Capítulo 5: Verdades.

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Le fastidiaba no poder ver lo que una vez fue su hogar, pero al menos tenía la ayuda de Yrmax. Le mintió diciendo que sí pudo ver de pequeña, y con ello el príncipe le describió como mejor podía lo que era Melin.

Se encontraban en uno de los varios caminos que llevaban a Melin. Este camino era uno de los más rápidos para llegar al pueblo del sur este, el más cercano a la ciudad de las Sytokys, Synfón.

Eran rodeados por una gran explanada llena de hierba junto al viento que movía el cabello de Lizcia. La luna los acompañaba, por lo que era difícil describir porque enfocados en sobrevivir y evitar encontrarse con aberraciones.

—Gracias por su esfuerzo y siento ser un estorbo —pronunció Lizcia, avergonzada.

—¡No digas tonterías! No me molesta, aunque tengo curiosidad, y espero que no te moleste, pero ¿cómo perdiste la vista?

—No, no lo es —respondió, pensando su respuesta con rapidez—. Por desgracia fueron las aberraciones.

Yrmax soltó un largo suspiro.

—Lo lamento.

El príncipe siguió describiendo como mejor pudo su alrededor. Ese campo verdoso y fresco era acompañado por los árboles que daba hasta la entrada de la ciudad. Era de noche, pero aún se escuchaban algunas voces curiosas que oyeron la entrada del príncipe.

Lizcia tenía una buena percepción de su alrededor. Era como si tuviera un sentido que sustituía la vista y le ayudaba a percibir el aura de los demás según como se sintieran. Los pocos presentes, se sentían confusos y sorprendidos. La aparición del príncipe a estas horas no era normal, eso o por la presencia de Lizcia a su lado.

Siguieron avanzando poco a poco por las calles principales hasta llegar al castillo. Ahí Yrmax pidió a Lizcia que bajara del caballo ya que necesitaba guardarlo en el establo.

—Quédate aquí, no tardaré mucho —aseguró Yrmax.

Lizcia afirmó, y cuando dejó de escuchar al caballo, abrió sus ojos.

—¡Ala! ¡¿Eso es un castillo?!

Justo como dijo. La altura del castillo imponía junto los colores marrones que se iban desgastando, mostrando una oscuridad que solo Ànima veía, porque Lizcia lo percibía como lo más hermoso.

Las ventanas estaban hechas por cristaleras de distintos colores con las figuras. El detalle era claro en cada uno de ellos. Los colores violetas representaban las Sytokys. Los rojos para los Zuklmers. Los negros para los Mitirs. Los azules para los Vilonios. Y los blancos para los Maygards.

Muchísima decoración adornaba el castillo, canelillos, columnas de distintos tipos, fachadas y puertas; arcos conopiales y lobulados; contrafuertes y arbotantes... Tanto estaba viendo que le costaba asimilar cada elemento de no ser que Ànima explicaba que era.

Bajó su mirada. Se encontraban en un puente levadizo, por lo que a su alrededor había un pequeño río junto a las imponentes murallas y torres que protegían el castillo.

—Eres muy lista, Ànima. No sabía que así se llamaba cada cosa —susurró Lizcia, sorprendida.

—No me preguntes porqué lo sé, es conocimiento que tengo grabado en mi cabeza como si fuera algo super importante —admitió—. Por cierto, como el castillo tiene un río, es posible que también tenga un jardín por aquí. En general lo tiene todo. Es tanto el lujo que debemos ir con cuidado porque nos van a preguntar que nos ha pasado y si respondemos mal, tendremos un grave problema.

—¡Ya terminé!

Sin aviso alguno, Lizcia dejó de ver y poco a poco giró su cabeza en busca de la voz de Yrmax hasta que sintió un ligero toque en su hombro derecho.

—Estoy aquí, perdón por tardar —pronunció Yrmax con una risa ligera—. Venga, nos movemos, estamos en el puente y pronto lo moverán.

—¿A dónde me llevarás?

—A una nueva habitación —respondió mientras agarraba la mano de Lizcia—. Te cuidaré mientras hablo con mi padre sobre lo sucedido. Tú tranquila, todo irá bien.

