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 —¿Podré volver a este Nivel? —pregunté enterrando mis manos en los bolsillos de mi pantalón negro.

 Ambos rodaron los ojos como si estuvieran cansados de mí.

 —No —gruñó el anciano.

 —¿Jamás?

 —Tal vez en cien mil años, o doscientos mil. No sé, no importa. Sube —ordenó el niño propinándole golpecitos la barra de madera que atravesaba la barca.

 Meneé la cabeza, el sonido acompasado de las olas del río me acompañó.

 —Quisiera despedirme de mis amigos.

 —No —dijeron ambos al unísono.

 —Está bien, solo de uno ¿Por favor? —insistí encogiéndome un poco.

 —Diablos, qué sentimental eres —se quejó el sindicalista.

 —Es que perdí mucho como para perder más. Quiero a mis amigos.

 —Para ya. —El niño se cubrió los oídos, el anciano hizo cara de asco como si hubiera hablado de algo muy repugnante—. Y se supone que el que tortura al otro soy yo.

 Sin embargo, ambos, me concedieron despedirme de uno de mis amigos. No era difícil elegir, quería mucho a los otros. Pero seleccioné a Alan sin titubear, él había sido mi guía desde el momento en que inició todo, supongo que también debería despedirme.

 Virgilio se despidió de Dante, porque él no podía llegar al paraíso. Nunca entendí cómo Dante pudo dejar a Virgilio, si tanto cariño le tenía se hubiera quedado con él, al menos en el limbo. Sin embargo, Dante quería más a Dios y toda esa cháchara de adorar al altísimo.

 Con el tiempo entendí que, a veces, los amigos solo nos acompañan un trayecto de nuestra vida, uno breve y eso no significa que no puedan ser eternos. No podemos retenerlos a nuestro lado para siempre, ni a amigos o seres amados, a veces los separa la muerte, otras veces la vida o una pelea absurda.

 Pero siempre quedan los recuerdos y yo quería llevarme el recuerdo de una jodida despedida con mi maestro espiritual, mi Alan.

 Virgilio dijo que no hay mejor guía que la voluntad y mi voluntad me suplicaba que viera a Alan una última vez.

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