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El día en que me asesinaron... no, eso suena muy fatalista. Digamos el día que estiré la pata, fue un día soleado, al principio.

Había tenido una infancia tranquila hasta el momento. Sin nada que destacar, no era inteligente pero tampoco repetía de año, no tenía ningún talento, me gustaba el arte, pero era malo dibujando, la música no se me daba ni siquiera podía recordar la tonada de la canción feliz cumpleaños, las matemáticas eran un dolor de cabeza y la literatura... digamos que Google me ayudó a pasar todos los exámenes.

Tampoco me destacaba físicamente. Era un bebé hermoso, pero tuve que crecer. Morí como un adolescente delgaducho, con una mata de pelo enrulado y negro coronando mi cabeza, mi piel era blanca, demasiado blanca, como la leche, las nubes y Michelin.

Regresemos a mi muerte.

Era sábado, nublado y olía a primavera, aunque era otoño. Los árboles estaban más arrugados, marchitos y descoloridos de lo normal, el cielo estaba pálido como una moneda vieja, lo único que brillaba era yo.

Literalmente, llevaba unas zapatillas de luces, unos pantalones verdes canario, un buzo blanco y debajo una camisa amarilla. No, no necesito atención, simplemente uso... ah, usaba la ropa como una expresión de arte porque me gustaba la decoración estética.

Me gustaba el arte, ya no, supongo que cuando estás quemándote eternamente las pinturas y los dibujos pierden un poco de gracia. La verdad es que la muerte además de robarte los latidos y los suspiros te arrebata todo lo maravilloso que el mundo puede dar, de repente nada te hace feliz; pero no es momento para hablar de cómo se sienten los muertos.

Tal vez pensarás que era un chico sonriente y divertido, vestido de una manera tan alegre la gente suele esperar eso, pero te equivocas, casi siempre tenía mala cara.

Mi mochila era de lentejuelas monocromáticas. Era mi favorita, se llamaba Benjamín. Sí, heredé la capacidad de mi madre de nombrar objetos, pero yo la llevé más allá porque cuando era pequeño les daba nuevos nombres a las cosas que de verdad me encantaban, aunque ya tuvieran una palabra que los designara. Por ejemplo, al color rosa lo llamaba Greta, los columpios eran Granocha y los lápices eran Trandole. Tenía como mi propio lenguaje secreto.

Algunos niños me creían raro. Por algunos me refiero a todos los que me conocían. Incluso habían inventado un juego en el recreo que era como las escondidas, pero del único que se escondían era de mí.

No la pasaba bien en el recreo y la verdad que en ningún lado. No hasta que lo noté.

Había un niño que no corría con los demás por el patio de juegos ni jugaba a esconderse de mí. Uno que se sentaba en el borde de un cantero que contenía un árbol, quitaba el látex de su comida empaquetada tranquilamente, daba un gran mordisco y me clavaba los ojos como si fueran dos dardos. Era grandote. Daba miedo.

No tenía instinto de supervivencia así que me acerqué a hablarle e inmediatamente nos hicimos grandes amigos. Era Jorge, o como yo le decía: Gorgo.

Cuando me acerqué lo primero que él me dijo fue:

—Mi papá juega a la casita con la vecina.

—¡Caramba! —Me senté a su lado bajo la sombra del árbol, sosteniendo mi lonchera—. Mis papás no juegan, están todo el día trabajando —le respondí.

Él masticó su sándwich regodeándose de tener padres más divertidos que los míos. Así se forjó una amistad inquebrantable y me refiero a que nada nos separó, ni siquiera mi desastrosa muerte ni mi aún más desastrosa vida.

Gorgo me quería mucho, él sabía ciertas cosas que nadie más podría saber. Pudo haberme salvado de mi muerte, él pudo haberme salvado en todos los sentidos, pero se lo impedí.

Como siempre, ya verán por qué.



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