Capítulo 1

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Sombrío y lúgubre.

Esa fue la primera impresión que tuvo cuando llegó a ese lugar.

El centro de rehabilitación Saint Lauren estaba operando desde el año mil ochocientos setenta y cinco, según recitaba la placa de bronce que se lucía en la entrada. Había sido reestructurada varias veces, e incluso estuvo a punto de ser clausurada por peligro de derrumbe.

Era una pila de cemento llenísima de historia. Para Bastian, que era un gran amante de las cosas antiguas, era el sitio perfecto para comenzar a trabajar.

La ventana de su habitación daba justo hacia la entrada. Podía ver las enormes rejas de hierro que se quejaban cada vez que alguien las abría. El camino de hormigón, bordeado por césped cuidadosamente recortado, y los fresnos que estaban plantados sobre el costado de la casona. En esa época del año estaban sin hojas, así que a Bastian le gustaba imaginarlos como enormes garras que salían de la tierra e intentaban atrapar la cúpula de la casona.

—Esta es la habitación más espaciosa que tenemos —le dijo la mujer que lo recibió en la entrada—. En el ala este están todos los pacientes y los consultorios. De este lado el personal médico y de servicio.

Bastian asintió con suavidad.

Esa mujer, que se había presentado como Edith Rodríguez, era una de las enfermeras más antiguas del lugar. Llevaba catorce años trabajando allí, así que conocía hasta el último recobeco.

—¿Cuántas personas hay trabajando aquí actualmente? —preguntó, mientras seguía la espalda de Edith por un pasillo amplio.

—Tenemos tres cocineros, dos auxiliares de servicio, dos limpiadoras, un médico que viene una vez a la semana, un psiquiatra y otra enfermera aparte de mí. Rodrigo, el psiquiatra, entró a trabajar aquí casi al mismo tiempo que yo. Cuando recién llegamos esto era un completo desastre, los pacientes tenían muchísimas carencias que por fortuna se pudieron resolver.

—¿Y quién financia todo esto? —continuó indagando Bastian.

—Tengo entendido que el dueño original era un médico que acabó en la quiebra. Luego de eso, el gobierno se hizo cargo y es quien mantiene el sitio a flote. También recibimos donaciones de la iglesia. Ellos nos traen ropa, mantas y alimento de vez en cuando.

El lugar tenía veinte habitaciones y cuatro baños, dos en cada torre. Aunque había sido reestructurado, la huella del tiempo todavía permanecía allí, oculta tras el papel de pared amarillento y desgastado. El piso de madera crujía bajo sus pies cada vez que caminaban, y el silbido del viento se colaba a través de los gigantescos ventanales que actuaban como fuentes de luz natural.

Cuando Edith terminó el recorrido, le entregó una carpeta con la lista de pacientes. Debía leer la lista con detenimiento y luego reunirse con el psiquiatra para evaluar juntos los tratamientos.

Bastian vivía a cuatro horas de allí. Salió de la universidad con el título bajo el brazo y hambriento por obtener nuevas experiencias. A sus treinta y un años de edad, era un hombre apasionado y completamente entregado a su carrera.

Como todos los novatos, él quería cambiar el mundo. En muchas ocasiones le dijeron que no era un trabajo sencillo de hacer, y que con el tiempo acabaría cayendo en la rutina, pero para él, su profesión lo era todo. Aunque no pudiera cambiar el mundo, al menos quería cambiar el de todas las personas que se cruzaran en su camino.

. . .

Durante la noche, el lugar lucía todavía más sombrío. Pero Bastian, lejos de sentirse amedrentado, estaba fascinado por la imponente estructura añeja que estaba iluminada de forma tenue por unos faroles antiguos. Era como estar dentro de una vieja casona embrujada que cobraba vida durante el día y mostraba su verdadera forma en la noche.

Se apretó el puente de la nariz por debajo de los lentes, luego se frotó los ojos con el índice y el pulgar.

Había leído toda la carpeta y tomado nota de cada uno de los pacientes. La mayoría de ellos eran personas que habían sido abandonadas en aquel lugar. Sin familia, amigos, ni nadie que los reclamara o respondiera por ellos. Saint Lauren era todo lo que tenían. Bastian no pudo evitar sentir tristeza al caer en cuenta de eso. Para él esas personas no eran solo un paciente más. Tenían un nombre, una identidad, un cumpleaños para celebrar, y probablemente muchos sueños y metas que no pudieron cumplir debido a su situación.

Al final, cuando el dolor de cabeza lo obligó a parar, buscó unas pastillas en su mochila, se tomó una con un generoso trago de agua y se recostó en el sofá.

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