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—¿Señorita Pippa? ¿Se encuentra bien?

Entré a la cocina con una canasta de hortalizas de nuestro huerto, llena de tierra, sudada, despeinada y algo ausente. Me tomó tiempo enfocar mi mirada en los pocos niños que estaban en la cocina ayudando a preparar el almuerzo.

—Laven esto, por favor —pedí y me senté a la mesa a descansar. Estaba agitada y cada una de mis extremidades vibraba con ansias de más.

—¿Qué le pasó a su vestido? —preguntó una de las niñas, observando el dobladillo, sucio de barro y sangre. Le sonreí y acaricié su mejilla.

—Me lastimé en el jardín, no es nada grave. No te preocupes. —Los niños comenzaban a preocuparse por mí, no me veían bien. Estaba más pálida que de costumbre y muy distraida. Muchos estaban asustados y me preguntaban si estaba enferma. Ellos no tenían la culpa de nada, no quería que temieran perderme como habían perdido a sus padres, y trataba de esforzarme por distraerlos—. ¿Quieren escuchar algo de música mientras cocinamos?

Todos aceptaron y pronto Edith Piaf comenzó a sonar, fuerte y estridente. Estaba segura que la música se calaría en cada rincón del hogar, hasta en la oscuridad de lo más profundo del lugar. Sonreí, porque ellas escucharían.

*

Esa noche noté que Benjamin estaba preocupado por alguna razón, tenso. Me decía que estaba extraña, que no lucía bien. Estaba segura que él sabía que lo había descubierto en aquel lugar inmundo. Seguramente Madame Larue o alguna de las mujeres le había dicho de mi presencia en el burdel, y mi semblante sereno lo perturbaba. Llegó incluso a querer blanquear la situación, a querer confesarme lo que había hecho. Pero cada vez que intentaba hablar lo interrumpía sin dejar que continuara con su discurso, diciéndole que no tenía idea de lo que estaba hablando, que dejara de imaginar cosas, que debíamos ocuparnos de los preparativos para nuestra boda.

Luego de ver a Benjamin en nuestro refugio, en aquella mansión abandonada y destruida, volví al orfanato sintiéndome vital. Era extraño y vigorizante tener poder, control sobre otros. Me causaba mucha gracia pensar que hasta hacía poco tiempo la gente me tuviera lástima. Me hacía pensar que, verdaderamente, quien reía último reía mejor.

—¿Saben lo que me dijo hoy? —pregunté de manera retórica—. Que habrá un evento en el museo de historia mañana en la noche. Van a hacer una muestra sobre reliquias de su familia y él va a estar a cargo de la primera exhibición, solo para los más allegados a la familia.

Tomé un trapo y lo sumergí en un balde de agua y cloro. Luego me acerqué para limpiar sus rostros y extremidades. Dos de ellas comenzaron a sollozar al sentir su piel arder, al contacto del cloro con sus lastimaduras. La otra, continuó dormida, exhausta del ajetreo de mi visita anterior.

—Será una gran noche, tenemos que prepararnos bien desde ahora. Estoy segura que Benjamin querrá verlas allí.

Al terminar de limpiarlas, tomé una cuchilla.

*

En cinco minutos entrarían al salón y me escondí en un armario, espiando por una endija. Sentía mi cuerpo vibrar, quizás por ansiedad y estrés. O entusiasmo.

Todo pasó muy lento. En cuanto las puertas se abrieron, las personas entraron conversando entre ellas, murmuraban y soltaban risitas de emoción por ver las reliquias. Sus voces cesaron cuando observaron bien la escena frente a ellos.

El salón constaba de dos salas contiguas, separadas por grandes puertas de roble, pero las había abierto para que pudieran ver la extensión de mi obra. Todas las paredes estaban salpicadas con sangre, incluso los cuadros, los bustos y tesoros de la edad media. Pero lo que más los impactaba, eran los cuerpos colgados de las grandes lámparas de cristal en el techo. Cuerpos desnudos, mutilados, desangrándose. Había colgado una en la primer sala y dos en la última.

Los invitados caminaron hasta el final de la sala y entraron en la otra, mirando perplejos, tratando de descifrar en su shock si se trataba de personas reales. Lo eran.

Al salir de mi escondite y llegar al umbral que separaba a ambas salas, vi a Benjamin reconocer a las mujeres, vi el horror en sus facciones, el dolor.

—Ayúdenme, ayúdenme a bajarlas de ahí —dijo estridente, y su voz hizo despertar a los demás.

Los hombres tiraron de las cadenas que sostenían a cada mujer, las mujeres comenzaron a llorar. Una de ellas intentó salir. Se detuvo en cuanto me vio bloquear su paso: con la ropa ensangrentada y una vela en mi mano. Todos miraron en mi dirección.

—¿Philippa? —dijo Ben, y solté la vela al piso.

Había inundado la sala en kerosene y las llamas comenzaron a incendiar sus cuerpos más rápido de lo que había pensado. Lucía como el mismísimo infierno: rodeado de fuego, de personas envueltas en llamas, corriendo sin saber cómo detener la tortura, gritando desesperadas.

Me sentí hipnotizada por la escena, sentí como si mi dolor hubiera cesado al haberlos hecho pagar, a Benjamin, a su familia, incluso a los inocentes.

Aún así, pensar que había logrado hacer justicia me revolvió el estómago. Me sentí sucia, asqueada de mí misma.

La alarma contra incendios comenzó a sonar. No tenía más tiempo, debía salir del lugar, huir antes de que alguien se diera cuenta de dónde provenía el fuego. Cerré las puertas del salón en llamas y las trabé. La gente adentro comenzó a golpear y gritar, distrayéndome.

—¡Cállense! ¡Cállense!

Debía quemar todo el lugar, no podían quedar pruebas.

Tomé un cerillo y lo tiré, el fuego en la primer sala se propagó rápidamente al estar también empapado en kerosene. Estuve a punto de marcharme, a punto de cruzar la puerta, cuando la escuché toser.

Pensé que a esa altura las tres ya debían de estar muertas después de haberlas colgado y desangrado. Dos de ellas ya lo estaban, quemadas por el fuego junto con los demás. Pero ella, la que quedaba, aún así había sobrevivido a todas mis maniobras; seguía luchando por continuar con vida, como si no estuviera lista para dejarse morir. Era la más joven de las tres, apenas unos años menor que yo.

Jalé de la cadena que la mantenía colgada a la lámpara y la bajé.

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