda o me vas a hacer de ir a buscar otro traje exactamente igual como los tres anteriores?

Fausto puso los ojos en blanco. Farfulló algo como que era un exagerado, pero pronto se encontró ladeando la cara al verse de aquella guisa. Había algo que le fallaba y no sabía qué era, pero le chirriaba mucho. Estiró las manos, incómodo. Ah... esas mangas eran demasiado cortas y dejaban al descubierto buena parte de sus huesudas muñecas. ¿Dónde habían quedado los adornos y las filigranas de sus preciadas vestimentas? ¿Y sus chorreras?

—Hm... No está mal. Es tan sobrio como vestir un saco de lona, pero si a vos os parece que es adecuado, os haré caso.

—No me lo puedo creer. ¿Me estás dando la razón?

—No. He dicho que os haré caso —protestó de nuevo en voz baja, e intentó recolocarse un poco la corbata, agobiado—. Pareciera que llevase una soga al cuello.

—Te acostumbrarás, créeme. Ahora al menos podrás hacerte pasar por un CEO.

—¿Un qué?

—Un... Un empresario importante y con mucho dinero. Algo parecido a un marqués, pero... no tan parecido. Es algo así como un directivo.

Fausto le contempló sin haber entendido ni una sola palabra, pero se quedó con lo más importante.

—¿Me veo como un marqués de vuestro tiempo?

—...Sí. Supongo que sí.

—Entonces me sirve. Que los villanos de ahí fuera sepan reconocer ante quién tienen que arrodillarse a mi paso. ¡Ah! Espléndido.

—Pero si hace apenas un momento no te gustaba...

—Vuestra aprobación y conocimientos sobre lo mundano de esta era son lo único que necesito para poder acostumbrarme a esta cárcel de tela negra tan espantosa. En fin. ¿Nos vamos?

—¿Quieres llevártelo puesto? —inquirió Ángel, desconcertado ante tanto cambio de actitud. Echó un vistazo hacia el montón de camisas y ropa en las perchas que, igualmente, iba a comprarle— ...Voy a tener que echar horas extra para recuperar este dinero.

—Me lo llevo puesto, claro.  Vamos, vamos. Estoy deseando verles las caras a esos ruines bellacos cuando salga ahí fuera.

Evidentemente no contaba con que Fausto llevase aquel montón de ropa y, viendo que estaba dispuesto a abandonar el probador como si tal cosa, Ángel le retuvo al tomarle por un brazo.

—No tan rápido. No puedes salir con esos pelos o creerán que aquí dentro ha... —se calló antes de continuar. Qué vergüenza tener que pensarlo siquiera.

—¿Oh? ¿Qué decís, muchacho?

Pero Ángel no respondió. Se limitó a volver a ponerle frente al espejo como si de un muñeco de trapo gigante y largilucho se tratase. Aunque Fausto se dejó hacer, la sorpresa en su rostro era evidente, especialmente cuando aquellas manos tan pequeñas comenzaron a intentar peinarle con sus propios dedos. Aquella melena azabache, aunque corta, estaba muy bien cuidada y Ángel se preguntó si acaso usarían champú allá por el siglo dieciocho. Sumido en sus pensamientos, tardó unos momentos en darse cuenta de que, quizás, no le estaba arreglando el cabello todo lo rápido que debería.

Cuando terminó de echarle el último mechón hacia atrás, como todos los demás, volvió a toparse con una mirada que, lejos de ser tan inquisitiva como la de antes, le contemplaba con una expresión difícil de descifrar. A aquella distancia y en aquel silencio que sofocaba las animadas voces del exterior, casi podía sentir la respiración de aquel hombre contra sus rasgos, o tal vez se lo estaba imaginando. Sea como fuere, retiró las manos con cautela, creyendo por unos momentos que se había pasado de la raya al invadir su espacio vital.

—...Así sólo llamarás la atención de los demás, pero... para bien —musitó con un hilito de voz apenas audible.

Fausto, por su parte, respiró hondo antes de negar con la cabeza. ¿Le estaba mirando con reproche o estaba afectado? El joven no lo sabía, y eso le estaba poniendo de los nervios. La incógnita probablemente le habría acabado matando de no ser porque el marqués se adelantó a sus pensamientos.

