Capítulo 04

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Lisa cayó al suelo antes de correr a través de los oscuros callejones, sintiendo a su omega revolverse en señal de desespero. La ignoró por completo, sin dejar de adentrarse por el complicado camino lleno de curvas y tierra, pero que conocía como si fuera la palma de su mano.

Sabía a donde ir, y llegó a las afueras de la Subterránea pronto, metiéndose en lo profundo de un escondite entre los cientos de rocas existentes. Era un pequeño paso angosto y bajo, al que sólo se podía acceder entrando arrodillado y siendo delgado. La mayoría de alfas no podrían acceder fácilmente a ese lugar.

Gateó y gateó hasta que entró a un lugar más abierto, buscando a oscuras la lámpara que tenía en ese desolado sitio. Era su pequeño escondite, al que huía cuando necesitaba estar a oscuras para poder derrumbarse sin que nadie le observara. Una vez encendió la lámpara (le faltaba aceite, la próxima vez debería llevar), miró a su alrededor: las dos mantas que usaba para dormir, la vieja y desplumada almohada, el pequeño hilo de agua que caía por entremedio de las rocas, y el arma. El arma que conservaba hacía más de tres años y el último regalo de Rosé para ella.

Se dejó caer sobre las mantas y fue cuando sintió su entrada: húmeda, empapada en lubricante, ansiando algo allí.

Frunció el ceño con furia mal contenida, comenzando a desabrochar el corsé de su cintura. Pronto, siguió con la camisa, las botas, la falda y los pantalones, echándolo a un lado, y ahora el lubricante parecía correr por sus muslos.

No lo pensó demasiado, sólo sabía que necesitaba satisfacerse de alguna forma, así como ocurría en sus celos. Sin embargo, ahora existía una alarma implícita en su cabeza: en sus celos, siempre recordaba esos añejos años de falsa felicidad con Rosé, la forma en la que la alfa le trató, con tanto cariño y amor, a pesar de todo. Ahora ni siquiera estaba en celo, sin embargo, su omega reaccionó por algún motivo al aroma de Jennie, y la idea le causaba un absoluto rechazo.

Era Jennie, una alfa cruel, déspota y abusadora. Era una hija de esa nación que despreciaba. Era todo lo que ella rechazaba de una alfa. Y, aun así, su cuerpo estaba emitiendo feromonas y lubricando por ella.

Gruñó con disgusto, pero de todas formas, deslizó dos dedos por su coño antes de meterlos. A pesar de sentir un poco de alivio, también la vergüenza empeoró, pues estaba demasiado húmeda y necesitada por Jennie. Eso no le podía estar pasando, no a ella. No con Jennie.

Trató de bajar el calor recordando todos esos violentos encuentros que tenían, la forma en la que Jennie siempre trataba de someterla, aunque ahora, su mente sólo retrocedió a unos minutos atrás.

Quiero follarte, marcarte como mía. Morder cada centímetro de tu cuerpo.

Recordar esas palabras, los ojos lujuriosos y lascivos de la alfa en ella, cómo se puso dura en menos de un minuto, hizo que sólo acelerara el ritmo de los dedos en su interior. Emitió un par de gemidos temblorosos, rememorando el fuerte aroma alfa, los gruñidos de Jennie, la mirada llena de deseo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la saliva se acumuló en su boca, tan húmeda, tan desesperada por alcanzar el éxtasis.

El orgasmo estalló de forma repentina y violenta, su cuerpo temblando un par de veces en lo que se liberaba. Emitió un gemido sonoro mientras los dedos, aun en ella, extendían el orgasmo por unos agónicos segundos más. Incluso, por un instante, en la bruma de esa nube de placer, pudo imaginar lo bueno que hubiera sido ser follada por la polla de la alfa, haberla montado, tomarla con su boca...

Cuando recobró la cordura, quiso abofetearse por aquellos estúpidos pensamientos. Jamás. Jamás.

¡Sentí tus feromonas, Lalisa! ¡Tú también me deseas!

No. Jamás permitiría que Jennie le hiciera eso.

Pegó un grito más de rabia, quitando los dedos de su interior con violencia. Ignoró el dolor, sólo jadeando por la ira, y se arrastró hacia el pequeño hilo de agua que caía por entre las rocas para limpiarse.

