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—¡No se preocupen! —canturreó Mima con una energía feliz, tan alegre que me enfermaba—. ¡Tengo un neumático de repuesto! ¡Lo pondré en menos de lo que canta un gallo! ¡Tadin tadán!

Reprimí las náuseas. Leviatán comenzó a golpear su cabeza contra el asiento, Mima sacaba su lado violento. Alan trató de apartarse de él y se pegó a la puerta. Ashi giró la cabeza para ver cómo la silla donde se sentaba su madre estaba vacía, pero era sacudida por la nada.

Chasqueé mis dedos.

—Eh, niño, aquí, mírame. Eh.

Háblale mejor, no es un perro, pensó Suni. Ashi giró la cabeza otra vez, sus deditos todavía atenazaban al dinosaurio. Sus ojos azules me prestaron atención.

—Tengo que decirte algo.

—¿Qué?

—Tienes que ser ateo.

Parpadeó, asimilando lo que le había dicho.

—No puedo ser Teo —respondió con honestidad—. Soy Asher.

—¿Cómo? —Meneé la cabeza—. No, no, cariño, me refiero a que seas ateo. Que no creas en Dios. O quecreas solo en uno, adorar a muchos te hará mal. 

Ashi alzó sus cejitas, contento de escuchar una palabra que conocía.

—Dios creo a los animales —apretó más su dinosaurio.

—Y también a las bestias como tu hermano —bisbiseó Leviatán.

—Ay, Ashi, si crees que fue por la evolución, tanto mejor, no importa si es real o no. Es más conveniente creer eso que creer en muchos dioses. Puedes ir al cielo siendo ateo, pero si eres muy religioso vas al infierno ¿Qué loco verdad?

Asher parpadeó sin entender. Me mostró su dinosaurio, estiró sus brazos y casi me golpeó en la cara con la figurilla.

—También creo los dinosaurios.

Le quité el juguete, agarré al dinosaurio por la cola y lo sacudí.

—Sí, pero también los mató. Les tiró un meteorito. Dios mató a los dinosaurios.

Ashi abrió la boca, horrorizado con la idea. Selva y Mima abrieron el baúl y comenzaron a descargar la rueda de repuesto y todas las herramientas necesarias para cambiarla. Leviatán y Alan miraban en silencio mi fracaso de conversación.

—¿Los dinosaurios murieron? —preguntó él confudido.

—Los mataron. Murieron calcinados, aplastados o de hambre. Este dinosaurio ¡ESTÁ MUERTO! Igual que tu tío porque Dios crea, pero también deja morir.

A Ashi se le pusieron los ojos llorosos y me arrebató el dinosaurio de las manos como si ya no fuera digno de él por decir todas esas cosas.

—No creo que esté funcionando —opinó Alan—. Tenemos poca experiencia en hablar con niños. Me gustaría darte una mano, pero, aunque cueste creer, no me destaco en todos los campos.

—Tu sobrino es más lento que patada de astronauta —se quejó Leviatán, cuando no, diciendo algo indebido—. Tiene casi cinco y es tan lento como si tuviera dos.

—¡Los dinosaurios no están muertos! —refutó Ashi.

Trató de girar las articulaciones del juguete para comprobármelo, pero la figurilla no hacía eso y por más que utilizó toda su fuerza y sus puños se pusieron blancos y temblorosos, el animal continuó en la misma posición amenazante. Su respiración se aceleró, estaba nervioso. Tal vez se debía a mi aura de muerto o a que ese niño era un potencial saco de estrés.

—Tranquilo, Ashi —Le acaricié su cabello crespo para calmarlo—. No te pongas así, hombre. Olvida lo que te dije.

—No parece alguien que recuerde mucho —agregó Leviatán.

Selva abrió la puerta de repente y se asomó al interior.

—Se nos pinchó un neumático —me notificó—. Está totalmente destrozado.

—Vaya, qué sorpresa —Suni fingió asombro—. ¿Con qué?

—No lo sabemos, seguro con un clavo o con una botella de vidrio que alguien tiro en la calle.

—Es una pena, lo siento.

—No es tu culpa querida —la tranquilizó.

No era culpa de Suni, era mía, más que nada de Leviatán, pero yo tampoco podía quitarme el mérito.

 El primer encuentro con Ashi había sido un fracaso, él todavía era muy pequeño ¿Cómo le quitas la creencia a un niño si cree en todo? Incluso seguro creía en el ratón de los dientes o en las hadas. Los niños no hacen más que creer.

 Me desabroché el cinturón de seguridad y bajé del auto preguntándome qué hacer. Ya ni siquiera creía que ese plan tuviera sentido.
















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