—Creo que no quiero llamar la atención de nadie si no es la de vos.

¿Le estaba sonriendo...? Pero esa sonrisa no era la que esbozaba cuando estaba bromeando ni alardeando con soberano orgullo de alguna hazaña del pasado. La forma en la que sus finos labios se estiraban ahora de medio lado, marcando aquel hoyuelo, distaba mucho de la habitual picardía que estaba acostumbrado a soportar. Leía seguridad en ella. Una seguridad tan frágil que rozaba su antónimo, pero la calidez que emanaba de tal gesto hizo que verdaderamente se abrumase y no supiese qué decir.

Consciente de lo que le había provocado, Fausto acabó por agachar la mirada después de unos segundos de vida contemplativa, pero no se había alejado. De hecho, al muchacho le dio la terrible sensación de que se había inclinado un poquito más hacia su rostro. Antes de poder siquiera articular palabra o salir de aquel estado de estupefacción, el repentino sonido de una melodía estridente proveniente de su bolsillo hizo que ambos se sobresaltasen.

Reconociendo aquel tono de llamada, un azorado Ángel se apresuró a sacar su móvil para atenderlo con manitas temblorosas, pero su rostro distaba mucho de augurar nada bueno al leer la pantalla.

—¿Qué...? ¿Qué diablos es eso? ¿Por qué emite ese sonido? —inquirió Fausto, tan desconcertado como confuso después del modo en el que se había roto ese momento— ¿Eso no es el capturador de almas?

—Es el capt... Es mi teléfono —se corrigió con rapidez, pero no atendió la llamada. La rechazó antes de volver a guardarse el móvil y llevarse las manos a la sien. Necesitaba respirar, y allí dentro no podía hacerlo.

—¿...Os encontráis bien?

Pero la suave voz de Fausto en aquel murmullo hizo que levantara la mirada hacia él, ligeramente afectado. ¿Por qué tenía que ser en aquel preciso momento cuando...? ¿Cuando qué, Ángel?

—No es... Q-quiero decir, estoy bien. No te preocupes —aseguró con aquella vocecita que apenas resonaba, y señaló el montón de ropa con un dedo—. Cógelo, ¿quieres...? Vamos a la caja. Lo pagaré y... y nos iremos a ver a mi amiga antes de que sea más tarde.

Y aunque Fausto obedeció sin rechistar lo más mínimo, bien es cierto que lo hizo con una ligera sombra de temor persiguiéndole. ¿Había dicho algo malo? ¿Le había ofendido? Oh, infiernos. Sentía que tenía la maravillosa capacidad de arruinarlo todo sin saber siquiera cómo ni por qué. Siguió al muchacho al abandonar aquel pequeño probador, ataviado con el elegante traje que había pasado a importarle tres rábanos y medio. Ni siquiera fue consciente del momento en el que gran parte de las miradas de esa tienda pasaron a centrarse en él descaradamente. ¿En qué momento había entrado el jefe de aquella cadena comercial? Pero Fausto no tenía ojos para todos los que seguían sus movimientos, estupefactos. El muchacho rubio que acababa de dejarse el sueldo de un mes en toda aquella ropa tenía toda su atención, pues no entendía que el nombre que había visto en la llamada había sido el causante de su repentino mal.

Así, en silencio y preguntándose si acaso debía medir sus palabras de ahora en adelante, Fausto le siguió como si de su perillo faldero se tratase, todavía recolocándose el cuello y la corbata a cada rato porque sentía que se asfixiaba. Cuando le dio las bolsas para que las llevase, abrió la boca con intención de disculparse, pero no salió ningún sonido de ella. Recordaba todavía que su pequeño ángel se había quedado con el pañuelo que le regaló. Aquello... aquello significaba que podía continuar, ¿no...? O no. Tal vez no.

Cuando Fausto logró recordar cómo se abría la puerta de aquel caballo de metal llamado coche, dejó las bolsas en los asientos traseros antes de ocupar el del copiloto. Aunque el silencio era ligeramente tenso por ambas partes, fue Ángel quien lo rompió con una pequeña risa al verle tener problemas para abrocharse el cinturón.

