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—¿Hola? —atendió papá.

—Hola —susurré.

Silencio.

—¿Quién habla?

—Soy yo.

—¿Quién? —soltó una risa un poco incómoda, era típico de papá estar de buen humor los domingos y los lunes.

—Lo siento, papá —musité para que no oyeran mis amigos que mi voz temblaba, es que me pesaban los sentimientos.

Papá se quedó mudo del otro lado del teléfono.

—¿Selva?

—No.

Titubeó, casi podía verlo enroscar su dedo alrededor del cable.

—¿Quién...? ¿Es una clase de broma?

—Lo siento, papá —Sentí que unas lágrimas rebeldes se amotinaban en avalancha por mis ojos, solo faltaba un sonido débil para soltarlas en estampida, Suni las contuvo con los dedos—. Me morí. No pude regresar a casa. Lo intenté, de verdad que luché, pero... Quería que supieras que lo siento. Me enojé muchos años contigo, creí que tú y mamá tenían la culpa de todo, pero ya no estoy tan seguro de eso. Ni siquiera sé a quién culpar o con quién enojarme —reí—. Ya no sé lo que digo, ni quién soy.

—Creo que se equivocó de número...

—Cuando me contabas la historia de mi nacimiento siempre mencionabas que le dijiste a mamá en una noche de alcohol que hay lugares de los que no podemos escapar, que son como un círculo. Creo que estoy en un círculo. No importa qué haga soy un amargado, un perdedor. Hay algo que me falta, una pequeña acción que ordenara toda mi vida, pero no sé cuál es. Creí que debía regresar para ordenar el caos que soy, para que todo tuviera sentido. Pero me equivoqué. Estuve tanto tiempo esperando regresar y ahora no sé qué hacer.

Papá estaba mudo del otro lado, pero no había colgado, eso era buena señal.

—¿Sigues ahí? —presioné.

—Yo... este no sé qué decirte... si tienes problemas con tus padres. Si pasó algo... lo importante es saber que te quieren y cuando quieres a alguien lo perdonas siempre, no importa lo que hagan. Así que todo está bien. A ellos no les importará mucho que hayas hecho, el resultado será el mismo: te perdonarán.

Reí.

—Solo tú podrías darle consejos a un desconocido, papá.

—Disculpa ¿Quién eres?

Selva regresó con el vaso de agua y lo dejó en una mesilla frente a mí, cerca de la chimenea, donde se colocaban revistas. Apreté el botón de finalizar llamada y simulé hablar:

—Cuando puedas contesta, mamá. Te necesito. Adiós.

Colgué y me encogí de hombros cuando Selva alzó expectante las cejas.

—¿Y?

—El contestador de voz, mamá está trabajando.

—¿Un domingo? —parpadeó consternada.

—Sí, trabaja en un restaurante de comida mexicana, es de allá.

—¿Tu madre? —preguntó más desconcertada, atenta a mis rasgos asiáticos.

—Eh... sí —contesté sin mucho convencimiento.

Suni era la reina de las mentiras, tal vez Alan, pero yo no. La miré atentamente, esperando que me echara de su casa por mentirosa. Pero se lo creyó. Selva chasqueó la lengua desaprobando mi abandono. Mierda santa, era demasiado estúpida.

—¿Y tu padre?

—Nunca lo conocí.

—Ay qué triste Asher, ya puedes ser un personaje de Disney —seburló Leviatán, con las manos unidas, fingiendo que sostenía un bate con el querompía cosas como las fotos.

Ignoré su comentario porque había permanecido en silencio mientras llamaba a papá y había sido un gran detalle de su parte.

Selva chasqueó la lengua con el doble de intensidad como si de repente odiara a mi padre más que a nada en el mundo. Marqué el número de la estación de policía e hice la falsa denuncia de un robo, traté de describir a una persona inusual para que no entrara con la descripción de nadie, sería el colmo que enviara a un inocente a la cárcel.

Selva aguardó con cortesía. Era muy humanitaria y servicial, como un ángel. Creo.

Se olía que había estado horneando algo cuando llegué, tal vez galletas de avena, eran sus favoritas.

Los oficiales del otro lado me dijeron que fuera a la comisaría con mis padres para firmar unos papeles y prometí que haría todo lo que indicaron. Cuando colgué nuevamente, Selva me miró con sus ojos bondadosos y oscuros como la brea.

—Ay, querida, debió haber sido horrible que aquel enano con la cara manchada y acento finlandés te atacara.

—No lo vi venir —me lamenté compungido, agarrando los faldones de mi uniforme.

—Me llamo Selva, por cierto —me extendió una mano la cual agarré y sacudí con brío.

