Capítulo I

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Capítulo I

Tres meses más tarde.

La boda fue hermosa. Todo estaba decorado con un gusto exquisito y la comida que se brindó en el banquete era absolutamente deliciosa. Odette contemplaba la fiesta a su alrededor, sentada aún en el lugar que había ocupado durante todo el banquete. Frente a ella, una banda de música tocaba canciones tradicionales con las que una gran cantidad de los invitados bailaba. Ella prefería permanecer ahí.

Sila, su ama de compañía, se acercó a ella por la espalda.

—¿Dónde está vuestro marido? —le preguntó.

Odette se encogió de hombros. No tenía ni la menor idea de dónde se había metido Seth McAllister... pero era mejor así. Ese hombre le daba miedo y prefería no tenerlo cerca.

Seth no era como Collin. Había visto a Collin tres o cuatro veces antes y, aunque no lo conocía bien, había tenido mucho tiempo para inspeccionarlo y hacerse a la idea de cómo sería pasar el resto de su vida junto a él. Collin era algo más joven que Seth, con el cabello corto, a la moda europea, y con unos modales perfectos para un caballero. Sabía defenderse con una espada, desde luego, pero también conocía rimas y poesías, así como idiomas y contabilidad. En cambio, ¿Seth McAllister? Parecía un animal. Tan alto como una montaña y con el cabello oscuro y largo, Seth la había aterrorizado en cuanto lo había visto. Ni siquiera se había podido fijar demasiado en esos ojos azules, pues algunas cicatrices cruzaban su ceja izquierda y un par de finas líneas blancas en su mejilla le daban un aspecto casi felino. La sola idea de pasar una noche a solas con ese hombre era tan intensa que la hacía marearse.

—Quizás se haya acostado —respondió, sin esconder el poco interés que le generaba dónde demonios podía estar ese hombre.

Pero, a pocos metros de ellas, unos niños pasaron corriendo frente a la mesa. Llevaban sendas de espadas de madera entre sus manos y parecían más que emocionados por algún tipo de acontecimiento.

—No corráis con esas espadas, tened mucho cuidado —les advirtió una de las invitadas a la ceremonia, quien, seguramente, era madre de alguno de los críos.

—¡El señor McAllister nos va a enseñar a pelear! —respondió uno de ellos, sin frenar su velocidad ni tan solo un poco.

Oh, por supuesto que sí. El guerrero iba a enseñar a pelear a unos niños que hasta hacía poco tiempo aún iban en brazos. Odette se obligó a sí misma a levantarse de la silla, componiendo una mueca de disgusto. A su alrededor, varias personas se giraron para mirarla, pero ella ignoró la atención que le brindaban. Odette sabía que estaba hermosa, era el día de su boda y Sila la había preparado durante horas y horas: había peinado su cabello dorado, le había enfundado un hermoso vestido blanco y le había aplicado cremas y carmines en las mejillas y los labios para hacerla resultar lo más bella posible. Y lo había conseguido.

—Ven, Sila —le pidió a la joven ama.

Ambas caminaron en la misma dirección en la que habían corrido los niños. Lo hicieron con lentitud, fingiendo que tan solo paseaban. A Odette no se le pasó por alto la mirada significativa que le dirigía su madre, Loraille Sullivan, desde la mesa en la que se encontraba sentada, pero no pudo corregir su comportamiento ni ordenarle que permaneciera sentada por dos razones: porque estaba demasiado lejos de ella como para hacerlo y, sobre todo, porque Odette ahora era una mujer casada y, por lo tanto, ya no debía obedecer a sus padres. Todo lo que sucediera a partir de ese momento sería entre su marido y ella.

Se alejaron de ese banquete al aire libre poco a poco. El cielo aún permanecía azul, lo cual era extraño para esa isla escocesa en la que abundaba la lluvia, pero ese día de agosto, el clima había decidido colaborar para no arruinar la fiesta.

—¿Estáis bien, señora? —preguntó Sila, observándola con gesto preocupado.

Odette le quitó importancia con un gesto de su mano.

—Estoy bien, solamente tengo curiosidad.

—¿Por qué?

—He escuchado a los niños decir que McAllister va a enseñarles a luchar. Me gustaría ver eso.

Cruzaron una de las esquinas del castillo y las dos jóvenes pudieron descender poco a poco hasta una pequeña explanada de piedra blanca situada a varios metros del castillo. Presentaba una ligera elevación sobre el mar, pero el agua azul estaba muy cerca de ese lugar. Odette se detuvo un instante y tomó aire de forma profunda. Olía a sal y a flores, era un olor tan puro como ella había imaginado durante años al pensar en esa isla. Llevaba toda su vida sabiendo que algún día acabaría allí y que sería la duquesa de Finnèan... pero nunca imaginó que su compañero terminara siendo Seth.

