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—Lillian, tenemos que hablar.

Kourt acababa de cerrar la puerta principal tras de sí; llegaba del despacho jurídico a las cinco de la tarde, con una carpeta amarilla en la mano y, como acostumbraba, cara de pocos amigos.

Desde el sofá blanco de la sala, Lillian alzó la cabeza a tiempo de verlo doblar la esquina para observarla fijamente. Escaneó su chaqueta gris y los jeans negros, y se preguntó cómo conseguía verse tan perfecto todos los días mientras que ella pasaba el día en pantalón de pijama y camisetas manchadas de pintura seca.

—¿De qué?

—De tus resultados.

Lillian se mordió el labio inferior. Ni siquiera sabía que ya hubieran salido, pero, por lo visto, a partir de entonces, Tobias se los enviaría a él y no a ella.

Molesto, Kourt se adentró en la sala de estar, abriendo la carpeta para rebuscar entre todos los papeles la hoja que necesitaría, y le mostró los números que tanto le inquietaban.

—Sigues baja en hemoglobina —protestó— y eso es lo que por casualidad me transfundes a mí.

Lillian entornó los ojos.

—Tengo ese problema desde los doce años, Kourt.

—Ya. La diferencia es que tú podrías estar sana si quisieras. Pero no. No quieres hacer lo necesario para estar bien.

Y Lillian lo miró como si acabara de pegarle un puñetazo en el estómago. ¿Ella no estaba haciendo lo necesario? ¿No le parecía suficiente que hubiese cambiado su dieta y añadido suplementos y vitaminas que ella jamás tomaría por voluntad propia? Él no tenía ni idea de cuánto se esforzaba.

—Eso no lo sabes —masculló.

—Lo veo en tus análisis —replicó—. Te comprometiste, Lillian. Y yo estoy cumpliendo todo lo que te prometí. Incluso estoy dando un cinco por ciento más. ¿Por qué tú no eres capaz de cumplir lo mínimo que te corresponde?

—Tú me elegiste así —se defendió Lillian, casi interrumpiéndole, y Kourt vio sus ojos castaños cuajarse de lágrimas; la mano que sostenía el bolígrafo, sobre el cuaderno de apuntes, pues había pausado su lección de matemáticas, tiritaba—. Nunca te escondí mis niveles. Tú lo sabías y aún así me elegiste.

—Porque creí que harías algo para mejorar cuando supieras que me urge que estés sana. Esto es fácil de arreglar. Pero da igual lo que haga: sigues sin mejorar y no entiendo dónde me estoy equivocando.

—A lo mejor no tiene nada que ver contigo.

—¿Con qué tiene que ver? —inquirió, desesperado—. Porque esto no es un juego, Lillian. Es mi maldito corazón intentando sobrevivir todos los días. ¿Cómo te hago entender que no es un capricho?

—¡Quizá no tienes que hacerme entender nada! —le gritó ella de repente, al borde del llanto, y Kourt dio un paso atrás; se había inclinado para mostrarle los resultados, pero la agresividad en la voz de Lillian lo obligó a retroceder—. ¡Quizá solo quiero que me dejes en paz!

—¡Pero necesito que estés bien!

—¡Quizá no quiero estar bien!

Kourt tragó con fuerza. Sus ojos azules relampaguearon, horrorizados, pero Lillian no se molestó en darle más explicaciones: regresó a su lección, ignorando su presencia, y el muchacho, sin saber qué hacer, la contempló durante varios segundos que se alargaron hasta convertirse en minutos.

No tenía sentido que lágrimas bailaran en las pupilas de ella cuando era él quien más derecho tenía a sentir las cuerdas vocales trenzadas por la frustración.

—No sabía que eras tan egoísta.

Se fue, tan indignado como había llegado, y cuando por fin se quedó a solas, Lillian se rompió. Había querido contenerse para que él no volviera a acusarla de comportamiento infantil, pero ya no aguantaba más.

Egoísta era lo único que no era.