Mientras eso ocurría, en ese abandonado edificio que Lisa dejó atrás, Jennie soltó un gruñido. Su erección seguía presente, aunque ya no tan grande como estuvo cuando la omega se frotó contra ella. Maldita fuera, las feromonas que emitió...

A Jennie no la engañaba: eran feromonas de celo, de atracción, sin embargo, no resultaban tan empalagosas como las que ella conocía. Las hormonas que les inyectaban a los omegas les hacía soltar constantemente feromonas sexuales, ya que era lo que se necesitaba de ellos, que estuvieran siempre disponibles para ser usados. A Jennie no le agradaba, personalmente, ese tipo de aromas pues se sentían artificiales. Por eso mismo, la primera vez que olisqueó el aroma de Lisa, decidió que esa omega era suya.

Dejó salir un nuevo gruñido, palpando el cuchillo metido en su bota izquierda, y empujándolo un poco hacia fuera, lo suficiente para lograr agarrarlo desde el mango. Una vez se puso en ello, bastaron sólo un par de minutos para que las cuerdas cayeran al suelo, y movió sus muñecas antes de caminar hacia la ventana.

Estaban en un segundo piso, pero por el exterior de la ventana había otro techo, de una casa pequeña. De seguro Lisa y sus compañeras salieron por allí, deslizándose por las latas oxidadas, y cayeron hacia el callejón oscuro que estaba a un lado.

Sus sentidos se agudizaron y se giró de forma veloz al escuchar a alguien subiendo los escalones. Lisa le había quitado el arma, pero todavía contaba con el cuchillo y...

Bufó al ver llegar a Soojin, que iba cargando su arma.

―¿Jennie? ―preguntó la alfa, entrando.

―Ven aquí ―le ordenó, agradeciendo a cualquier Dios existente haberse soltado de las cuerdas. Habría sido demasiado humillante que su segunda al mando la hubiera encontrado atada―, Lalisa escapó, me tendió una emboscada.

―¿O la dejó escapar, General? ―respondió Soojin, con una sonrisita de diversión.

―Controla tu lengua ―bufó Kim, y Soojin enarcó una ceja con sorpresa. Esperaba que la alfa estuviera molesta, pero no parecía tan afectada por el escape de Lisa―. Traza esta nueva ruta en el mapa de la Subterránea. Además ―se giró y salió de la habitación, sabiendo que Soojin le iba siguiendo―, quiero que aumentes los impuestos de aquí.

Soojin asintió con la cabeza, haciendo un mohín de desprecio cuando salieron del exterior y vio toda la suciedad que rodeaba esa ciudad. Detestaba ir a la Subterránea, era un lugar tan repulsivo y ordinario, sin compararse al exterior. No podía entender como la gente de ese lugar podía vivir entre tanta inmundicia.

―¿A cuánto aumentarlos? ―preguntó Soojin, alcanzándola.

―El doble ―Jennie miró hacia arriba, a las oscuras rocas―. Lalisa se comporta como si tuviera una oportunidad contra mí. Le demostraré lo que obtiene cuando me provoca. Veamos cuantas ganas les quedan a las personas de aquí para proteger a esa omega ―una pequeña pausa―. Haz que todos sepan que el impuesto es por culpa de Lalisa.

―Como usted ordene, General ―asintió Soojin.

―Vamos de regreso, ya no soporto este lugar horrible.

No tardaron en llegar hacia el resto de los soldados, que seguían sacando a la gente de sus hogares y les gritaban para que revelaran alguna información de los rebeldes. Omegas viejos y viejas, alfas defectuosos, y pocos niños y niñas, gritaban de terror ante la situación que estaban viviendo.

Jennie les gritó para que dejaran lo que estuvieran haciendo, indicando que era momento de marcharse. Ahora necesitaba un instante de paz para poder relajarse y quitarse todo ese estrés que cargaba encima, porque si no, iba a enloquecer.

Si bien hoy no estuvo más cerca de haber atrapado a Lisa, obtuvo un avance importante que se sentía como un premio para la alfa. La omega no era tan indiferente a ella como lo quería aparentar, y la sola idea de lo que significaba era suficiente para hacerla reír.