Sus pasos resonaban por los pasillos. Lizcia agarraba la mano de Yrmax, apenada por no poder ver el interior de algo tan impresionante. Le pedía a Ànima que, con discreción, abriera los ojos para ver, pero siempre le negaban porque era arriesgado. Aparte que las lágrimas de sus ojos podían ser detectadas en cuanto el príncipe se girara.

Lizcia solo hinchó un poco sus mofletes, pero no dijo nada. Escuchó lo que Yrmax le describía. Apenas le ponía pasión porque veía ese lugar con una luz poco brillante.

—Luego te describiré todo bien, Lizcia. Lo siento.

Lizcia al menos se quedó con lo básico. El pasillo estaba decorado por una alfombra rojiza. Las paredes eran blancas, decoradas por diversos cuadros de reconocidos pintores. Había lámparas de araña en el techo que iluminaban el pasillo junto a varias puertas que daban a diversas salas y habitaciones.

Lizcia no pudo saber algunas de las palabras que le decía Yrmax. ¿Arañas? ¿Tenían arañas en el techo? ¿Por qué? Las dudas la inundaban mientras le seguía, aunque sus pasos frenaron de golpe cuando escuchó unos pasos más lentos que salían de una habitación.

—¿A dónde vas con tanta prisa con esa... niña? —preguntó una voz gruesa e imponente, una que hablaba con cierto desprecio, en especial hacia Lizcia.

—Es... Es una joven niña que la han abandonado y...

—Ajá, ¿y solo por eso debes de traerla al castillo? —interrumpió.

«¿Vamos a aguantar a otro idiota más?», se preguntó Ànima.

Tanto Ànima como Lizcia intuyeron que era el rey, pero había algo inusual, una presencia que la ponía muy tensa. Lizcia se dio cuenta de ello, pero no dijo nada ni contestó a las palabras de ese hombre, solo agachaba su cabeza en señal de arrepentimiento y vergüenza.

—Padre, solo estará un día, estaba abandonada ahí fuera y fue atacada por una aberración —contestó Yrmax.

—¿Y quién te dice que a lo mejor esa joven no tiene una aberración en su interior? —preguntó el rey.

—No, no lo tiene, sino no me habría avisado del peligro, me habría dejado morir.

El silencio en ese momento era afilado como un cuchillo de cocina. Lizcia no hacía ni un solo gesto, ni siquiera respiraba fuerte porque temía molestar. Se quedó ahí, sintiendo la mano de Yrmax quien apretaba su mano con delicadeza para que no se preocupara.

No lo veía, pero el rey la miraba con aires de superioridad. Cruzó sus brazos para luego soltar un largo suspiro, dando la espalda a ambos.

—No más de un día.

Y marchó, logrando que Yrmax mirara el techo y suspirara aliviado, agarrando con decisión la mano de Lizcia para salir a un ritmo ligero.

—Siento esta situación —se disculpó Yrmax con cordialidad—, de normal mi padre no era así, era más comprensivo, más amable.

—¿Pero...? —preguntó Lizcia con cierta curiosidad.

Yrmax se sorprendió y aminoró un poco sus pasos para mirarla.

—¿No lo sabes? —preguntó, recibiendo un silencio que demostraba esa duda—. Ehm... capaz no fueras muy consciente, pero digamos que las cosas han cambiado desde que murió mi madre.

Lizcia sentía la vergüenza por no saber algo tan importante como eso.

—Lo siento mucho...

—Está bien, pasó tiempo desde ese entonces —respondió con una sonrisa leve, una que Lizcia no vio, pero que intuyó por las palabras amables de Yrmax—. Vamos, estamos ya en tu habitación y tendrás una compañía agradable.

Cuando llegó a su habitación, pudo escuchar dos voces nuevas. Dos sirvientas de distinta edad —una más joven que la otra—, esperando al príncipe para recibir sus nuevas órdenes. Les impactó que tuvieran que cuidar a Lizcia, pero así lo hicieron mientras que Yrmax iba con su padre para evitar que su posible enfado.

Peinaban su cabello a la vez que medían su cuerpo con un pequeño metro. Lizcia no entendía nada y estaba cada vez más incómoda. Ya no solo eso, tendrían que lavarla, crearle un vestido mejor para ella... Todo para poder sentirse lo más cómoda posible, pero creaban el efecto contrario al estar acostumbrada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó una de las sirvientas.