Él no sabía cuánto le costaba. No tenía ni idea de todas las veces que había fracasado en sus intentos por cambiar. No entendía que, de todas las personas disponibles, había escogido a una que no contaba con la fuerza necesaria para mejorar, ni por sí misma, ni por nadie.

Quizás, al final, sí era su culpa, por estudiar en la sala en lugar de en su dormitorio, así que recogió sus cosas tan rápido como pudo para esconderse. Esa era la razón por la que tampoco abandonaba su cuarto cuando alquilaba el apartamento junto a Bethany y Jodi: si la encontraban en la sala, o en la cocina, solían sacar el tema de sus deudas o de su pésima dieta, y se gritaban hasta que Lillian acababa llorando.

Pensó que vivir con Kourt sería diferente: él no la criticaría, ni la buscaría para reclamarle nada, sino que tendría derecho a moverse libremente por la casa sin sufrir ataques contra su persona. Pero era imposible que los demás se guardaran sus quejas.

Se limpió la cara en cuanto cerró la puerta de su habitación. Ahora estaba tan hambrienta que odiaba no ser lo suficientemente fuerte como para ignorarlo.

Dejó el laptop sobre el colchón, cerca de su libro y su cuaderno, y desbloqueó su teléfono para marcar el número de Tobias. Si no podía distraerse estudiando, trataría de ignorar el hambre hablando con alguien. Pero el chico debía de estar trabajando a esa hora, porque no descolgó al momento, y Lillian se rindió después de la tercera llamada.

Ya se había secado las lágrimas cuando salió de su habitación. Se sentía tan débil que le tiritaban las rodillas, pero consiguió atravesar el pasillo en dirección a la cocina sin que Urijah, que había finalizado al fin la limpieza de los baños para continuar con la aspiración de los sofás de la sala, la notara pasar.

Y desconectó mentalmente.

Ya le daba igual. Tenía tanta rabia acumulada dentro de su delgado cuerpo que no le importaba maltratarlo una vez más. Además, ahora sabía dónde guardaban los alimentos que le interesaban.

Sacó el tarro de crema de cacahuete y lo abrió. Probablemente tendría que añadirlo a la lista de la compra para el día siguiente, porque no quedaría ni la mitad. Tenía tanta ansiedad que se lo acabaría entero.

Se suponía que comprarían una vez al mes pero, por su culpa, Kourt tenía que ir cada semana. Ni siquiera se sentía mal al respecto: cuanto más le molestaba a él que ella no comiera bien, más quería hacerlo. Y no se trataba de llevarle la contraria, sino de demostrarle que tenía todo el derecho a decidir qué hacer o no con su vida.

Por eso, pagaba con su propio sueldo lo que él no incluía en la lista. Así evitaba pedirle dinero, igual que escondía de Kourt lo que compraba. Jamás soportaría la vergüenza de que él se enterase.

Rompió la caja de barritas de cereal porque sabía que no sobrarían, aun después de setecientos gramos de crema de cacahuete.

Siempre que intentaba recomponerse y comer saludablemente, recaía con más fuerza que la vez anterior. Ya no servía de nada. Ni las dietas funcionaban, ni su esfuerzo ni la horrible culpa que la ahogaba.

Habría llorado de rabia, por no estar comiendo tanto como quería, de no ser porque oyó una puerta abrirse en algún lugar del apartamento. Iba por la doceava barrita cuando tuvo que dejar las seis que quedaban en la alacena y cerrarla de golpe; tras recoger su botella de agua de la mesa de la sala, se escondió en el baño del pasillo.

Se odiaba más de lo que podría odiar a Kourt, y lo peor era que sabía que no podía responsabilizarle de sus decisiones.

Al fin y al cabo, era ella la que no sabía controlarse, no él.