Odette había encajado la muerte de Collin con dolor, pero no podía ser hipócrita consigo misma ni fingir que lo amaba. No había podido hacerlo, si apenas lo conocía, pero sí amaba los sueños que había cosechado durante tantos años, sueños en los que ella era feliz en esa hermosa isla. Sueños que ya no se cumplirían.

—Creo que es una idea muy buena que el señor Seth enseñe a los niños a pelear. Estoy segura de que ellos se sentirán muy honrados de que un guerrero tan importante como él pase parte de su tiempo con ellos —comentó Sila.

Odette chasqueó la lengua, molesta.

—Los niños no deberían luchar, sino todo lo contrario. Los niños deben aprender a convivir y a compartir, no a odiarse y a hacerse daño.

La idea de casarse con un soldado le había parecido terrible desde el principio. Conocía a los guerreros del Rey: eran hombres sin ningún tipo de conciencia ni delicadeza, monstruos capaces de asesinar y sembrar el caos indiscriminadamente.

En esos momentos comenzaron a escuchar las risas y gritos que llegaban hasta ellas. Odette y Sila se acercaron un poco más al lugar del que provenían esos sonidos y fueron capaces de distinguir a una docena de niños y adolescentes y también a tres hombres adultos que los acompañaban. Todos ellos tenían espada y escudo y luchaban por turnos en el centro del círculo que habían formado.

Odette guardó silencio mientras los observaba y no tardó en darse cuenta de que no había nada de violento o terrible en aquello que estaban haciendo: tan solo jugaban. Su esposo, que rondaba el metro noventa de altura y cuya inconfundible melena cobriza y oscura estaba despeinada por el viento, luchaba contra uno de los niños más pequeños, de apenas nueve o diez años. El pequeño arremetía contra Seth con pura concentración y movía las piernas tal y como sus maestros le habían enseñado, como si estuviera ejecutando una complicada danza. Seth, frente a él, paraba los golpes con elegancia y dejaba que el pequeño pusiera todo de su parte para intentar vencerlo, pero lo trataba con una delicadeza que, sin duda, era digna de ser remarcada.

—A mí me parece algo divertido y hermoso —comentó Sila.

Odette se mordió la lengua y no contestó. No tenía nada malo que decir en esa ocasión, al menos no mientras veía el respeto y el cuidado con el que esos muchachos se trataban entre ellos. No era precisamente una batalla sangrienta.

Tras parar un último golpe, Seth sonrió y le revolvió con cariño el cabello negro al niño con el que había estado «luchando». Después se arrodilló y le susurró algunas palabras que Odette no pudo escuchar desde allí. Segundos más tarde, como si algo en él pudiera sentirla ahí, Seth McAllister alzó la mirada hasta posarla en ella, Odette se la mantuvo sin dudar un ápice.

Con el viento rozando su rostro y el cabello rubio oscuro flotando alrededor de su cabeza, Odette clavó sus ojos verdes en la figura de Seth, sin poder creerse que ese hombre ahora fuera su marido.

***

Odette estaba temblando, sentada sobre uno de los cómodos sillones de esa habitación. A su alrededor, todo estaba construido en piedra y madera. La noche había caído y, curiosamente, no hacía frío afuera, pero ella no podía controlar el miedo que sentía en su interior.

Llevaba un largo rato esperando a su esposo en sus aposentos, sabiendo que él aparecería de un momento a otro, después de haber despedido a los invitados. Algunos de los hombres habían permanecido bebiendo en el gran salón del castillo, en la planta baja, pero la madre de Odette, sus tías y sus hermanas habían insistido en cumplir la tradición y preparar a la novia para su noche nupcial. Odette habría preferido saltar desde la torre del último piso antes que tener que pasar un minuto escuchando los consejos íntimos de las mujeres de su familia, pero no tenía más opción que soportarlo. Al fin y al cabo, lo peor estaba por llegar.

Se puso en pie, vestida con un camisón de fino lino plateado, después caminó hasta la chimenea de esas inmensas habitaciones. Era un lugar sin igual, a pesar de que su familia poseía un castillo hermoso en las tierras de Elean, esa isla era una auténtica maravilla y saber que ahora ella era, junto a su esposo, la encargada de gobernar ese lugar le provocaba náuseas. Era una responsabilidad enorme.

Su madre le había aconsejado que se tranquilizara e incluso le había preparado una infusión de jengibre y lavanda con miel para controlar sus temblores, aunque no había tenido gran éxito al conseguirlo. «Será doloroso si no estás relajada», le había dicho su madre. Ella no quería pensar en eso, en que pudiera ser doloroso. Durante la siguiente hora, había escuchado una retahíla de consejos a cargo de sus tías: cómo complacer a su futuro esposo, dónde tocarlo y cómo hacerlo, maneras de conseguir ganarse su confianza en el lecho... pero no, Odette no quería escuchar nada de eso. Jamás tocaría a Seth McAllister por propia voluntad, lo sabía.