Por eso mismo, cuando salieron de ese horrible y apestoso lugar, lo primero que hizo Jennie fue despedir a todo el mundo y dirigirse a su hogar. Jennie vivía en un lujoso departamento que perteneció a su padre y le fue heredado luego de fallecer. Ocupaba todo el segundo piso, con cuatro habitaciones y dos baños, además de la sala de estar, el comedor y la cocina. Poseía dos balcones, uno en la sala de estar y otra en el cuarto principal, donde dormía Jennie.

Jennie recordaba muy poco de su infancia. Su padre también fue un importante soldado dentro del Ejército, mientras que su madre, un omega de voz suave y actitud complaciente, se dedicó sin problema alguno a las tareas del hogar. En esa época, la inyección de Jechul no estaba tan desarrollada como en la actualidad, y Jennie escuchaba de que algunos omegas sufrían de efectos secundarios. Su madre desarrolló cáncer y murió cuando Jennie tenía trece. Según lo poco que podía memorizar, lloró el día que fue el entierro.

Estaba segura de que a Lisa le gustaría ese departamento una vez volviera al camino correcto. Tendría mucho trabajo que hacer, Jennie debía solicitar que un omega de limpieza fuera cuatro veces a la semana para limpiar todo el lugar. Además, era ideal para tener muchos hijos, por lo menos tres. Jennie se aseguraría de que Lisa pariera como mínimo a tres cachorros, que pudiera quedarse con tres alfas para criar. Los niños omegas no se quedaban con sus familias, apenas dejaban de mamar a los dos años, eran enviados a la Clínica para comenzar con su preparación. Ella sabía que la separación entre una omega madre y su hijo era lo más difícil para ellos, recordaba que tuvo una hermana que fue omega y su mamá lloró cuando fueron a buscarla. Así que para evitarle ese dolor a Lisa, se aseguraría de que se quedara con tres niños alfas.

Se echó en la cama, suspirando, y recordó lo ocurrido horas atrás. Lisa tocándola, frotándose contra ella, y liberando feromonas. Casi sin pensarlo, su mano desabrochó el pantalón y se metió por debajo de la ropa interior. El sólo recuerdo del aroma de la omega era suficiente para ponerla dura otra vez, y dejó su imaginación volar.

Lisa lamiendo sus labios y subiéndose sobre ella, con las piernas abiertas y el lubricante chorreando por sus muslos. A veces, con el movimiento del viento, los hermosos vestidos de la chica solían levantarse, y podía ver esas tonificadas y apretadas piernas. Lisa era una omega hermosa, y sabía también por toda la información que poseía, que fue la primera de la promoción que salió de la Clínica, cinco años atrás.

Jennie conocía todo de Lisa, pues se estudió sus fichas de información mil veces: su año de nacimiento, sus calificaciones, el olor que poseía, su altura, su peso, su color favorito, su comida favorita, sus semanas de celo, quién fue su primer alfa asignada, el porcentaje de fertilidad que tenía...

Su mano se cerró en torno a su polla, imaginándose a Lisa montándola mientras gemía su nombre, de manera tan escandalosa y necesitada, suplicando para que anudara en ella. Jennie se moría por tenerla de esa forma, abierta y libre para ella, dispuesta a recibirla como fuera. No sabía que necesitaba a una omega hasta que la conoció, y quería pronto tenerla bajo su dominio.

No le importaba que Lisa hubiera tenido otra alfa antes, que no fuera virgen (como si en la Clínica no los usaran, por favor), porque cuando la vio por primera vez, supo que esa omega le pertenecía. Ya fuera el destino o cualquier otra cosa, Lisa era suya, de nadie más.

Soltó un gemido cuando se corrió en su mano, gruñendo al imaginar como Lisa lloriquearía cuando anudara en ella, llenándola con su semen. Al fin y al cabo, los omegas eran eso, contenedores de esperma, y así se lo enseñaban a todo el mundo.

Tarde o temprano, Lisa caería. Y Jennie estaría allí para atraparla.

La mayoría del tiempo, la mente de Shuhua estaba en blanco.

Cuando era más pequeña, en las clases que tuvo, su mente era un hervidero de ideas y preguntas, pero aprendió con rapidez a callarlas. Las primeras veces no lo hacía, y las palizas que recibía le dejaban adolorida por mucho tiempo.

Debía callar su mente en ese momento. Pero no podía. La última vez que recibió la inyección de Jechul fue cinco días atrás, y la dosis en su sangre ya era menos, casi diluida por completo. Una parte suya presionaba para decirle a Alfa que le diera una nueva inyección, pero otra parte, esa que no podía controlar, enloquecía al sentir el pequeño atisbo de libertad.