Le dolían tanto los nudillos que ya no sentía nada si sus dientes los rozaban. Sabía perfectamente cómo doblar el abdomen y curvar la espalda, de pie, para obligarse a vomitar con mayor facilidad. Bebía medio litro de agua y se golpeaba el estómago. El chocolate le provocaba acidez, pero no podía no comerlo. Prefería soportar el escozor después.

Y cuando se dio cuenta de que el reflujo se estaba retrasando, se bebió el resto del agua sin apenas respirar. Si no conseguía provocarse al menos las arcadas, se forzaría a tragar vinagre hasta vomitar del asco.

Sin embargo, bastó hacerse una idea para que las náuseas la obligaran a doblarse.

Se aferró con todas sus fuerzas a la taza para vomitar, ignorando el agudo dolor de espalda que recorría sus huesos cada vez que se contraía. Le temblaban las piernas como si fueran dos alambres, pero haría más ruido al caerse que al liberar las profundas arcadas.

Y cuando ya estaba llorando, sin importarle que las lágrimas rodaran hasta su barbilla, donde se mezclaban con la saliva, escuchó la manija del baño crujir.

—¡Vete!

—¿Estás bien?

No era Kourt, sino Urijah.

Lillian, sin fuerzas, se desplomó sobre las losas, abrazada aún a la taza. Le goteaba la barbilla, pero ya no sabía si era vómito o lágrimas saladas. Se le había detenido el corazón una milésima de segundo ante la idea de encontrárselo así: entonces él moriría del asco y jamás dejaría de recordárselo.

—Por favor, no se lo diga a Kourt.

—¿Te sientes mal?

Lillian negó con la cabeza.

Quiso explicárselo, pero al intentar hablar, se echó a llorar sin control, porque no soportaba la vergüenza, y tuvo que cubrirse la cara para que no la viese. Sin embargo, lo siguiente que supo fue que unos brazos oscuros la habían estrujado con fuerza. Lloró más fuerte.

Se suponía que nadie debía saberlo. Sus padres no se habían dado cuenta a lo largo de toda su adolescencia, ni sus compañeras lo notaron durante los años que rentó una habitación en su piso. ¿O acaso siempre la había escuchado y nunca trataron de ayudarla?

No podía culparlas: ella tampoco habría sabido ayudar a nadie si hubiera descubierto algo así.

—No le diga nada —logró jadear, aunque se le entrecortó la voz.

—Tienes que decírselo tú.

Exhausta, Lillian apoyó la mejilla sobre el hombro de la mujer, negando. Su chaqueta de punto olía a brasas.

Cuando por fin se atrevió a presionar levemente su espalda con las huesudas manos, cayó en cuenta de que dos de sus nudillos sangraban.

Eso explicaba el ardor que sentía. Lo que en realidad la estaba desgastando eran las constantes palpitaciones en la cabeza, como si el corazón se le hubiese subido al cerebro.

—No —hipó—. No lo va a entender, no...

—Es tu esposo: claro que lo entenderá.

Un sollozo cansado se le escapó.

—¿No le ha oído hace un rato? —inquirió en un murmullo; se le había nublado la vista por culpa del agua, pero no le importaba, igual que tampoco le interesaba saber si tenía los labios tan sonrojados como la nariz—. Está enfadado conmigo, todo de mí le molesta, es...

—Porque se preocupa.

—No, eso no es verdad —replicó ella, limpiándose la barbilla—. Si se preocupara, se daría cuenta. Yo lo sabría. Lo notaría. Pero no le importo. Es mejor que no lo sepa nunca o se enfadará más. Tiene que prometerme que no le va a decir nada o...

De pronto, un chasquido las interrumpió, pero no era la del baño del pasillo, sino la del dormitorio de Kourt, al fondo del mismo.

Sin pensarlo dos veces, Urijah se puso en pie y salió antes de que Lillian pudiera detenerla, e incluso la llamó, pero entonces alcanzó a escuchar, pues no reunió la fuerza suficiente como para levantarse a tiempo, el limpio seguro de la puerta principal ceder mientras Kourt decía, ronco:

—Voy al hospital.

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