—Me siento rara, no me acostumbra que me traten así. Lo siento —respondió Lizcia con timidez.

—Oh, lo siento. —Lizcia sintió como dejaban de tocar su cabello—. Ahora que lo pienso, no sabes nada de tu alrededor y debes estar muy perdida.

—Lo estoy —murmuró.

—¿Qué podemos hacer para que te sientas cómoda? —preguntó una de las sirvientas.

Lizcia de pronto escuchó unos susurros por parte de su compañera, como si le molestara su actitud.

—¿Podrías describirme la habitación? —pidió Lizcia.

La sirvienta, como mejor pudo, detalló la habitación. Tenía una cama para una sola persona con una mesa de noche en el lado derecho. Esta estaba cerca de la ventana, para que cuando se levantara, sintiera el calor de la mañana —algo que a Ànima no le gustó escuchar porque despreciaba la luz—. Enfrente de la cama, aparte de la alfombra redonda, había un armario grande donde guardaban ropa para algunas invitadas, en específico princesas.

—Ah, entiendo porque me miden —susurró Lizcia.

La habitación tenía un baño con lo necesario para cumplir las necesidades básicas de un mitir, de hecho, ahí es donde se ducharía cuando terminaran de medirla. La incomodidad la azotó y les pidió si podía hacerlo ella sola, pero se negaron al ser una orden del príncipe.

—Está bien. Gracias por explicarme —agradeció Lizcia—. ¿La puerta está detrás de mí?

—Sí —respondió una de las sirvientas. Estaba levantando su brazo—. Vale, Eila, tiene la misma medida que tú. Creo que tu ropa podrá servir.

—Ah, bueno, ¿no es posible crear una? Es que...

—No —respondió rápido y en un tono borde.

Eila suspiró con pena.

—No quiero molestar, pero, ¿puedo al menos saber cómo son vuestras caras? Y saber quiénes son. Me gusta conocer a las personas y hablar con ellas —pidió Lizcia con esa misma timidez.

Las palabras de Lizcia sorprendieron a ambas, pero al final aceptaron. La primera en acercarse fue la más joven. Lizcia levantó sus manos para empezar a tocar el rostro de la mujer con mucho cuidado.

Su cara era redonda, al menos es lo que parecía porque no sabía si tenía algún tipo de adorno en su cabeza. Decidió tocar su frente, arrugada y estrecha, le sorprendió bastante ya que la de Ienia era amplia. Tocó sus ojos, era una Mitir como ella, nada extraño. Siguió con la nariz, era redonda y fina, muy bien cuidada a diferencia de la frente. Continuó con la boca que era fina y pequeña. Era joven, pero por alguna razón tenía ciertas arrugas en su rostro.

—No parece que descanse mucho, eres joven, pero no por eso debes dormir mal —comentó Lizcia.

—Aprecio tus palabras, pero mi trabajo es exigente y no puedo dormir como me gustaría.

—Nos gustaría —remarcó su compañera.

—Mi nombre es Eila, un gusto conocerte, Lizcia. —Al presentarse, se levantó del suelo para dar paso a su compañera.

—Te prohíbo que toques mis ojos, ¿entendido? —preguntó algo gruñona.

—Indícame y no los tocaré —respondió Lizcia con una sonrisa dulce.

Empezó por el cuello. Era un poco grueso y largo. Luego sus mejillas, hinchadas y redondas, le hizo gracia tocarlas. Continuó con su boca, grande y dura, algo que le sorprendió porque parecía que en cualquier momento la iba a morder. Siguió con la nariz, pequeña y puntiaguda. Lizcia tocaba esto con cierta gracia, pero paró ante el suspiro pesado de la sirvienta.

—Frena, ahí están mis ojos. Sigue más arriba —indicó. Lizcia hizo caso, tocando su larga y amplia frente, mucho más que la de Ienia—. ¿Te divierte tocar mi frente?

—Es que es muy grande —respondió, boquiabierta.

—En fin, qué más da —expresó irritada. Se alejó para ponerse de pie—. Soy Lina, un gusto.