—Trae, anda... Me vas a sacar todo el rollo del cinturón y no va a haber quien vuelva a meterlo.

—Ah... Lo siento.

El joven, a aquella poca pero necesaria distancia en la que se había tenido que inclinar para abrocharle, le miró al advertir la congoja de su voz. Por una vez, Fausto parecía verdaderamente avergonzado y se dedicó a contemplarse las rodillas. No dejaba de intentar recolocarse la chaqueta sin que le tirase al estar sentado.

—¿Por qué lo sientes? —inquirió Ángel, volviendo poco a poco a su sitio.

—Bueno... Es evidente que os he incomodado, antes en... en ese zulo sin ventanas.

Al ver que tardaba demasiado en responder, el marqués se atrevió a mirarle de reojo. ¿También le había incomodado al decir la verdad? Oh, no. No lo parecía. El chico había comenzado a sonreír al arrancar el ruidoso motor de aquel caballo, aunque no se le antojó como una sonrisa convincente. Fausto se convencía cada vez más de que entendía menos a cada momento que pasaba.

—Tranquilo, tú no... No es eso. No me habías incomodado. Sólo había recibido una llamada de alguien con quien no me apetecía hablar. Eso es todo.

—Oh, infiernos... —murmura para sí. Eso es un alivio, aunque relativo— ¿Se trataba de vuestra hermana?

Ángel negó suavemente.

—...No. Pero no quiero hablar de ello ahora. Lo siento.

Y por primera vez, la distancia que creía que no era tan notable entre ambos hizo que Fausto se convenciese de que era insalvable, en realidad, pero él no estaba en el derecho de exigir respuestas. No cuando era su anfitrión. Se lo debía. Había aprendido la lección, y sin embargo... Le parecía ligeramente injusto no poder obtener tanta información de aquel muchacho como la que él le daba abiertamente. Quizás estaba pensando demasiado, o estaba siendo egoísta. Quizás, también, se haya pasado tanto tiempo sin socializar adecuadamente que no entienda cómo funcionan las relaciones normales entre personas que, para su gusto, ya no eran tan desconocidas. ¿Debería preocuparse cuando aquellos pensamientos oprimían su pecho bajo aquel saco de tela negra tan  incómodo y rígido?

—...Fausto, que si quieres que ponga música clásica.

La voz de Ángel al cabo de lo que apenas se le antojaron como unos minutos, le sobresaltó. Volvió en sí con un pequeño respingo, recolocándose en su asiento con rapidez.

—Perdón, ¿qué decíais...?

Ángel suspiró. Lo que el marqués no sabía es que se había tirado veinte minutos con la cara pegada al cristal en silencio. En vista de que no iba a entenderle, procedió a encender la radio del coche mientras continuaba mirando hacia la carretera. Casi de repente, una música que no sabía de dónde venía exactamente inundó el interior del coche de forma envolvente. Con una mano en el pecho, un apurado Fausto buscó con la mirada el origen de aquella música orquestal tan... innovadora para él.

—¿De dónde demonios sale? ¿Es que tenéis a toda una orquesta escondida aquí dentro también? M-mi buen ángel, esto es cada vez más terrorífico.

—Oh, no. Esto es otro tipo de magia como el de la caja luminosa, pero no tiene a nadie dentro, tranquilo. Sólo es una grabación, pero... me temo que no llegaste a conocer a Beethoven, ¿verdad?

—¿Beequé?

—...No. Está claro que no. Todavía ni habría nacido, y tú llegaste aquí cuando era el sesenta y algo... Veamos. ¿Qué tal esto?

Después de sintonizar de nuevo con un ruido horroroso al cambiar entre emisoras, Ángel dio con la tecla, literal y figuradamente. Fausto ya estaba hecho una bola sobre sí mismo ante más brujería que no entendía, pero algo en su rostro cambió casi al instante al reconocer las notas de aquel clave.