Había algo en ese hombre... algo que la atemorizaba más de lo que podía explicar. Y eso que ella no era una mujer que se asustara con facilidad.

La joven se acercó al pequeño fuego que ardía en la chimenea. En el castillo, los sirvientes le habían dicho que era un día cálido y que no era necesario encender el fuego, pero una sola mirada severa por parte de Odette había sido suficiente para que una muchacha subiera a sus aposentos y preparara una agradable lumbre. Observó el fuego con los ojos entrecerrados. ¿Qué sucedería después de esa noche? ¿En qué se convertiría su vida a partir de ese momento? Todos los invitados a la boda se marcharían de la isla de Finnèan a partir del día siguiente y ella se quedaría allí sola, con Sila, pero sin ninguna de sus hermanas o su madre para ayudarla. Odette había salido de Elean con unos baúles de ropa y enseres personales y un maletín en el que guardaba algunas de sus hierbas medicinales predilectas. Su padre le había prohibido trasladar sus libros y manuales a la isla, le había dicho, sin ningún tapujo, que Seth McAllister se llevaría una mala imagen de ella y su familia si aparecía cargada con un montón de libros, que era más recomendable que llevara joyas para que su futuro esposo la percibiera como una mujer femenina y coqueta.

Bufó en voz alta al recordar las palabras de su padre. ¿Femenina y coqueta? ¿Y eso qué le importaba a McAllister, si la había hecho llevar a sus tierras como si se tratara de comprarle una vaca lechera al vecino? Con Collin McAllister eso no habría sucedido así, estaba segura. Él comprendería sus inquietudes por la medicina y la literatura. No pensaría mal de ella por sus aficiones.

La puerta se abrió, sobresaltándola. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, a pesar de que Odette se encontraba frente a la chimenea y sentía sus mejillas ardiendo. Contuvo la respiración cuando lo vio, tan grande e imponente como esa mañana en la boda. Seth y ella no habían hablado durante la ceremonia, saltaba a la vista que no tenían nada en común. Él le había preguntado que cómo estaba al verla y le había tendido su brazo para acompañarla hasta el altar, Odette había aceptado su invitación con una inclinación de cabeza, sabiendo que no podía rehusarse, y, minutos más tarde, se habían convertido en un matrimonio. Todo eso era tan frío que Odette sentía ganas de vomitar.

—Mi señora —la saludó él.

Odette tomó aire y se apartó de la chimenea para acercarse a él unos pasos. Inclinó la cabeza con educación en una pequeña reverencia.

—Excelencia.

Seth arrugó la nariz al escuchar eso, el tratamiento reservado para los duques. Aún le resultaba difícil entender que ahora él era el señor de Finnèan. Durante los últimos años como soldado, incluso había ratos en los que olvidaba que provenía de la nobleza, él pensaba que esa vida no estaba hecha para él. Escudos, espadas y una razón por la que luchar, eso era todo lo que necesitaba.

—Creo que no existe razón alguna para que nos tratemos con formalismos, ¿no te parece?

Odette se quedó mirándolo. ¿Qué pretendía? ¿Que lo tuteara? Enarcó una fina ceja rubia.

—Si vos lo deseáis así... quiero decir, si lo deseas así.

La observó, por fin sin mil capas y vestidos sobre su piel y con el cabello suelto y liso sobre su espalda. Seth no había podido observar a su esposa en todo el día, pues la presión había podido con él: todo el mundo lo miraba y esperaba de él que fuera galante, educado y refinado. No podía, simplemente, no podía hacerlo. Llevaba fuera de ese castillo desde que había comenzado a tener barba y Seth se defendía a la perfección con la espada y con la lanza, pero no tan bien con los gestos finos y las elegantes danzas. Había algo en esa mujer que resultaba tan refinado, tan delicado, que Seth se sentía fuera de lugar tan solo encontrándose en la misma habitación que ella.

Se alejó un par de pasos de Odette, tratando de grabar en su memoria esos rasgos perfectos que había encontrado en ella: unos ojos rasgados y verdes, la nariz, recta y pecosa y sus labios simétricos y rosados. Por un segundo sintió que estaba robando algo que le pertenecía a Collin. Se preguntó si su hermano la había amado.

—Lamento que las circunstancias se hayan dado de este modo —comentó—. Mi hermano... Collin era un buen hombre. Un alma valiosa.

—Lo sé —respondió ella.

Seth se giró de nuevo hacia ella.

—Créeme, Odette, si hubiera tenido otra opción yo no te habría desposado.