Encendió la televisión, como si de esa forma pudiera generar suficiente ruido en la vacía y enorme casa. Alfa decía que debía estar siempre limpia, libre de polvo, y Shuhua se esmeraba en tenerla feliz, complacida y contenta. Shuhua no quería volver a la Clínica, ni tampoco convertirse en una omega de diversión. Mucho menos en una omega de cría. El sólo pensamiento le ponía de los nervios.

Por ahora, Alfa se mostraba satisfecha con ella. Shuhua no fue la mejor de su generación, pero si fue la tercera, y eso era suficiente. Sabía leer, escribir, sumar y restar. Se sabía las Sagradas Escrituras y el Manual FOS (el Manual Omega: Fidelidad, Obediencia y Sumisión) al derecho y al revés. No era muy buena en idiomas, pero hacía su mayor esfuerzo en el resto de las cosas. Lubricaba sin necesidad de que le dieran órdenes. Podía cocer, tejer y cocinar sin problema alguno. Se veía preciosa en esos bonitos vestidos que Alfa le regaló al día siguiente que llegó a casa.

Era una buena omega. Una omega no desechable, capaz de darle hijos a Alfa. Se moría por darle un cachorro, un niño que fuera alfa.

Como si la hubiera convocado, la puerta del departamento se abrió y Shuhua saltó de su lugar, sonriendo con encanto, lista para recibir an Alfa. La sonrisa siempre era importante, incluso si le daban un golpe. La sonrisa representaba felicidad, y ella debía estar feliz por la posición que logró tener.

―Bienvenida, Alfa ―saludó, yendo a recibir el abrigo y la maleta―, espero que hayas tenido un buen día.

―Soojin ―corrigió, haciendo un mohín ante el título―, ese es mi nombre. No me gustan tanto los títulos, Shuhua.

―Soojin ―repitió la omega, tranquila y calmada―. Está bien, lo tengo. La cena está lista, ¿quieres comer enseguida?

―Sí, vengo con demasiada hambre ―suspiró Soojin, yendo a lavarse las manos.

Shuhua colgó el abrigo y fue a dejar el maletín en la habitación que ambas compartían. Pronto, volvió a la cocina y sirvió la comida, mientras Soojin le esperaba ya sentada a la mesa. Preparó un delicioso japchae, pues sabía que era una de las comidas favoritas de Alfa.

Antes de llegar allí, le entregaron una ficha con todos los datos de quien sería su futura pareja, si es que todo salía bien: Seo Soojin, de treinta años, Teniente y mano derecha de la Capitana Jennie Kim, un puesto de gran honor. Cumplía años el 9 de marzo, medía 1.64 metros y pesaba 45 kilos. Tenía una hermana menor. Salían sus pasatiempos favoritos, los platos de comida que más le gustaban y lo que esperaba de un omega. Shuhua se aprendió todo eso de memoria para no cometer ningún error.

―¿Cómo te fue en el trabajo, Al... Soojin? ―se corrigió con rapidez, pues no quería enfadarla.

―Pésimo ―se quejó, y la omega permaneció en silencio, dispuesta a escucharla―. Hoy fuimos a la Subterránea, ¿puedes creerlo? ¿Alguna vez has ido allí?

Se estremeció. La Subterránea era la pesadilla de todos los omegas, peor que ser omega de diversión o de cría. Allí iban los desechados, los defectuosos, los inservibles.

―No ―admitió, con la voz como un hilo―, es decir, nos han hablado de ella y mostrado vídeos en la Clínica, pero...

―Mejor que no hayas ido ―le interrumpió Soojin, y Shuhua calló―, es un lugar asqueroso. Está lleno de polvo, suciedad y huele a mierda. No es un lugar para una omega tan bonita como tú.

Sonrió ante el halago, con sus mejillas ruborizándose por lo bien que se sintió. Soojin no era una mala Alfa, era amable la mayoría del tiempo. La primera vez que follaron, incluso anudó dos veces en ella. Shuhua esperaba que esa noche volvieran a repetirlo, mientras antes quedara preñada, mejor para ella.

―Tú también eres muy guapa, Soojin ―le dijo, tímida y dulce―, eres la alfa más guapa de todas.

