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 —¡Asher! ¡ASHER! —mi hermana corrió apresurada hacia mí.

 En el recuerdo ella tenía diez años y yo quince.

 Encendió las luces de mi habitación, saltó a la cama, se escabulló al interior y se cubrió con las sábanas. La sentí temblando como gelatina. Parpadeé aturdido. Eran las doce de la noche de un viernes, una feroz tormenta se había desplomado sobre la ciudad. Las nubes encapotadas y escabrosas expulsaban los relámpagos más ruidosos de la vida. Un viento aullante agitaba los árboles de la calle.

Mis padres se habían ido a una cena romántica en un restaurante a tres horas de ahí, era su aniversario. Suspiré y restregué mis párpados. Un nuevo relámpago alumbró los cielos y Selva chilló. Vi el bulto que formaba su cuerpo encogido bajo las mantas.

Le agité, lo que supuse, sería su hombro.

—Vamos, Sel. Son solo truenos.

—No —sollozó ella.

El asunto estaba peor de lo que me temía.

Era la niñera más desastrosa del mundo, ella no se había despertado por los relámpagos o lo truenos, se había desvelado hasta esa hora seguramente viendo caricaturas o jugando en línea a Pet Society.

—Van a matarme —lloriqueó.

—¿Quién querría matar a una niña tan hermosa como tú? ¡Qué va! ¡Solo son los ángeles jugando a los bolos! —Un trueno rugió tan fuerte que hizo vibrar el cristal de mi ventana—. ¿Ves? Acaba de hacer una chusa.

—No hay bolos en el cielo.

—¿Ahora eres astrónoma o qué?

No me respondió, se quedó temblando en el peor escondite de la historia. Me alegré de que se asustara por truenos y no ladrones o asesinos, de otro modo, sería un blanco fácil escondiéndose en la cama.

Me cubrí con las sábanas y repté hasta ella. Bostecé y me hice un ovillo a su lado. Le di la mano. El calor en el interior era sofocante, pero a ella no parecía importarle. Me miró asustada. Hice trompetillas con mi boca como el barrido de un elefante.

Eso la hizo reír porque eran su animal favorito.

—¿Sabes cuántos relámpagos mataron a elefantes?

Ella meneó la cabeza, le sequé las lágrimas.

—Ninguno. Es que los elefantes hicieron un pacto con los truenos y acordaron que ninguno molestaría al otro. Niñas hace miles de años, también hicieron un pacto con los relámpagos, por eso no ves ninguna noticia de que a niñas las matan cosas del cielo; es porque lo tienen prohibido.

—Eso no pasó —me retó escéptica—. Tengo diez, no soy tonta.

Reí.

—¿Todo vas a cuestionarme?

Ella se rio también. La luz eléctrica de apagó repentinamente cuando escuché cómo explotaba una caja de fusiles de la calle. Quedamos completamente a oscuras, antes de que se asustara más le dije:

—Aguarda un segundo.

Emergí a la superficie y tanteando terreno llegué a mi mesa de noche en donde había abandonado el teléfono celular después de chatear con Gorgo, Clara y Teo. Lo agarré, busqué en el suelo los auriculares, estaban hechos un lío, pero logré desenredarlos, regresé con ella y le coloqué los parlantes en los oídos, busqué una emisora de radio y le puse música que a ella le gustaba.

Mientras tanto Selva esperaba petrificada del miedo.

Cuando encendí la música su expresión se suavizó, me sonrió con pena como si estuviera avergonzada de su comportamiento, porque solía ser muy valiente. Compartimos auriculares. Su piel chocolate iluminada por la luz del teléfono se veía azul o metálica como si fuera un robot. La tormenta por fuera se hacía cada vez peor y peor, pero nosotros ya casi no la oíamos.

—Puedes jugar con esto si quieres —dije dejándole el teléfono en las manos— yo cerraré los ojos un segundo ¿Va?

No esperé que me respondiera que los cerré.

—Asher —me llamó ella, desesperada.

Abrí los ojos y la miré. Se la veía inquieta, humedeció los labios, reticente a soltar la pregunta que su mente ya había formulado. Alcé las cejas.

—¿Los adolescentes también hicieron un pacto con las cosas del cielo?

—Sí —respondí cerrando los ojos y estirando el brazo para estrecharla, la acerqué a mí, la voz de un presentador de radio hablaba con nosotros, pero él comentaba sobre el clima—. Ningún relámpago va a matarme de noche. Que descanses...

—¿Y de día?

—Tampoco, voy a estar mucho tiempo dando vueltas por aquí.

—Me gusta que estés dando vueltas por aquí —dijo ella.

—Me alegro —mascullé estirando las silabas y cayendo lentamente en el sueño.

—Asher —me llamó Selva otra vez.