—Esto es... Es el maestro —musitó, entrecerrando los ojos y dejando la boca abierta, asombrado. Poco a poco, levantó un dedito como si siguiese la melodía cada vez más convencido de lo que escuchaba, y en sus labios se estiró la sonrisa propia de aquel que vuelve a revivir algún recuerdo del pasado. Continuó en un susurro—. Es Bach... Johann Sebastian Bach... ¿Dónde está? ¿E-está aquí dentro? ¿Maestro...?

A Ángel se le revolvió algo por dentro de la ternura que le dio buscar al compositor por el cajón de la guantera, y le dejó que disfrutase unos segundos de aquel breve momento de felicidad.

—No, Bach no está aquí dentro —le explicó con paciencia, bajando el tono de voz a un susurro cuando Fausto se lo indicó con un gesto—. Alguien interpretó su obra, la dejó grabada, y ahora podemos reproducir esa pieza de música donde y cuando queramos. Es normal que creas que tenemos a músicos empequeñecidos y encerrados trabajando para nosotros, pero... es mucho más sencillo y a la vez complejo que eso.

—Oh, por todos los... Pero estamos en vuestro año. ¿Cuándo se grabó esto? Es... es una grabación muy antigua, entonces. Han pasado trescientos años, ¿y todavía se escucha tan bien?

Ángel asintió, complacido por su ilusión casi infantil.

—En realidad la gente sigue tocando la música que todos los compositores de antaño crearon siglos atrás. Quizás para ti es simplemente música, pero para nosotros, al ser algo tan lejano en el tiempo y que es tan distinto de lo que escuchamos ahora, es música clásica.

Fausto no respondió. Aunque había atendido a su explicación, su rostro y su conciencia problabemente estaban perdidos en otra época muy distinta de la suya. Debía de parecerle un crimen hablar cuando aquello estaba sonando, por lo que procedió a guardar silencio y descansar poco a poco la cabeza sobre el asiento. Pareciera que se hubiese sumergido en un trance del que no planeaba salir hasta que aquella pieza acabase. Ni siquiera cuando Ángel aparcó el coche se inmutó lo más mínimo. Mientras las últimas frases del preludio y fuga en Do Mayor de Bach seguían envolviéndoles, el joven se permitió observarle en completo silencio ahora que el marqués tenía los ojos cerrados. Había fruncido el ceño en algún momento, y se movía de forma apenas perceptible mientras sentía en lo más hondo de su ser aquella melodía.

Ángel tardó poco en comprender lo mucho que debía significar para Fausto escuchar aquello lejos de un teatro, lejos de su hogar y, especialmente de su tiempo. A la luz de la tarde que se colaba tímidamente entre las nubes ahí fuera, su afilado perfil se recortaba de forma perfecta contra el paisaje al otro lado del cristal. No se trataba únicamente de su poderosa nariz aguileña que, con aquel atuendo y sin la peluca, ocupaba el rostro que debía ocupar. Rezumaba armonía con la amplitud de su despejada frente y su mentón sobre aquel cuello tan largo y, a su vez, digno de pertenecer a un retrato arcaico. Ángel ya había llegado antes a la conclusión de que su aspecto provenía de otros tiempos, pero ahora sólo podía convencerse por completo de que la naturaleza había sido soberbia a la hora de imprimir su huella en él. La misma soberbia que su acostumbrada altanería sacaba a relucir, pero... ¿Quién era él para juzgarle cuando su alma se conmovía con algo tan humilde como aquella música?

Fausto todavía tardó largos segundos en reaccionar cuando la fuga llegó a su fin, y Ángel apagó la radio con cuidado de no hacer ruido. Cohibido por haberle observado de aquel modo durante tanto tiempo, el muchacho aguardó a que el marqués respirase hondo y, con lentitud, girase el rostro para llegar a mirarle. No dijo nada. Debían de sobrar las palabras, porque la trémula sonrisa que asomó en sus finos labios ya habló por él. Cuando pasaron los tres primeros segundos en ausencia de cualquier sonido, Ángel supo por instinto que, si no había apartado la mirada todavía, es que aquel silencioso intercambio había caído en lo más hondo del pozo de la profundidad. Era ese momento el que le regaló la certeza, por encima de todos los pensamientos inconexos que asaltaron su mente, de que quería ser su mayor centro de atención. Sabía que se alarmaría más tarde de semejante conclusión cuando volviese a ser racional, pero ¿por qué estaba siendo observado como si fuese alguien a quien había dado por perdido hacía mucho tiempo? ¿Por qué... sentía que la forma en la que sus oscuros ojos le saludaban era tan familiar?