―¿Es así? ―reflexionó Soojin, sin dejar de comer―. Pronto será tu celo, ¿cuánto dura?

El fin de semana debería iniciar. Shuhua estaba muy ávida para que ocurriera. Si todo salía bien, Soojin podría marcarla ese día y su alianza se afianzaría. Si quedaba preñada pronto, entonces se daría paso al matrimonio.

―Tres días ―respondió, orgullosa.

―Bien, bien ―Soojin se veía muy satisfecha con su respuesta―. Te tengo buenas noticias, Shuhua ―la nombrada le miró, esperando que siguiera hablando―. ¿Sabes qué alfa se casará con mi hermana menor?

―¿Tu hermana menor es omega? ―preguntó, sin poder evitarlo.

Sin la inyección, su mente era más bulliciosa, tan desordenada y viva. Madame Kang decía que ese era su único defecto, que, con esa mente, no podía controlar bien lo que hablaba.

Sus nervios aumentaron al notar el ceño fruncido de Soojin. Esa no era la respuesta que esperaba.

―Lo siento ―se apresuró en decir, sonriendo con educación―, ¿con quién se va a casar, Soojin?

Soojin dejó pasar por alto su desliz. La omega suspiró por el alivio.

―El príncipe Kim Seonghwa ―respondió, y Shuhua abrió la boca por la sorpresa―. No te lo esperabas, ¿eh? ¿Y sabes que es lo mejor de eso, Shuhua?

La omega no lo sabía. A veces se sentía muy tonta, porque se perdía en las conversaciones. La inyección provocaba que los omegas perdieran no sólo su capacidad de rebeldía y discusión, sino también de tener conversaciones profundas, en donde pudieran pensar. En la Clínica les decían que mientras más tontos fueran, mejor para ellos.

Soojin bufó al ver su expresión en blanco.

―Que, si mi hermana deja satisfecho al príncipe, yo pasaré a formar parte de la familia real.

―¡Eso es genial, Alfa! ―exclamó Shuhua.

―Y muy beneficioso para ti ―añadió Soojin, limpiando su boca con la servilleta―. Podrías convertirte en una omega de elite.

Ser omega de elite era el máximo puesto al que podían aspirar los omegas, y que casi nadie lograba. Los omegas de elite eran parte de la familia real o esposas y esposos de los lores, quienes administraban los señoríos del reino. Casi no se podía acceder a esa posición pues estaba reservada a los omegas hijos de la aristocracia, que como Soyeon, iban a colegios privados. A ellos no les inyectaban Jechul y poseían más privilegios que el resto de los omegas.

―¿De verdad, Soojin? ―dijo, conmovida y emocionada.

―Claro, pero todo depende de ti ―se puso de pie y le agarró la barbilla, levantándole el rostro―. Veamos si de aquí a fin de año quedas preñada.

―Te daré los cachorros que quieras ―le aseguró Shuhua.

La alfa sonrió, satisfecha con sus palabras.

―Te daré un pequeño incentivo ―le dijo, sin soltarla―. ¿Qué te parece si muevo mis contactos para hacerte parte de la boda del príncipe y mi hermana? Podría hacer que seas la chica de las flores.

La sola idea fue de máxima felicidad para Shuhua, pues convertirse en omega de elite impediría ser mandada a la Subterránea cuando envejeciera. Los omegas de elite contaban con ese beneficio reservado sólo para ellos. Podría tener una vida tranquila, feliz y limpia de todo pecado.

―¡Me encantaría, Soojin! ―le dijo, recibiendo un beso en su boca de forma superficial―. Eres increíble, te adoro, Alfa.

Shuhua la amaba, porque era su Alfa. Era ese su lugar en el orden de Inopia, el lugar que le correspondía.

―Qué tierna eres ―Soojin se enderezó y comenzó a desabrocharse los pantalones―. ¿Qué tal si como agradecimiento por esto te comes mi polla, pequeña puta ansiosa? ―agregó, deslizando su mano por los cabellos de la omega.

A Shuhua no le importó el insulto. Ella sería la puta de su Alfa, y más, si le garantizaba la mejor vida posible.

Bendito fuera el día en que le asignaron a Soojin como su pareja.

Lisa soñó con la Clínica.

Con el pasar de los años, sus recuerdos en ella se volvían más difuminados y borrosos. Tal vez se debía a la cantidad de droga que recibió en ese lugar, sin embargo, durante los sueños, era donde podía verlo con más claridad.