—¿Mmmff?

—Cuéntame un cuento.

—¿Ahora?

—Sí.

No respondí porque otra vez me estaba quedando dormido.

—Asher.

—Mmm, está bien —Parpadeé y la miré, bostecé prolongadamente y me cubrí la boca con el antebrazo—. ¿De qué quieres que sea el cuento?

—Del pacto de elefantes y niñas y adolescentes.

—Ah sí, bueno —Quedé un rato en silencio, inventando alguna mierda que la tranquilizara—. Hace mucho, mucho tiempo.

—¿En una tierra muy, muy lejana?

—¿Acaso estás tú contando el cuento? —pregunté mirándola divertido.

Ella meneó con la cabeza, sonreí satisfecho.

—Eso sospeché —Reí, pero me abstuve de molestarla otra vez, esa no era su noche y se suponía que yo era el hermano mayor—. Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra muy, muy lejana existía un reino de animales y humanos que nacían en el primero de enero...

—Mi cumpleaños.

—Sí, listilla. Nacían el primero de enero y luego de un año morían porque les caía un rayo. Su vida era muy rápida, como la de una mariposa. Todo el mundo estaba feliz así, la escuela primaria duraba un mes, la secundaria también y las carreras universitarias dos meses. Todo funcionaba diferente a como funciona ahora. Solo tenían unas semanas para disfrutar de vejez y otra de jóvenes, el resto de su vida se la pasaban en trabajo o estudios y a nadie le importaba porque todos eran felices así. Únicamente había tres seres que sentían una profunda pena por solo vivir un año: los elefantes, las niñas y los adolescentes.

»Los elefantes porque recordaban todo y cargaban en su memoria a las generaciones que se habían ido, siempre creían que tenían poco tiempo para recordar. Las niñas porque sabían sentir y eran conscientes de que tenían tantos sentimientos que no les alcanzaba una vida para sentirlos a todos. Y los adolescentes querían más tiempo porque su etapa era la más efímera de todas, rápidamente dejaban de ser niños y más rápido se convertían en adultos y adultas. Esos eran los únicos que padecían el poco tiempo de vida, querían nacer el primero de enero, pero morir en otra fecha, en otro año.

—¿Y cómo hicieron?

—Fueron los elefantes y los adolescentes y las niñas a la montaña más alta de todas y le pidieron a los relámpagos si podían darle más vida. Les dijeron: si no puedes darnos más vida, quítanosla de una buena vez, porque gozar de algo que no te pertenece es una tortura. Los relámpagos eran los únicos asesinos que había en ese mundo, todos los primeros de enero acababan con la vida de los animales y humanos. Caían del cielo y le fritaban la cabeza a todos, así morían. Fallecían por los truenos.

La expresión de Selva fue de puro terror.

—Pero sucedió algo que era de no creer. A los truenos les entró pánico, nunca nadie los había retado a nada, nunca se les había reprochado ni contradicho. Estaban tan atemorizados. Fue entonces cuando un elefante, una niña y un adolescente entre la tumultuosa multitud de elefantes, niñas y adolescentes, notaron que podían aprovecharse de su temor. Con la voz en alto reclamaron que cuando llegara el primero de enero no mataran a nadie, le dijeron a los truenos que los dejaran en paz, o de otro modo, subirían todos los días hasta la montaña más alta y le rugirían, les gritarían cosas horribles sin descanso hasta que no pudieran escuchar sus pensamientos. Los truenos hicieron el pacto y prometieron que no matarían nunca más, especialmente a niñas, elefantes y adolescentes.

—Qué bien.

—Les darían ciento cuatro años. Así los elefantes podrían recordar por ciento cuatro años a todas las generaciones pasadas, las niñas podrían sentir todo lo que quisieran sentir y los adolescentes podrían vivir todo lo que pudieran vivir. Solo por ciento cuatro años. Todas especies se beneficiaron de ese pacto y vivieron por muchas décadas. Los relámpagos volvieron a bajar a la tierra y mataron a algunas criaturas más, pero eran pocas y nunca lo hicieron contra los seres que subieron a la montaña. Tal era su miedo que cuando se desplomaban sobre la tierra rugían como venganza, antes no lo hacían solo brillaban, pero ahora tronaban coléricos contra las niñas, los elefantes y los adolescentes, las criaturas a quienes todos les deben una larga, larga vida. Fin.

Noté que Selva tenía los ojos casi cerrados, bien, aunque me ofendía un poco porque había intentado que mi historia no fuera aburrida. Hice lo propio también. La luz del teléfono se apagó y cuando quedamos a oscuras oí su voz.

—Te quiero, Asher. Te recordaré por ciento cuatro años.

—Y yo te amaré por ciento cuatro más.

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