A Fausto no le hizo falta abrir la boca para que sus ojos terminasen de expresar por él el amargo sabor de aquel anhelo que jamás lograría domar con palabras. Palabras que limitaban, reducían y simplificaban de un modo impuro todo lo que sus ojos le susurraban aún con el eco de aquella melodía bailando de forma invisible ante ellos.

Fue el propio marqués quien acabó alzando una mano, contra todo pronóstico, para acunar la encendida mejilla del muchacho, y éste creyó que moriría en cuestión de segundos. No podría aguantar la respiración para siempre, y el hecho de que no podía hacer tal cosa le agobiaba de una forma tan estúpida como absurda.

—...Gracias por haberme permitido volver a escucharle.

Ah... Qué necio había sido. Quizás, y sólo quizás, quería agradecerle únicamente el haber encendido la radio con... su manera tan inapropiadamente cercana de hacer las cosas. Algo dentro del joven se resquebrajó un poco pero, antes de que pudiese responder, notó aquel pulgar tan áspero acariciando mínimamente su piel con aquella dulzura que volvía a desconcertarle. Creyendo que volvía a revivir aquel momento en el probador, Ángel no se percató de cómo se inclinó de forma apenas perceptible hacia aquella mano y, sobre todo, hacia el rostro que seguía escrutándole a cada vez menos distancia. Desconocía qué clase de fuerza gravitacional le empujaba a querer encontrarle de otro modo, especialmente cuando aquella mano también parecía guiarle sutilmente hacia el final del camino. Pudo notar la levísima tensión en los dedos del marqués sobre su mejilla cuando se detuvo a la suficientemente poca distancia como para rozar su nariz... pero ninguno de los dos se atrevió a cruzar aquella línea. Oyó a Fausto emitir una etérea exhalación que, de nuevo, acarició su rostro cálidamente, y supo que era él quien se había echado a temblar. Podía notarlo. Sobre todo cuando acabó apoyando la frente sobre la del marqués y este pareció encogerse sobre sí mismo.

Ninguno de los dos hizo nada. Ángel desconocía cuántos segundos podrían haberse escurrido de aquel modo, en aquella cercanía tan abrumadora y, sin embargo, tan familiar. Como si en efecto se hubiesen reencontrado en un tiempo y un espacio al que ninguno de los dos pertenecía.

Aquel éxtasis sin resolución llegó a su fin cuando algo llamado sentido común dentro de Ángel tiró de él para alejarse, para abandonar el refugio que había encontrado en aquella dimensión que... sabía que había implantado su huella con fuerza en él. Interpretando su gesto, un taquicárdico Fausto asintió en silencio, con los labios entreabiertos, pero no pronunció palabra alguna. No tenía voz ni pensamiento para ello.

El frío que sintió sobre la mejilla cuando Fausto retiró la mano para desabrocharse el cinturón provocó que cerrase los ojos. Exhaló de nuevo, pero no fue capaz de recuperar la compostura durante los primeros momentos. El hecho de que no sabía qué esperaba exactamente fue lo que provocó que volviese a la realidad de golpe, como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría por encima.

Quizás por eso ninguno de los dos dijo nada cuando abandonaron el coche, ni se miraron siquiera, corroídos por un bochorno que se entremezclaba con un miedo crudo. Cargados con aquellas bolsas, caminaron a más de tres metros de distancia hacia la única caravana que ocupaba aquel descampado al borde del acantilado frente al mar.

¿Cómo había cambiado tanto el paisaje hasta llegar allí? Ninguno se había dado cuenta de ello, o tal vez sí, pero habría ocurrido en una realidad alternativa ajena a aquella de la que no conservaban ningún recuerdo.






















 























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