La Clínica era un lugar pulcro, blanco, limpio y sin ninguna mancha. En ella, los omegas de dos años en adelante eran entrenados, hasta los dieciséis, para convertirse en los omegas más perfectos que la sociedad pudiera poseer. Eran despojados de todo: identidad, inteligencia, pensamiento y rebeldía, convertidos sólo en cáscaras vacías que debían satisfacer a sus alfas en todo sentido.

Era inhumano. Era la expresión más cruel que Inopia poseía.

Y la sociedad lo aceptaba, pues ponía en la cúspide al Alfa y en el suelo al Omega.

La Clínica era un edificio enorme, que se encontraba en un amplio campo, alejado de toda ciudad. Poseían múltiples pabellones que los omegas nunca llegaban a conocer por completo, cada uno etiquetado desde la A a la O. Cuando Lisa entró, ella era del pabellón M y fue criada allí los casi quince años que pasó en ese lugar, sin salir a ningún otro.

A veces, oían rumores de omegas que intentaban escapar, pero nunca llegaban demasiado lejos. O se perdían entre todos los edificios de la Clínica, o si lograban salir, los capturaban enseguida. Cuando los atrapaban les encerraban un mes en el pabellón X y la puntuación que poseían bajaba a la mitad, condenándolos a recibir el peor lugar una vez se graduaran.

Por lo normal, cada generación poseía cerca de setenta y cinco a cien omegas. Desde los seis años, y desde los siguientes diez, iban a recibir puntuaciones según se desempeñaran en su entrenamiento. Diez era la calificación máxima en cada tarea: cocinar, barrer, quitar el polvo, sumar, restar, leer, escribir, nivel de obediencia, nivel de rapidez para seguir las órdenes, limpiar los platos, timbre de voz, belleza...

Las calificaciones se sumaban durante una década y, al llegar la graduación, los omegas eran destinados a lugares según la puntuación total que poseían. Existían siete niveles: los omegas mejor calificados serían llevados a matrimonio con alfas de categoría A (militares, políticos, latifundistas, científicos). Los siguientes, contraerían matrimonios con alfas de categoría B (profesores, gerentes, abogados, médicos). Los de tercer nivel se entregarían a alfas de categoría C (empleados de empresas, secretariado, enfermeros). Los cuartos se casarían con los alfas de categoría D (trabajadores de construcción, artesanos, obreros). Desde el nivel cinco hacia abajo quedaban fuera de la estructura social y destinados a lo más duro; el quinto nivel era para omegas de limpieza, cuya labor sería dedicarse al aseo de edificios estatales, mantener las ciudades limpias y los lugares que les fueran asignados. Los siguientes, el nivel seis, eran destinados a ser omegas de diversión, es decir, ir a prostíbulos y burdeles. Y, finalmente, el último nivel era para omegas de cría, llevados a granjas para parir hasta quedar inútiles y ser enviados a la Subterránea.

Lisa se esforzó y luchó para impedir el trágico destino en el que podía acabar. Fue la primera de su generación, la omega perfecta: delgada, sonriente, fértil y obediente.

Los omegas recibían un nombre que iba en una etiqueta de sus pijamas blancos. Sólo nombres, no apellidos, pues eso los recibirían si es que eran asignados a un alfa. Se les prohibía generar amistades entre ellos y poseer artículos personales. Al horario de las comidas, les entregaban servicio de plástico, para impedir que se hicieran daño. No podían hablar entre ellos a menos que fuera estrictamente necesario.

Los primeros años no recibían la inyección, a menos que fueran omegas que no supieran adaptarse enseguida a su entorno. Los niños desobedientes, peleadores y contestones, si no entendían a la tercera, entonces recibían su primera inyección. Por lo normal, eso bastaba para calmarlos, sin embargo, si el comportamiento sucio e imperfecto continuaba, se le aplicaba una segunda, que de por sí ya era peligrosa. No era recomendable que omegas tan jóvenes recibieran tanta dosis de Jechul. En general, esos omegas no podrían aspirar a alfas de categoría A y B. Y, en caso de que el actuar indisciplinado persistiera, se aplicaría una tercera dosis, pero eso ya condenaría al omega a una puntuación baja. Con una tercera dosis, ya se daba al omega por perdido, pues por algún motivo, recibir tres dosis antes de los doce años traía los efectos más terribles: incapacidad de aprender, a veces la pérdida del habla coherente y, en el peor de los casos, infertilidad. Si un omega era infértil, no servía y ni siquiera sería destinado a ser omega de cría, pues se le enviaría a la Subterránea sin ninguna posibilidad.