Ella se asombró de mi energía, se enderezó pasmada y sonrió.

—Suni.

Selva estiró los labios en una mueca agradable.

—¿Estás orneando galletas de avena? —pregunté.

—Sí que sabes manejar una conversación —se burló Leviatán.

Mi pregunta pareció desconcertarla, Selva observó de refilón la cocina.

—Ah eso, no, son galletas de vainilla. Antes las de avena solían ser mis favoritas, pero un día terminé comiendo tantas que ahora las odio —Oh, Selva, en qué te habías convertido, ya no quedaba nada de ti, no sé quién eres—. ¿Quieres que te lleve a tu casa? —preguntó.

—Y así se echa con elegancia a una persona —opinó Leviatán, cruzado de brazos, parado al lado del sillón, casi encima de mí, su voz era como la de un dios que juzgaba.

—No, gracias —rechacé su oferta—. Iré caminando —Me puse de pie lentamente, como si quisiera que el sofá me engullera hasta borrarme del universo.

 Si fuera por mí, me habría quedado miles de años en esa sala horrible, plantado como un árbol, marchitándome y floreciendo hasta extinguirme.

 Lamentaba que al estar en el cuerpo de Suni no pudiera ver las almas, quería saber todo de ella.

—¿Pero y si sigue ahí afuera el delincuente? —Selva sonaba verdaderamente preocupada, me agarró de las manos y me guío nuevamente al sillón—. ¿A dónde ibas? Te alcanzo, mi esposo regresará en cualquier momento con el coche, fue por un poco de leche.

—Ya parece tu amigo, Alan —Leviatán rio, se había sentado en el suelo y movía los pies como si escuchara una canción.

 —Lo será cuando muera de tuberculosis bovina —objetó Alan, estaba parado cerca de un perchero en la entrada, cruzado de brazos, mirando todo con aburrimiento, lo que no eran números carecía de su interés.

—No iba a ningún lugar —contesté tardíamente, a los ojos de Selva estaba consternada por el atraco y respondía lento, pero en realidad escuchaba voces que ella no—. Salí porque mi padrastro estaba borracho y mamá no quiere que vaya al restaurante donde trabaja. La molesto. Los domingos paseo por la calle y funciona, pero hoy estuvo el inconveniente...

Selva depositó las manos en su pecho como si quisiera evitar que se le rompiera el corazón.

—¿Y no tienes a nadie? —preguntó alarmada y preocupada.

—Antes los domingos iba a la casa de mi profesora de literatura, ella sabía cómo eran las cosas en casa y me apoyaba, pero se mudó hace siete meses, así que ahora salgo a caminar.

 Selva meneó la cabeza, quedó un segundo en silencio y observó la chimenea apagada. Me puse de pie, un poco decepcionado, e iba a dirigirme a la puerta cuando ella me detuvo.

—Aguarda, yo ahora iré a cenar con mi familia ¿Quieres venir?

—¡NO! —gritó Leviatán levantándose rápidamente, estaba que echaba chispas, no lo había visto tan enojado desde que luchamos y destrozamos el departamento—. Era la regla Asher.

—¿Cuál regla? ¿No cenar? —preguntó Alan girando los ojos.

—No. Ver. A. Su. Familia.

—No quiero molestar... —insistí arrugando la cara porque sus gritos me trituraban los oídos, Suni estaba insultándolo dentro de mi cabeza y Alan regañaba al demonio por no tener modales.

—Nadie te notará —aseguró Selva—. Son muchas personas, la casa está tan atestada de gente que te camuflarás, te lo aseguro.

—¡Ja! Camuflarte ¿Tú? Por favor —se río Alan—. Si tienes el cabello rosa y serás la única oriental. Creo que tu hermana es un poco mentirosa.

—Mi madre ama a los adolescentes... —agregó Selva.

—Mentirosa —insistió Alan—, nadie puede amar a los adolescentes...

—...de la buena manera —completó Selva sonriendo, que hablaran todos al mismo tiempo me resultaba abrumador—. Les caerás bien, eres una niña tan simpática...

—¡Ja! Mentiro...

«¡Oh! ¿Acaso las plantas que hay bajo las fotografías son Chlorophytum comosum?» pensaba Suni. Fruncí el ceño, tantos ruidos iban a volverme loco.

—¡Asher! ¡Dile que no! ¡No debes ver a tu familia! —ordenó Leviatán—. ¡QUE NO! ¡ANDA!

Leviatán quería, repentinamente, recuperar el poder que había perdido. Quería que siguiera sus tontas reglas solo porque sí. Pero había vivido siguiendo órdenes de muchas religiones, muerto, a mí, nadie me daría órdenes. Nunca más.

—Sí —contesté.

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