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 El cuerpo me tumbó al suelo. Los dos provocamos un ruido grave al caer.

 Mi mente andaba lenta, lo primero que pensé era que el hombre se había desmayado. Eso fue una fracción de segundo hasta que mi estúpida materia gris hizo conexión. Bienvenidas las sinapsis al cerebro de Asher.

 Era el mismo anciano de las fotografías, podía notarlo a simple vista por la curvatura de su nariz, como un gancho, por su cabello blanco y el mentón. Pero estaba muy pálido, un poco hinchado, frío, blando y pesado y olía agridulce como las flores cuando mueren, pero un mucho más fétido. Olía peor que Gorgo cuando salía del gimnasio.

 Estaba en un pasillo reducido y de madera lustrada. Lo aparté a empujones sudando y atragantándome con el llanto y la peste. Cuando pude arrastrarme lejos de él, choqué con un par de piernas. Miré hacia arriba. Tío Jordán estaba parado sobre mí.

—Mis padres no pueden enterarse —dijo con un hilo de voz, llorando también.

No dije nada porque sabía que no había nada que decir. Tragué saliva.

—No sé por qué te traje aquí —lloriqueó.

Como se lo veía distraído, me puse de pie y traté de correr, pero me dio un abrazo de oso en la cintura y me empujó al suelo como si fuéramos dos luchadores en el ring. Caí brutalmente, no tuve tiempo a gritar, quejarme del dolor o forcejear que tío Jordán se sentó sobre mí y rodeó mi cuello con sus manos. Presionó. Estrujó.

¡Santamierda! ¿Embarazo? ¿Patada en los huevos? ¿Cera de depilar? ¿Ella no te ama? Puros mitos urbanos. Nada duele más como el estrangulamiento, sobre todo cuando te asfixia un pariente tuyo, al lado de un cadáver.

 Me gustaría decir que morí así. Hubiera sido todo más fácil.

 Yo no sabía que iba a fallecer esa noche, si lo hubiera sabido tal vez habría dejado de luchar para ahorrarme dolor. La incertidumbre es el peor de los castigos. Pero en el momento todavía me quedaba un ápice de supervivencia, esperanza o sueños, llámalo como quieras, cualquiera de las tres terminó en nada para mí.

 Primero traté de separar sus manos de mi cuello, intenté desenlazarlas como si fueran un nudo, pero era imposible, su fuerza superaba a la mía. Sentía que mis ojos me iban a estallar, por no decir la garganta, que se me estaba partiendo en dos como si fuera aplastada por las puertas de un ascensor.

 Dirigí mis dedos a la herida de su frente y enterré mis uñas en su carne, literalmente. Era tan profunda que comencé a levantar su piel en los extremos y agrandar el corte. La sangre brotó apresurada y me goteó en la nariz y los labios.

 Tío Jordán aulló de dolor. Me soltó, tirándose para un costado mientras se cubría la cara. Tosiendo como un enfermo terminal, me puse de pie temblorosamente, esquivé el cuerpo del hombre y traté de dirigirme a la salida.

 —¡ASHER COLM!

 Giré por el pasillo, agarrándome de las paredes para no caer. Reconocí el lugar. Estaba cerca de la escalera y a su vez de la...

 Corrí hacia la puerta. Me estampé contra ella, giré todos los pestillos y quité las trabas, pero cuando quise abrirla se quedó en su lugar. Moví el picaporte en todas las direcciones. La madera crujió y los goznes chirriaron. No se abría. Estaba cerrada con llave.

 Volteé. Jordán avanzaba por el pasillo a tumbos.

 —¡LO SIENTO, ASHER! —bramaba estirando las sílabas con su cara roja de demonio.

 Quise correr, pero me atenazó de los hombros. Forcejeamos embistiendo muebles y paredes. En algún momento de la pelea nos empujamos al desván, chocamos con el tocadiscos y la aguja cayó sobre el vinilo, reproduciendo la canción más irónica y la que más odiaría para siempre: «Highway to hell» de AC/DC.

 La música atronaba en toda la casa y provocó que ya no pudiera escuchar ni mi respiración, ni los gruñidos de tío Jordán. Solo oír la horrible guitarra.

 Finalmente, Jordán me encestó un golpe en la cara. Su puño me tumbó. Caí cerca de la mesita para té, estiré los brazos y agarré el plato de cerámica de las llaves. Él se abalanzó sobre mí. Le estampé el plato en la cara, no sin antes trazarme un corte en la muñeca con una de las esquirlas.

 Solo vi un segundo lo que había quedado de su cara, un ojo lo tenía inflamado e inutilizado, el labio partido, todo cubierto bajo un velo resplandeciente y pegajoso de sangre fresca y astillas. El ojo restante me miraba con rabia y lástima.

—¡Suéltame! —aullé, no tenía tiempo para levantarme que Jordán volvía a atacar.

Desde el suelo le di una patada en la cara cuando el intentó encimarse sobre mí y estrangularme.

 Soltó un quejido, pero agarró al instante el atizador de la chimenea y lo blandió en mi dirección, giré a un costado. El pico del atizador se clavó en la madera del piso, a pocos centímetros de mi cara. Lo miré incrédulo.

 Él estaba aturdido por la patada. Aproveché el tiempo que me permitió su maniobra fallida y su dolor para levantarme y huir.

 No podía correr hacia el teléfono celular que había dejado en el auto. Las llaves del coche las tenía él. La puerta estaba cerrada ¿Cómo iba a salir de esa? 

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