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 Sentí como... es difícil de describirlo. A ver, déjame pensar. Era como una punzada, como si una mano con garras y envuelta en llamas se hubiera introducido por mi ombligo y hubiera dejado allí una semilla de ácido.

 Miré sus ojos y lo que más me aterró es que no encontré nada ahí.

 El cuchillo que yo tenía en mi mano se deslizó de mis dedos débiles y escépticos. Rebotó en el suelo emitiendo un ruido metálico como una campanilla. Y solo ahí supe que nunca pensé usarlo, no como él lo había hecho. 

 Todavía le sostenía la mirada, en ella no había suplica, si no una pregunta sutil y muda, sentía cómo mis ojos hablaban: «¿Por qué?» Era todo lo que decían.

 Bajé la mirada, tanteé con la mano el mango de la navaja que sobresalía de mi abdomen como si fuera un poste en mitad de una calle. Estaba ahí, duro, bien encajado. La empañadura era metálica y brillaba opacamente como una estrella mortecina, mi mano flotaba alrededor pero no se animaba a tocarlo, como si quisiera creer que eso no estaba ahí.

 Me había apuñalado con una navaja de pesca, ancha y dentada, mientras que yo traté de defenderme de él con un cuchillo para frutas. Ya ven lo santo que era.

 Una mancha roja comenzó a expandirse en mi suéter blanco, el mismo que había comprado en una rebaja hace tres meses y que pensé que quedaría bien con verde, amarillo y malva pero jamás con rojo.

 Me había equivocado, el rojo le sentaba bien a ese suéter.

 Me deslicé al suelo, mirando atontado la herida. Tío Jordán se abalanzó hacia mí para terminar lo que había empezado, pero en ese mismo instante mi cuerpo comenzó a funcionar en modo automático, sin preguntarme ni planear nada. Agarré el cuchillo del suelo, el que yo había tirado y le tajeé las manos.

 Me levanté como pude y avancé a trompicones hasta las escaleras. Tío Jordán me hubiera alcanzado si no hubiera resbalado con mi sangre y caído de bruces al suelo.

 No supe cómo, pero subí los peldaños. Caminaba peor que un anciano encorvado, encogido del dolor, mirando hacia mis pies descalzos, las piernas me pesaban y moverme era una tortura, no podía incorporarme porque si lo hacía la navaja que todavía tenía hundida en el abdomen  rasgaba mi carne por dentro y por fuera.

 La verdad es que cualquiera se hubiera dado cuenta que no podría lograrlo, pero mi cuerpo joven, que tantos años estuvo creciendo para llegar a la adultez, no se iba a dar por vencido así de fácil.     

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