Esas palabras la forzaron a abrir la boca. Esa clase de honestidad resultaba, sin ninguna duda, ofensiva. ¿Es que acaso nadie le había enseñado modales a ese tipo? Por supuesto que sí, ¡era el primogénito de un duque! Pero Seth McAllister decidía saltarse las normas sociales de manera consciente, a pesar de conocerlas.

—Vaya... no sé cómo debería interpretar eso.

Sabía que lo mejor era mantenerse callada, asentir a lo que el duque le dijera y dejarse hacer para que esa noche acabara lo más pronto posible. Pero ella no era así, Odette no sabía morderse la lengua.

—No lo digo por ti, no estoy hablando de un asunto personal, Odette. Es solo que... yo soy un soldado.

—¿De veras? —murmuró ella con evidente sarcasmo.

Seth frunció el ceño. Estaba intentando ser sincero con ella y ella se estaba burlando. No quería brindarle la misma mentira que todo el mundo había interpretado ese día durante su boda. Seth quería que ella supiera cómo iba a ser su matrimonio en realidad: allí no habría amor, allí, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera habría un marido, pues él se encontraría luchando en cualquier lugar en el que lo convocaran. No iba a prometerle amor, ni fidelidad, ni cariño... ni siquiera amistad. No podía prometerle ni que fuera a regresar en diez años.

—Sé que ha sido una situación imprevista. Que tú esperabas desposarte con mi hermano Collin, pero me temo que esta es la vida que nos ha tocado vivir ahora, Odette. A los dos —dijo él con la mayor honestidad de la que fue capaz—. Como parece que ya sabes bien, sin que yo tenga que repetirlo, soy un soldado. Renuncié a mi nombre de duque hace muchos años, cuando blandí una espada por primera vez y decidí que esa sería mi vida durante el resto de mi existencia. Y solo quería que supieras que este matrimonio no cambiará esa decisión.

Odette apretó los dientes. En realidad, eso le resultaba una sorpresa, en cierto modo. Sabía del pasado de Seth como guerrero, pero había asumido de inmediato que ser duque sería un destino mucho más agradable para él y que permanecería en la isla. Al parecer no lo era. Ella no creía al principio que él hubiera tomado la decisión de renunciar al ducado de forma voluntaria sino que, quizás, alguien le había ordenado entrar al ejército y dejar el buen nombre del ducado de Finnèan en manos de su hermano Collin.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella—. ¿Que eres uno de esos guerreros despiadados y que abandonarás tus deberes como duque durante meses para irte a empezar alguna guerra?

—Yo no empiezo las guerras, mi señora, yo las termino.

El porte orgulloso de Odette se vio una vez más cuando ella no pareció apocada en absoluto por hablar con él cara a cara, de igual a igual.

—No me importa el resultado. Sé cómo son las batallas, sé lo que sucede durante las luchas armadas.

El duque, para mayor ofensa, le dedicó una mirada petulante.

—Lo dudo mucho, mi señora.

Ella tuvo que apretar los labios en ese momento para no decirle un par de cosas bien claras. Si bien ella nunca había luchado en un campo de batalla, conocía de primera mano el infierno que provocaba una guerra.

—¿A dónde quieres llegar? —le preguntó, poniendo los brazos en jarras.

—Quiero que sepas la verdad, que conozcas cómo será nuestro matrimonio desde hoy hasta el final de nuestra vida. Dentro de dos meses me embarcaré hacia Normandía junto al Rey, esta misma mañana, antes de nuestra boda, he firmado un contrato en el que me comprometo a permanecer a su servicio hasta el fin del Pacto de Ruan.

Odette se llevó una mano al cuello y, nerviosa, pellizcó la piel clara, dejándose una ligera mancha rojiza tras su tacto.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

Fue entonces cuando Seth se acercó a ella de nuevo y se plantó frente a su cuerpo, demostrándole cuán grande era. La camisa blanca dejaba entrever el vello cobrizo de su pecho y ese kilt de tartán moldeaba unas piernas fuertes y bronceadas. A Odette le costó mirarlo a los ojos, esa mirada tan clara, contrastando con los rasgos del caballero, le volvía a provocar escalofríos. Aun así, se armó de valor y clavó sus ojos en los de él, sintiendo que ese hombre podía ver cada una de sus debilidades con solo mirarla.

—Ahí está lo que quiero que entiendas, Odette. No se trata de eludir mis responsabilidades durante meses y luego regresar a esta isla, no. Mi contrato con el Rey tiene una duración de diez años.


Kilt: Prenda típica escocesa con aspecto de falda, vestida comúnmente por hombres. Se caracteriza por la tela tartán, cuyos colores definen el clan al que pertenece quien la lleva. Hoy en día forma parte de la indumentaria formal de los hombres escoceses.



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