—Igualmente —respondió Lizcia con educación—. Ahora que sé quiénes son, pueden continuar, perdón por obstaculizar su trabajo.

—No es problema —contestó la dulce y amable voz de Eila.

—Lo que sea, no perdamos más tiempo —respondió la ruda y dura voz de Lina.

La lavaron, la peinaron, la vistieron con las ropas más adecuadas y cómodas. Todo para dejarla con una apariencia más agradable. Al terminar, Lizcia se quedó quieta en el sitio. Se sentía rara con la nueva ropa, tocaba la falda que le habían puesto sin saber bien qué decir.

De repente, escuchó como abrían la puerta.

—Me alegra ver que te han tratado con cuidado mientras yo no estaba —murmuró Yrmax con una risa leve—. Mi padre es consciente de la situación, pero me temo que no podrás quedarte aquí mucho tiempo, así que intentaré alguna forma de ayudarte.

—No quiero esa ayuda, estás actuando con demasiada amabilidad y no me parece justo —dijo Lizcia, apenada.

Yrmax sonrió con dulzura.

—Antes de hacer nada, quiero que me acompañes —respondió mientras se acercaba a ella—. Tenemos que hablar contigo sobre lo ocurrido, de paso te presentaré a un. —Pensó sus palabras por un segundo—. Querido, amigo.

No sentía que esas palabras fueran con mucho amor, pero Lizcia no se negó.

Los nervios iban invadiéndola mientras caminaban por los largos pasillos del castillo. Como la caminata sería larga, Yrmax decidió describirle todo como mejor podía.

—Lo siento si sueno ruda, su alteza, pero no es algo que me interese —admitió Lizcia.

—¿Y qué es lo que te interesa? —preguntó Yrmax con dulzura.

«Pregúntale sobre él», pidió Ànima.

«¿No le molestará?»

«Lo dudo, aparte, si le dices parte de tu historia, capaz comprenda tu pregunta».

—Creo que me hago una idea del qué te interesa —intervino Yrmax, callando los pensamientos de Lizcia—. Puedo decirte un poco sobre quien soy. Veo que no has podido saber mucho sobre tu alrededor al estar ciega y desconocer todo. Me imagino que por culpa de eso has perdido mucha capacidad de tu percepción.

Lizcia tragó saliva, notándose un sonrojo en sus mejillas.

—Yo... lo siento sí...

—Tranquila, no me molesta —respondió Yrmax con una ligera risa—. Veamos, entonces...

Yrmax era hijo del rey de los Mitirs, llamado Irne. Ambos vivían en el castillo junto a los caballeros, nobles y sirvientes leales que obedecían todas las órdenes que les mandaba el rey, y a veces el príncipe si sus opiniones no chocaban. Se encargaban de vigilar los pueblos, o más bien el príncipe porque el rey nunca hacía nada desde la muerte de su esposa.

—Cuando mi madre murió, las cosas cambiaron mucho. Capaz por ello notaste más los peligros en tu pueblo —comentó Yrmax, soltando un suspiro largo—. Mi padre lo mantenía todo en orden, pero desde ese día, cayó en una depresión que no quiere admitir.

—Agradezco tu sinceridad, pero ¿por qué me comentas esto? —preguntó Lizcia.

—Deseabas saber quién soy.

—Sí, bueno, yo... creí que mentiría.

—¿Yo? —preguntó Yrmax, escapándose una risa—. No soy mentiroso. Peco de fiel, inocente y verdadero, capaz por ello muchos intentaron traicionarme.

Lizcia no podía verle, pero su sonrisa era preocupante, más cuando empezó a toser. Su mano y parte de su muñeca se mancharon de sangre.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Lizcia.

Yrmax le sonrió, aunque sabía que no podía verle.

—Claro, no te preocupes —respondió Yrmax con calma y siguió explicando—: Como decía. Mi padre ha cambiado bastante, se ha rendido y goza de lo que tiene mientras ve cómo el mundo desaparece. Yo no acepto eso. Quiero seguir luchando hasta que me quede sin aire y buscar las formas de conseguir que mi hogar, Codece, siga en pie.

«Interesante y admirable cuanto menos, pero ¿cuánto podrá hacer si su padre le tiene limitado?», se preguntó Ànima.

