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Lo primero que vio Lillian ante sus ojos cuando entró a la cocina a recoger su jugo verde matutino fue una caja pequeña de tiritas. Parpadeó varias veces, todavía intentando despertar.

Eran más de las nueve, por lo que Kourt ya tendría que haberse ido al trabajo. No recordaba a qué hora habían llegado a casa la noche anterior, pero debió de ser temprano, porque, tan pronto como atravesaron el umbral, el teléfono de él sonó. Sin explicaciones, Kourt se refugió en su dormitorio y dejó a Lillian sola en la entrada, con los tacones en la mano, pues se los quitó en el ascensor, y un agudo dolor de cabeza.

Después de vomitar en el baño del pasillo, la chica se duchó, y no volvió a ver a Kourt aquel día.

Estaba alargando la mano para agarrar la cajita cuando Urijah entró a la cocina, rauda y veloz.

—¿Cómo fue todo?

Lillian la miró. Tardó un instante en recordar que se refería a su boda, de la que se había estado quejando el día anterior.

—Bien —mintió, y carraspeó; recién levantada, su voz sonaba como si estuviera congestionada—. Bueno, no hubo complicaciones.

Había sucedido todo tan rápido que su única parte favorita había sido cenar comida rápida después del día más estresante de su vida.

—Te lo dije.

—¿Usted me compró tiritas? —preguntó entonces, sosteniendo la caja en una de sus manos.

—No, tu esposo las trajo.

Lillian frunció el ceño. No recordaba haberle mencionado el dolor en sus pies, ni la incomodidad por usar zapatos nuevos, así que no entendió cuándo se había dado cuenta él de que le sangraban.

Sin embargo, tampoco hizo más preguntas. Se bebió el jugo verde y tomó el suplemento de hierro que Kourt le requería, y rechazó amablemente el desayuno.

—Puedo prepararlo yo misma —le aseguró.

Su estómago se retorcía, adolorido por una mezcla de rugidos y retortijones. Se sentía enferma desde la noche anterior, por lo que había decidido no desayunar y sobrevivir a base de café negro y agua, y quizá alguna pieza de fruta.

Kourt no parecía saber que la comida basura existía: todo lo que Lillian encontraba en las alacenas era orgánico o integral, y ya no contaba con dulces con los que desahogar su ansiedad.

Comía por aburrimiento y por estrés; también cuando estaba triste o enojada, o para celebrar. Llevaba años lidiando con un hambre emocional que no sabía controlar. Pero que un hombre vigilase lo que ella comía solo detonaba que quisiera rebelarse contra él.

Afortunadamente, tal como Kourt le había jurado, apenas se vieron durante la primera semana: Kourt se iba al trabajo antes de que ella despertara y volvía mientras Lillian estudiaba, sentada en la alfombra de la sala.

No estaba acostumbrada a tomar clases en línea. Se distraía fácilmente, aun si los vídeos duraban menos de una hora, y desbloqueaba su teléfono cada cinco minutos pese a que nadie le escribía.

El sábado por la tarde, mientras redactaba sus apuntes de Lenguas Modernas, esperó a que Urijah le trajera una barrita de cereal a la hora de su snack, según el menú de Kourt, para preguntarle si había alguna pastelería cerca.

—Lo único con lo que Kourt llena el frigorífico son espinacas, acelgas y verduras de todos los colores.

—Es para ti, mi niña.

—No creo que le importe tanto lo que yo coma.

—Oh, yo creo que sí.

Y Lillian se contuvo para no reírse de escepticismo.

—De todos modos, ¿puede comprarme algo de chocolate? Y un pudding para él.

De madrugada, había estado infiltrándose en la cocina en busca de algo dulce, pero solo encontraba pan, semillas, café instantáneo y fruta. Había tenido más atracones de carbohidratos esa semana que en toda su vida, pero Kourt no había notado lo rápido que se acababan los productos.

Aquella tarde, envió a Urijah a la pastelería más cercana para conseguir croissants rellenos de chocolate para ella y regresó también con un pudding en un domo de plástico que dejó en la cocina.

Lillian no se lo llevaría ella misma, pues tenía prohibido entrar a su dormitorio ni tampoco quería acercarse, así que Urijah esperó a que Kourt mismo saliera de su oficina en casa para entregárselo.

La chica estaba en la sala, cruzada de piernas sobre la alfombra de pelo gris, tomando notas de la lección grabada cuando él atravesó el pasillo de regreso a su habitación.

Lillian alzó la cabeza y él se detuvo; ella lo miró y Kourt le sostuvo la mirada. En su mano, tenía el domo de plástico. Ninguno de los dos dijo nada; él no suavizó su expresión. Simplemente reanudó el camino hacia su cuarto y Lillian recuperó el aliento.

No esperaba que le diera las gracias. Tampoco lo hacía porque se sintiera en deuda. Si se lo había encargado, era porque sabía que solo un dulce podría quitarle la amargura del rostro.

Creyó también que ya no volvería a verle salir en lo que restaba de día, pero media hora después, cuando Lillian ya había terminado de ver la lección y estaba escribiendo sus respuestas a las actividades, escuchó el timbre del penthouse.

No se movió de su sitio porque casi de inmediato Urijah salió de la cocina que limpiaba para descolgar el telefonillo. Oyó la puerta del dormitorio de Kourt abrirse, y lo primero que cruzó su mente fue la imagen de su suegra subiendo en ascensor hasta la última planta del edificio.

Probablemente quería revisar el apartamento y asegurarse de que su hijo tenía todo lo necesario.

