Capítulo 2

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No tenía idea de que las casonas antiguas fueran tan frías.

Era su segunda taza de té esa mañana, pero ni eso, ni la cantidad de abrigo que llevaba puesto encima conseguían hacerlo entrar en calor. Tenía las manos y los pies congelados y cuando respiraba, el vaho de su aliento se veía en el aire.

—¿Soy yo o hace demasiado frío hoy?

Edith lo miró de reojo, por encima de sus lentes redondos.

—La calefacción se estropeó, pero le pedí a uno de los chicos que fuera por leña para encender la chimenea. Ya llamamos al técnico así que supongo que va a venir durante la tarde. ¿Cómo pasó la noche, doctor?

—Me despertó el frío —admitió, con algo de pena.

—Oh, cuánto lo siento. Voy a llevarle un par de frazadas extra para esta noche. Tenemos una pequeña estufa a gas que tal vez le sirva para calentar la habitación si no consiguen solucionar el problema para hoy.

—Se lo agradezco mucho.

La mujer le dedicó una sonrisa gentil antes de marcharse.

Bastian se frotó las manos, bebió el último sorbo de té y cuando estaba dispuesto a marcharse hacia la sala principal, sintió una presencia detrás de él. Miró sobre su hombro, pero acabó girándose por completo al descubrir que no había nadie más que él en el pasillo.

Desde pequeño le había costado bastante trabajo adecuarse a los sitios nuevos. Le costaba dormir en una cama que no fuera la suya y a menudo solía sentirse un poco inquieto hasta que conseguía acostumbrarse. Era algo que todavía seguía pasándole aun siendo un adulto.

Suspiró, se frotó las manos y siguió caminando, pero entonces, volvió a sentir esa presencia. Esta vez, estaba acompañada del sonido de la madera crujiendo bajo los pies de quien fuera que estuviera detrás.

—¿Hay alguien ahí?

Preguntó. Se mantuvo en silencio esperando respuesta, pero nunca llegó.

Durante el resto de la mañana, Bastian se sintió inquieto. Tenía la sensación de que había alguien por ahí escondido, que lo estaban espiando.

Luego de conocer a los pacientes y tener la primera sesión con algunos de ellos, regresó a su habitación. Había un par de frazadas sobre la cama y una estufa a gas en la puerta de la habitación. Sobre ella, una caja de cerillos.

Bastian dejó las carpetas sobre el escritorio para encender la estufa. En ese momento, escuchó un quejido que parecía provenir del techo, luego varios sonidos más que fueron llegando después.

El subidón de adrenalina hizo que se le acelerara el corazón cuando aquel ruido comenzó a hacerse cada vez más potente. Era un estruendo que retumbaba por todo el techo de la habitación. Bastian se alarmó; estuvo a punto de salir corriendo hacia el pasillo cuando el teléfono que estaba colgado en la pared sonó a todo volúmen.

Resopló, se llevó la mano al pecho, luego atendió.

—Doctor, soy Edith. Están reparando la calefacción, había una fuga de gas en una de las tuberías y la están cambiando. No creo que esté listo para hoy, pero le dejé las mantas y la estufa en su cuarto.

Bastian tragó saliva. En ese instante sintió que le regresaba el alma al cuerpo.

—Sí, sí. Gracias, Edith. Es muy amable.

—Si necesita alguna otra cosa, tiene anotado en el teléfono los internos para comunicarse con los distintos sectores. Por lo general yo estoy en la recepción, así que avíseme si sucede algo.

—Se lo agradezco.

Cuando la mujer colgó, Bastian aprovechó para dejarse caer en la silla del escritorio.

Él era asustadizo, pero no creía en fantasmas ni en espíritus. Cada vez que le sucedía algo extraño buscaba cualquier justificación coherente para racionalizarlo. Detestaba echarle la culpa a los muertos cada vez que algo se rompía o se movía de su sitio. No le gustaba pensar que las personas que dejaban este mundo tenían que estar condenadas a vagar entre los vivos por el resto de la eternidad. Era un pensamiento bastante deprimente si se analizaba con detenimiento. Él prefería pensar que las personas simplemente morían sin más.

Una de sus abuelas, su favorita, murió cuando él tenía catorce años. Sus padres, en intento por consolarlo, solían decirle que ella siempre iba a estar junto a él para cuidarlo. Bastian recordaba muy bien lo que sintió la primera vez que sus padres le dijeron eso. Primero sintió un enorme desasosiego al imaginarse a su abuela siendo condenada a cuidarlo por el resto de su vida. Luego pasó al terror. ¿En qué mundo las personas consideran agradable que un muerto se quede junto a ti? Tuvo una conversación muy profunda con sus padres al respecto, y allí fue cuando decidió que la psicología era la profesión indicada para él.

Se acercó a la estufa para calentarse las manos, cuando escuchó que alguien golpeaba con suavidad la puerta.

—Adelante —dijo una vez, pero no se escuchó respuesta—. Adelante, está abierto—repitió, y en ese momento, volvió a escuchar los golpecitos—. Pase—dijo por último antes de acercarse para abrir la puerta, y cuando lo hizo, no había nadie del otro lado.

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