Lizcia no pudo preguntarle porque al subir unas escaleras, llegaron a una habitación.

—No te preocupes si escuchas a alguien más —avisó Yrmax—. Es un buen amigo.

«Ya. Lo siento, querido príncipe, pero aquí es cuando desconfío. De igual forma, síguele el juego y si pasa algo, te protegeré», aseguró Ànima.

«D-De acuerdo», tartamudeó Lizcia.

Yrmax agarró con suavidad la mano de Lizcia, mirándola con amabilidad.

—Estaremos en una sala un poco oscura, espero que no te importe.

«Eso es perfecto», pensó Ànima a.

Dentro le mandaron a sentarse en una silla y con ello las explicaciones que a Lizcia le pusieron en tensión.

—A mi lado tengo a Eymar, el próximo líder y elegido de la raza de los Maygards.

Lizcia se sorprendió ante tal noticia, pero aún más al saber qué apariencia tenía.

Una máscara cubría su rostro, dejando dos agujeros libres por la zona de la barbilla, que era por donde respiraba. Su cabello era corto y oscuro.

Tenía cuatro brazos, dos en la zona del pecho y otros dos por encima, cerca de los hombros. Su vestimenta era única. Una chaqueta negra decorada con unos botones dorados que formaban el número ocho en este. Unos pantalones blancos y unas botas de montaña, útiles porque ellos eran nómadas.

—Su visita aquí ha sido para hablar sobre asuntos de mi reino, pero eso no te incumbe, por el momento —comentó Yrmax—. Ahora mismo queremos saber sobre qué te ha ocurrido y el ataque de la aberración.

Tocaba improvisar.

—Como sabes, fui abandonada por mis padres, mejor dicho, por mi madre, quién decidió dejarme a mi suerte —explicó Lizcia—. Al ser una ciega, habrá pensado que soy una inútil y me dejó allí.

—Justo cerca de la montaña de Mitirga, qué cruel —habló una nueva voz. Seria y grave. Era Eymar—. ¿Qué edad tienes?

—Diecisiete, señor.

—¿A los diecisiete años la abandonó? Que tarde, podría haberlo hecho antes —comentó Eymar.

Lizcia sentía que la miraban con desconfianza.

—Eso es porque mi padre no quería abandonarme cuando estaban juntos, pero cuando fue condenado, tuvo que dejarnos a mi madre y a mí. Tras eso empezaron los malos tratos y luego el abandono —explicó Lizcia con pena.

—Entiendo —murmuró Eymar. Dejó de sentirse vigilada, pero aun así la presión seguía—. Como no puedes ver, me imagino que caminaste perdida en la montaña, ¿sabes que fuiste atacada por una aberración?

—S-Sí...

—¿Cómo supiste detectarla? —preguntó Eymar.

—Por mi oído, señor. Es uno de los sentidos más desarrollados que tengo.

—Te lo dije, Eymar —susurró Yrmax mientras se cruzaba de brazos.

—Sí, cierto es que los ciegos se les desarrolla más los demás sentidos, en especial el oído —comentó Eymar, cruzando los dos brazos que tenía por la zona de su pecho—, pero me parece un hecho fascinante de que pueda escuchar a una aberración. Sabe bien que son muy difíciles de detectar, son discretas, silenciosas.

—Capaz ella puede...

—Yrmax —interrumpió Eymar, notándose la dureza en sus palabras—. Empecemos con el hecho de que las aberraciones son seres inusuales que no se conoce bien su origen. Se teoriza que vienen del espacio, de mucho más allá del cielo. Su forma es irregular, ya las has visto, tienen un cuerpo como pueden ser esféricas y oscuras, sin nada que les identifique más que sus ojos blancos y sus colmillos.

—Eso y que tienen ataques que se relacionan con la oscuridad, aunque algunos pueden ser especiales —recordó Yrmax, angustiado.

—Exacto. —Tras eso, Eymar miró con detenimiento a Lizcia—. Se dice también que pueden entrar en el cuerpo de alguien, darle poderes como si ese ser pudiera tener una fusión, ser uno más dentro del cuerpo de cualquiera, sea Mitir, Vilonio, Zuklmer...

