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 Le quité a Joyce fervientemente mis zapatillas y me las calcé en frente de él, para que me viera. Él me observó con las mejillas sudorosas infladas de la rabia y tan cruzado de brazos que pudo haber hundido su pecho.

 —Estás muerto —amenazó.

 —Ya lo sabía —dije encogiéndome de hombros.

 La multitud empezó a reírse, hacer bromas y esas cosas. Había ganado, no lo sentía así, me sentía peor que antes. Creí que recuperaría a unos amigos, pero ahora las sentía en mis pies como dos clavos ardientes.

 —¡Eh, ya casi tienes el atuendo completo! —se burló la niña india con una sonrisa maliciosa.

 No pude evitarlo y salté sobre ella, la derribé de un golpe y comencé a atizarle puños en los ojos. La muchedumbre se trasladó de lugar para vernos a prudente distancia. Los espectadores gritaron eufóricos y se sacudieron como electricidad. Algunos alzaron sus brazos para animar la pelea, otros comenzaron a saltar formando un ajetreado pogo, porque el sonido de los puños y los gritos era música para ellos.

 No sientan lastima por la niña, es un alma de más de mil años en el cuerpo de una niña que tuvo que ser lo suficientemente malvada en vida como para terminar ahí. Tampoco sientan lastima por mí, soy lo mismo.

 —¡Pegas como abuela! —me retaba a más, desde el suelo—. ¿Tienes miedo de ensuciar tu manicura, princesito?

 Alcé mi puño y vi su cara hinchada, tan inflamada y magullada como una fruta madura. En lugar de lloriquear o llamar a su mamá, como haría todo infante, gritó al igual que un animal, abriendo la mandíbula. Me miró enardecida. Idéntica a una demente.

 —¿Eso es todo lo que tienes? ¡Me empolvo la cara con golpes más fuertes!

 Alan me agarró debajo de las axilas y me alejó de ella. Me paré a trompicones mientras se oía un corillo desilusionado porque la pelea había terminado.

 Todo quedó quieto como una marea que luego de chocar contra la costa se retira y no regresa nunca más.

 No había recuperado mi vida como creí que haría al recobrar las zapatillas, tampoco había sanado el vacío de mi corazón roto como creí que golpear a la niña lo solucionaría. Asher Colm era un chico de problemas, no de soluciones.

 Tal vez no había vegetación en el infierno, pero todos los días florecía en los muertos una desesperanza cada vez más viva.

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