—Lillian, ¿dónde estás?

La voz de Kourt erizó el vello de los brazos de Lillian. Nunca antes se arrepintió tan rápido de estar en una vieja camiseta negra y el ancho pijama que usaba para dormir desde la secundaria.

—En el sofá.

Kourt bajó el pasillo hasta dar vuelta a la esquina de la sala y ella descubrió que no se había cambiado todavía: seguía usando una camisa azul marina y pantalón negro. La sombra que se le acentuaba en los pómulos cuando hundía las mejillas, semejantes a arrugas, bajo los redondos ojos azules, le daba un aspecto cadavérico que borraba los pocos atributos atractivos en él.

—Tengo una sorpresa para ti.

Lillian, expectante, parpadeó.

No necesitaba darse la vuelta para saber qué Urijah estaba agarrando su bolso y su botella de agua de la mesa del comedor, ya dispuesta para irse, para deducir por qué Kourt no había rodado los ojos al verla.

—¿Cuál?

Su suegra en casa no era una sorpresa. Pero forzó una sonrisa por respeto a Urijah, porque mostrarse alarmada cuando las sorpresas cargaban connotaciones positivas podía levantar sospechas.

No había acabado de preguntar cuál era su sorpresa cuando, por detrás de Kourt, vio asomarse a Tobias.

Y su corazón volvió a bombear con la impetuosidad de un tornado.

—¿En serio?

Le faltó tiempo para ponerse de pie y lanzarse a abrazarlo lo suficientemente rápido.

Con sus jeans de bordes deshilachados y una sudadera gris, Tobias no se resistió a devolverle el fuerte abrazo, como si no se hubieran visto en años cuando en realidad sólo había pasado una semana. De hecho, al día siguiente se verían en el comedor, durante el turno de Lillian, si el horario de clases de él se lo permitía.

Y la chica no se dio cuenta de que Kourt apretaba la mandíbula, tratando de canalizar la amargura reprimida, pues escondió la cara en su hombro.

—Le contraté —oyó que le explicaba, y Lillian se apartó de inmediato, sin soltar los hombros de su amigo.

—¿De verdad? —inquirió, atónita.

—Te hará los análisis y... también las donaciones.

Sin saber si extrañarse o sorprenderse, Lillian desvió su atención a los ojos de Tobias; luego, a los celestes de Kourt.

El rubio había hundido las manos en los bolsillos, pero Lillian ignoró la tensión que se leía en todos sus músculos para separarse de Tobias lentamente y, tras sopesarlo un par de segundos, inclinarse con suavidad y abrazar a Kourt.

Lo rodeó con sus brazos a pesar de que el otro se mantuvo tieso, erguido como una estatua, mientras Lillian apoyaba la cabeza en su pecho. Contra su espalda, ella se sujetó las manos.

—Gracias, Kourt.

Era una de esas veces en las que no estaba fingiendo. De hecho, quería llorar, porque jamás habría imaginado que Kourt considerara nada de lo que ella dijera.

Incluso si lo hacía para compensar tenerla recluida con el único propósito de extraerle sangre, que le concediera otro de sus deseos hacía que aquel matrimonio fuese al menos un poquito más ligero, más fácil y más pacífico.

Kourt se aclaró la garganta.

—Sí, de nada.

Y con un par de palmaditas en la espalda, Lillian entendió que ya había sido suficiente.

Se apartó del chico, sin quitar la vista de Tobias; antes de que pudiera preguntar a qué se debía la visita, Kourt le explicó que se haría otra transferencia en octubre.

—Tienes casi dos meses enteros —le dijo — para mejorar tu anemia. Con un poco más de carne y de verdura, lo puedes conseguir.

De nuevo la invadió la sensación de impotencia y frustración. No quería que él ni nadie controlase su dieta. Solo ella era consciente del dolor que suponía comer.

Pero no le llevaría la contraria allí ni discutiría, sino que asintió, sellados los labios, y Kourt le apretó un hombro con torpeza.

—Viene a hacerte los análisis de este mes.

Tobias había traído consigo todo su equipo: desinfectante, agujas esterilizadas, algodones y apósitos, y un paquete de guantes de látex nuevos.

Después de preguntarle a Tobias si quería algo de tomar y obtener una amable negativa, Kourt regresó a encerrarse en su dormitorio. Los dejó en la sala de estar, y Tobias le pidió a Lillian que se reclinara en el sofá.

—¿Cuándo pensabas decirme que te había contratado? —quiso saber Lillian.

En sus ojos castaños, había un brillo diferente, un atisbo de ilusión, que hizo sonreír a Tobias tan débilmente que no mostró los dientes.

—Me llamó para hacer una cita para tus análisis.

Kourt lo había contactado porque era el único amigo de Lillian.

Cuando Tobias escuchó lo que el otro pretendía, supo que era su única oportunidad de ofrecerle una alternativa.

—Lilly está sola todo el día —le había señalado Tobias por teléfono a Kourt—. Imagina lo que es pasar un día tras otro en casa, haciendo las mismas cosas una y otra vez. Incluso la persona más introvertida puede deprimirse en un encierro así. Si quieres, puedo ir a tomarle las muestras en vuestra casa. Así por lo menos vería a otra persona.

Y Kourt bufó con exasperación y dijo que se lo pensaría.

—Anoche me llamó y me contrató.

—Gracias, Tobias. Porque te juro que a veces se vuelve insoportable.

Él negó con suavidad.

—Tú no lo ves todavía, Lilly, pero no es tan malo como crees. Todo esto no es tan malo como crees.

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