Lizcia tragó saliva, controlando sus nervios.

—Muchos no son conscientes de que tienen una aberración en su interior y, aparte de eso, algunos de mis compañeros han escuchado un rumor preocupante. Una joven niña tiene una aberración en su interior. ¿No le parece demasiada coincidencia?

Ànima contenía su frustración como mejor podía.

—Eymar, si tuviera una aberración no la habría delatado a la otra.

—Hay algo llamado instinto de supervivencia y algo me dice que las aberraciones lo tienen de sobra. Aparte, es posible que Lizcia no sea consciente, más si es ciega —explicó Eymar para luego mirar a Lizcia con calma—. Joven Mitir, ¿sabes que está en tu interior? —Lizcia sentía que, si se movía o decía una palabra incorrecta, podría morir—. No nos gusta que nos mientan. He encontrado información sobre ti. Tu madre es una mujer muy escandalosa y mi raza tiene poderes que detectan, más o menos, la verdad y la mentira. En todo momento he detectado medias verdades, ¿qué quieres? O, mejor dicho, ¿qué nos oculta esa aberración?

«No soy una maldita aberración, ¿es que no saben detectarlo? —pensó Ànima, frustrada—. Lizcia, intenta hacer tiempo. Creo que puedo hacer algo».

—Quiero ser libre, quiero sentirme feliz —dijo Lizcia con sinceridad. Si ese ser sabía cuándo decía verdad o no, le diría toda a su cara—. Mi padre nos abandonó cuando yo estaba viviendo en Melin, pero por culpa de sus crímenes tuvimos que vivir mi madre y yo en el pueblo de Miei. No fue una misión fácil y mi madre me ponía cada vez más obstáculos para poder sentirme bien. Me recordaba cada día qué era una inútil ciega. Me maltrataba y quería matarme.

—Veo que vas con la verdad, por el momento —comentó Eymar con cierta sorpresa—. Me imagino que quería matarte porque tienes una aberración en tu cuerpo, ¿verdad?

Hubo un silencio incómodo, uno que a Eymar le hizo sentir una tensión grande en sus hombros mientras que Yrmax daba pequeños pasos hacia atrás, preparándose para cualquier ataque. Lizcia, angustiada, solo pudo oír unas pocas palabras de Ànima:

«Se acabó, ahora van a ver si soy una maldita aberración».

Lizcia abrió poco a poco sus ojos, mostrando cómo caían lágrimas negras, las cuales asustó a los presentes. Eymar mostró su báculo de colores azules, listo para cualquier batalla.

—¿Esto puede hacerlo una aberración? —preguntó Ànima.

Sería entonces cuando la poca luz que había en la sala empezó a parpadear. Atentos a todo, observaron con atención como detrás de Lizcia una sombra iba tomando tamaño y forma. Cuando esta tomó la altura acorde, la luz desapareció de golpe, asustando a Yrmax y que Eymar reaccionara iluminando su báculo para poder verla.

—Dime... —pronunció Ànima, temblando sin parar, aunque eso duró poco ante la oscuridad que la rodeaba—. ¿Soy una?

Ambos se quedaron impactados ante tal escena. Una mujer alta de ojos oscuros los cuales siempre derramaban esa oscuridad como si fueran lágrimas. Un cabello sedoso y grisáceo que llegaba hasta sus hombros. Tenía vestimenta, algo que les hizo abrir sus bocas en asombro al ver que ella no tenía ni una similitud con una aberración.

Ànima respiraba con lentitud y cansancio, mirándose por un momento. Poseía esa vestimenta que tanto extrañaba. Un vestido de diversos tonos grises junto a unas botas con tacón de color negro. Sonrió con delicadeza al saber que había recuperado su cuerpo, pero se sentía muy mal porque había forzado la energía de Lizcia. Por eso estaba inconsciente en el suelo.

Se acercó con cuidado, agarrándola con delicadeza para ver que aún seguía respirando. Suspiró aliviada, mirando hacia esos dos hombres quienes intentaban procesar lo ocurrido. Yrmax tenía pequeñas lágrimas mientras que Eymar seguía apuntándola.

—¡¿Quién eres?! —gritó Eymar.

