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El señor Ramírez, el líder del movimiento comunitario, nos prestó su auto para recoger las donaciones en la casa de su prima. Ella había colaborado moviendo a todos sus vecinos a que agarraran cosas que ya no necesitaban y las regalaran.

Traté de decirle que no tenía licencia de conducir pero Gorgo que se había cansado de empaquetar y separar cosas, tiró al suelo la engrapadora y corrió hacia nosotros. Le arrebató al señor Ramírez la dirección garabateada en un papel y le quitó de las manos las llaves del auto mientras le prometía que manejaría con cuidado.

El auto del señor Ramírez era un Volkswagen Beetle del 83 color rojo brillante, o al menos eso dijo Gorgo que sabía más de autos porque su padre quería que manejara herramientas de todo tipo.

Gorgo se ubicó tras el volante con una sonrisa suave, redonda y brillante como una pompa de jabón.

—Nunca manejé uno de estos —dijo al momento que acariciaba los controles.

Enarqué la ceja con aire intrigado. El papá de Gorgo tenía una mecánica, era extraño que alguna que no se hubiera subido a todos los autos.

—Es que mi padre dice que son autos de maricas.

—Es muy marica decir eso —comenté abrazando mi mochila de lentejuelas fingiendo cara triste.

—Ni me lo digas —comentó guiñándome un ojo y encendiendo el motor que traqueteó, tosió, despidió una maloliente nube de carbón y luego encendió—. Oh, escucha rugir a este bebé.

—Tu bebé tiene catarro.

Gorgo le dio un beso al volante y la bocina salió disparada.

—Yo se lo curaré a besitos.

—Arranca antes de que tú y tu transformer me provoquen vómito.

Con una sonrisa puso el auto en marcha.

Antes de pasar por la casa, de la señora Ramírez, Gorgo insistió en tomarnos un desvió para comprar palomitas del cine. Solo acepté porque compramos también caramelos para los necesitados. Bueno, compro Gorgo.

Engullimos las palomitas en el estacionamiento del cine, recostados sobre el reducido capó del auto marica, mirando el aburrido cielo celeste. El firmamento se veía tan plano y lejano que sentí que jamás podría alcanzarlo, ni siquiera mis rezos llegarían. Abracé la bolsa de palomitas. Se escuchaba que en una sala estaban pasando una película vieja de terror, la música de los violines llegaba hasta nosotros.

Gorgo flexionó su brazo bajo la cabeza, miró una palomita entre sus dedos y habló tardíamente como si estuviera pensando en algo profundo pero en su lugar dijo:

—¿Sabías que a la gente le agarró un grave caso de Asher con las palomitas?

Me chupé los dedos y sentí el cálido y dulce sabor del caramelo. Fruncí el ceño.

—¿Qué mierda es un caso Asher?

—Pues nombrar las cosas con diferentes nombres. Por ejemplo, a las palomitas en Argentina le dicen pochoclo o pororó, en Bolivia y Brasil le dicen pipoca, en Ecuador canguil, en Cuba rositas de maíz, en Guatemala poporopo... y puedo seguir.

Me encogí de hombros, la verdad no me interesaba, sentí que por el movimiento me resbalaba sobre la chapa y afirmé mis zapatillas de luces sobre el guardabarros.

—Da igual cómo les llames. Los nombres y las etiquetas no importan tanto. Siempre sabrán igual.

Comme l'amour.

Reí y lo empujé del auto. Él aterrizó sobre el asfalto húmedo y me miró con una sonrisa, pero evidentemente molesto.

—¿Qué te pasa hoy? ¿Desayunaste a una Cristina?

Lo había dicho en broma pero en el fondo sentí pena por él, como buen amigo tuve que haberle preguntado qué le pasaba. Él era un chico que siempre buscaba el amor, pero nunca lo encontraba, incluso hacía muchas bromas sobre pitos, sexo y demás, pero era virgen, ambos los sabíamos aunque no lo quisiera admitir.

Él meneó la cabeza, avergonzado, poniéndose de pie y secándose las manos en sus pantalones. El grito de una actriz se escuchó en todo el estacionamiento, seguido por un estrepitoso estallido de una orquesta.

—Debe ser el efecto del auto marica, ven, vamos a la casa de la señora esa.

—¿Desde cuándo sabes hablar el idioma del amor? —pregunté mentiéndome al auto, reanudando la conversación.

—Desde que tu madre me enseñó lo que es el amor —respondió guiñando el ojo y arrancando, metiéndose en una calle poco concurrida.

—Ya quisieras la suerte de estar con mi mamá.

—Podrías llamarme Papi Gorgo —alzó las cejas de una manera pervertida.

Le tiré un puñado de palomitas. Él giró bruscamente e hizo que el paquete terminaba sobre mi suéter blanco. Tuvo que estacionar para que le diera su merecido.

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