―¿Cuál es tu nombre? ―preguntó el doctor frente a ella.

―Lalisa ―respondió, tranquila y sin alterarse un poco, el día después de su cumpleaños número doce.

―¿Sabes qué es esto? ―continuó el doctor.

―Jechul ―contestó Lisa, sin estar nerviosa―. Me convertirá en una omega limpia, pura y libre de pecado.

―Correcto ―el doctor acomodó sus anteojos redondos. Lisa pensó, brevemente, que parecía una mosca, pero se forzó a eliminar esa idea―. ¿Tienes miedo?

―No ―dijo, calmada.

―Muéstrame tu cuello.

Obedeció sin titubear un poco, mostrando el lugar donde estaba su glándula omega. La enfermera detrás de ella le sostuvo cuando el doctor le pinchó, evitando que se alejara ante el dolor.

La primera inyección siempre era la peor. El cuerpo se volvía gelatina, ardor le recorría de pies a cabezas y la mente parecía llenarse de ideas, por muy irónico que sonara. La mayoría de omegas caían desmayados enseguida en lo que la droga les hacía efecto.

Pero Lisa no. Un porcentaje muy bajo de omegas entraba en celo inducido y eso significaba el primer contacto sexual. Era un celo espontáneo, de un par de horas, hasta que caía dormida, pero era suficiente para que la omega fuera llevada a un cuarto con un extraño juguete sexual lleno de feromonas alfas.

A Lisa no le gustaba recordarlo. Cada vez que despertaba, vomitaba por el asco.

Los omegas que entraban en ese celo recibían, de ahí en adelante, las mejores calificaciones e iban destinados a alfas de alta categoría. Había una extraña relación entre el celo adelantado y las feromonas alfas, que hacía que el omega fuera más obediente, perfecto y sumiso.

Cuando despertó, no fue la excepción: vomitó sobre la manta, con el cuerpo empapado en sudor.

Tosió unos segundos, queriendo espantar los recuerdos. No estaba en la Clínica. No estaba en ese día después de su cumpleaños y recibió su primera inyección. No estaba en el día en que fue violada por primera vez con esa máquina. Estaba a salvo. A salvo.

―¿Lis? ―susurró una voz.

Se volteó al oírlo, y sus manos tantearon en busca de la lámpara. No hizo falta, pues a través de la grieta, apareció una pequeña luz y el rostro de Miyeon, cargando con su propia lámpara.

―Yeonnie ―murmuró Lisa, todavía desorientada.

―Adiviné que estarías aquí ―respondió Miyeon, sacando su cuerpo, y se miraron un instante. La alfa dejó la lámpara en el suelo de piedra―. ¿Necesitas un abrazo?

―Sí. Sí.

A Miyeon no parecía importarle el olor a vómito, el cuerpo empapado de Lisa. Permaneció quieta mientras recibía el abrazo, acariciándole el cabello a la pelinegra y oyendo su respiración errática.

Cuando la chica se calmó un poco, se acomodaron en el pequeño espacio. Lisa hizo de la manta sucia un ovillo, tirándola a lo lejos.

―¿Cómo está todo?

―A la General no le agradó tu aparición ni nuestra broma ―respondió Miyeon―. Ha puesto un nuevo impuesto.

Lisa apretó sus labios un instante, con la rabia fluyendo en su interior. De pronto, se sintió demasiado sucia y enfurecida consigo misma por haberse masturbado pensando en Jennie. Lo que hizo era imperdonable y jamás volvería a repetirse.

―Tendremos que asaltar un banco ―habló Lisa, rabiosa y con la voz temblando―, al menos, para palear el primer mes.

Miyeon asintió en silencio.

―Y después, arruinaremos la preciosa boda real ―continuó la omega, alimentándose de esa cólera, de ese odio―. Acabaremos con este país, Miyeon, te lo juro. Aunque sea lo último que haga, lo acabaremos.

Lisa no iba a morir hasta ver esa sociedad destruida por completo.

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