—Soy Ànima. —Se levantó del suelo una vez que revisó el estado de Lizcia—. Soy la diosa de la oscuridad, una diosa que al parecer no recuerda nada de quien es.

—¿Ànima? ¿Diosa? Ese nombre nunca ha existido, no que se sepa. Decir que eres una diosa con esa poca energía que siento es mentir con total descaro —contestó Yrmax como mejor pudo.

—No soy una mentirosa, aunque apenas me conozcáis, no puedo mentir si no recuerdo nada.

—¿No conoces nada sobre tus raíces? —preguntó Eymar, manteniendo esa posición defensiva.

—Aparecí encerrada en una estatua sin recuerdo alguno con mis poderes debilitados, solo se mi nombre y mi título, nada más —aseguró Ànima, logrando ver el asombro en Yrmax—. Entiendo vuestra desconfianza, entiendo vuestro temor por las aberraciones, pero no me comparéis de esa forma.

—C-Creíamos que tenía una aberración en su cuerpo, es algo que cualquiera pensaría, nadie creería que esa ciega tiene de su lado a una d-diosa o una elegida... —respondió Yrmax con el temor encima, mirando a Ànima con respeto—... Saber esto cambia mucho las cosas, podrías incluso a-ayudarnos.

—¿¡Estás loco?! —preguntó Eymar.

—¡Es alguien importante, como una elegida! Ha venido aquí y está junto a ella, una Mitir, es posible que, si la ayudamos, nos devuelva el favor —respondió Yrmax.

Ànima arqueó la ceja, viendo la desesperación de ese príncipe. No ocultaba sus pequeñas lágrimas. Respiró con paciencia, relajando un poco su cuerpo para hablar:

—No te equivocas, yo estoy ayudándola porque me ayuda a mí. Una misión complicada para Lizcia, pero que aceptó.

—Me imagino que tendrá que ver con tus recuerdos, ¿no es así? —preguntó Eymar.

—Así es, es un trato que sea justo después de todo, si me ayudan, yo también lo haré a cambio con todo lo que pueda y más, pero tened en cuenta que soy la diosa de la oscuridad, este elemento me da más poder, al contrario que la luz que solo me debilita.

Tras eso, miró con desprecio aquel báculo que emitía luz.

—No voy a disminuir la luz si es lo que deseas. La oscuridad te da fuerza —murmuró Eymar.

«No me haces las cosas fáciles, pero igual entiendo tu desconfianza», pensó Ànima.

—Por ello pudiste aparecer aquí —supuso Yrmax. Miró a Lizcia, dormida en el suelo con un rostro cansado—. Bien, "diosa de la oscuridad". Quiero hablar contigo en unas condiciones óptimas, ya no tengo desconfianza, ahora quiero conocer y ayudar con todo lo que pueda.

—Yrmax —llamó Eymar con cuidado.

—A cambio, quiero tu ayuda para algo que nos preocupa a todos, las aberraciones que pronto aparecerán.

—¡Yrmax! —gritó Eymar, irritado.

—¿Aceptas el trato? Sé que no es muy elaborado, pero créeme que tendrás toda la información que necesites, incluso aquella que te haga recordar quién eres.

—¡No hagas planes así de improvisados, Yrmax!

Ànima no era para nada tonta. Yrmax estaba desesperado por la supervivencia de su planeta e iba a hacer cualquier cosa para salvarlos. Por otro lado, Eymar parecía ser el más prudente, intentando razonar con el príncipe.

—Antes de aceptar nada, creo que es mejor hablar las cosas en un lugar ideal, ¿no creen? —preguntó Ànima. Eymar la miró atónito—. Mi amiga perdió la consciencia y quiero que también esté presente, porque puede tolerar mi energía en su cuerpo. Quiero que ella me ayude, escuche todo y entre las dos decidiremos qué hacer, ¿os parece?

Yrmax y Eymar se miraron durante unos segundos y al final ambos aceptaron. Con la ayuda de Eymar, se llevaron a Lizcia a un lugar donde pudiera descansar mejor, no sin que antes Ànima entrara a su cuerpo.

«Supongo que esta es la mejor opción —pensó Ànima—. Ahora tú descansa, Lizcia. Hay mucho sobre qué hablar».

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