A medianoche, cuando no queda nadie despierto en casa, salvo yo, es cuando las sombras cobran vida. Me levanto de la cama, calzo mis sandalias y salgo al jardín. Las mil luciérnagas llenan de luz todos los rincones, pero no le quitan el brillo a las estrellas. La luna se refleja en el gran lago, y le da un brillo especial a todo lo que alcanza con su blanco albor. El tenue viento bate en las copas de los árboles, y produce un sonido de agradable tempestad. Me echo toda sobre el suave y mullido césped, abro mis ojos al universo perfecto que me rodea y olvido todos mis problemas: que mi hermana no está, que papá está enfermo, que mamá está loca, que abuela llora cada noche en secreto.

Después de unos cuantos minutos, regreso a mi realidad. Me quedo contemplando los cerezos, ya sin flores; rodeando un solitario banco de mármol, otrora sitio de risas y tiernos momentos.

Vuelvo a mi habitación y me acurruco. Cierro los ojos, y duermo simplemente para que llegue el amanecer, para ver salir de nuevo el sol, para creer que esta vida continúa siendo hermosa.