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Mamá llamó Esperanza a la alcancía donde depositaban el dinero para tenerme, creyó que sería inspirador. Pero la alcancía donde depositaron el dinero para el tratamiento era un frasco, por lo que mi papá insistía en que le diera un nombre masculino. Terminaron llamándola María José.

No importaba cómo la llamaran porque el dinero que tenía María José no sirvió de una mierda. El tratamiento fue una total pérdida, una desgracia, todo lo contrario a un milagro.

Mamá lloró cuando al mes, en el baño, notó que todo había sido para nada. Esa noche papá se encerró con ella en la habitación vacía que sobraba de la casa, compraron alcohol, se acostaron sobre el suelo de madera y bebieron en silencio mientras observaban el techo que tenía estrellas de papel pegadas.

Cuando las horas pasaron papá la llamó con voz baja, como si no necesitara hablar para trasmitirle una idea:

—Ariadna.

—¿Sí?

—¿Sabes...? Estaba pensado. Que en esta habitación hay una madre que desea ser madre y tal vez allá, lejos, hay un hijo que desea ser hijo. Me parece, como diría mi padre, un negocio redondo.

—¿Redondo?

—Sí, en los círculos no hay posibilidad de que se escape nada, es cerrado y seguro, como una barriga... supongo que no hay posibilidad de que nada malo pase dentro de un círculo.

—¿Quieres que adoptemos?

—No, Ariadna, no quiero. Tenemos que adoptar.

Ariadna asintió, tenía los ojos húmedos y enrojecidos pero no había más lágrimas que derramar. Sus voces sonaban rasposas por el alcohol barato.

—Yo crecí en un orfanato.

—Lo sé, querida.

—Creí que jamás volvería a un lugar como ese.

—Hay lugares... o verdades, Ariadna, de los que no se puede escapar.

—Supongo que todo es un círculo.




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