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 Aunque yo sí podría estar, para siempre, contándote historias igual de extrañas.

Como, por ejemplo, mi otra compañera de patrulla.

Jenell Viveka.

Una chica de veinticinco años, gordinflona, rubia y enojona. Ella odiaba los hombres y como castigo tenía que pasar la eternidad conmigo, Ruslan y Larry. Hombres. Aunque ella nunca nos decía así, solía llamarnos, bestias, tarados, apestosos, neandertales, cerdos ignorantes y otros nombres igual de cariñosos.

Como los domingos podemos caminar por la ciudad del nivel Jenell trató, desesperadamente, hablar con mujeres inusuales, pero nunca oía lo que le respondían. Estaba como sorda para el género femenino, solo escucha a los hombres. También hay muchos tipos en el infierno como ella, que odian a las mujeres y como condena solo puede hablar con ellas, a la larga termina queriéndolas u odiándolas menos.

Lo gracioso de Jenell era que se llamaba Jenell. Su nombre significa mujer sabia, comprensiva y amable. Pero ella lo único que comprende es el odio, solo es amable cuando lo hace con sarcasmo, no es sabia en lo absoluto y hasta a veces olvido que es mujer.

Su crimen fue ser extravagantemente caprichosa y vengativa.

Te contaré su historia como Jenell me la contó a mí.

Ella vivía en un pueblo de Alemania, no importa cual, pertenecía a una familia adinerada y bien posicionada, no es de tu maldita incumbencia el nombre de la familia. Su cuñado era el alcalde y su hermano dirigía un regimiento de soldados... ya te das una idea, no importan sus logros ni sus cargos, no los ganaron por su cerebro. Llegaron ahí solo porque tenían pito, uno muy pequeño, lo sé de buena fuente.

Ella cuidaba el jardín de su casa tanto el delantero como el trasero, cultivaba unas rosas que te dejaban sin aliento, tenía sirvientes para eso, pero solo ella podía otorgarles la atención necesaria. Además, luego las vendía porque le gustaba ser independiente. Era la envidia de todas sus amigas... o lo habrían sido si hubiera tenido una maldita amiga, pero las chicas de su ciudad eran muy tontas y las listas no buscaban amigos porque eran listas.

La cosa es que sus padres querían que Jenell se casara, pero ella tenía mejores cosas que hacer como cultivar y cosechar sus rosas, por ejemplo. Además, odiaba a los hombres, le daban asco, la aburrían, no le gustaba la ropa de hombre, ni los bigotes o el vello en la cara, no le agradaba la colonia que usaban, su voz grave y que solían hablar de política como si ella no entendiera nada en absoluto.

Al único hombre que podía llegar a tolerar era a Volker Heber. Ese diarero parecía ser el único lucido de todo el planeta, que le elogiara sus rosas no tenía nada que ver, obvio.

Volker siempre se quitaba su gorra cuando la saludaba y se inclinaba ligeramente, ni mucho como para parecer exagerado ni lo suficientemente poco como para aparentar descortesía, era el equilibrio justo. Y siempre, siempre, siempre, él le dejaba el periódico en la verja de su casa y le preguntaba qué pensaba de las noticias de ayer.

Jenell al principio aprovechaba su oportunidad y le daba una opinión política, porque ningún otro hombre preguntaría lo que ella pensaba de nada en absoluto. Después de oírla, él elogiaba su inteligencia y se iba.

Pero luego de unas semanas ella había decidido juguetear con su pelo como alguien absurda para comprobar si Volker era de los que no podía separar pensamiento de persona, pero en esa ocasión él sonrió amablemente, ponderó su pensamiento y se marchó.

Incluso muchas veces había tratado de aparentar ser más tonta y dar opiniones políticas que solo podría dar un idiota, pero él luego de escucharla con atención alababa su inteligencia, se inclinaba ligeramente con una sonrisa, se calaba la gorra y se iba silbando, cargando los diarios sobre su hombro.

En una mañana, no recuerda cuál, tampoco es que importe, Jenell le preguntó cuál era su opinión sobre las noticias y descubrió que Volker pensaba muy diferente a ella, era un anarquista libre y pacifista, decía que el amor podía gobernar el mundo. Básicamente era hippie, pero para entonces no existían.

Ella no pudo evitar soltar una carcajada y agarrarse de la reja que los separaba para no caer de la risa, pero él no se ofendió. Cuando recobró la compostura, Jenell le preguntó qué opinaba de ella hablando sobre política.

—¿Crees que no sé sobre el tema? ¿Crees que soy tonta? ¿Eso piensas?

—El único tonto es el que cree que otros pueden serlo —respondió él.

No se equivoquen, esta no es una historia romántica. No puede serlo si hay rosas, puentes y alcaldes de por medio.

La cosa es que frente a su casa el alcalde construyó un puente que, alzándose sobre un río, ayudaba al transporte entre dos pueblos. A cualquiera le hubiera resultado buena idea, a Jenell no, porque aumentó el tráfico por la avenida y sus rosas antes blancas y rojas, ya no tenían color y el único aroma que expulsaban era de combustión.

Aunque no le gustaba dirigirle la palabra fue con su cuñado, el alcalde, y le pidió que demoliera la obra y la construyera en otro lugar, ella pagaría los gastos con dinero de la familia y ahorros. Él no le hizo caso. En la siguiente ocasión no solo prometió pagar los gastos si no que se tomó el trabajo de elegir una mejor alternativa, construyó planos de un puente más eficiente y económico, lejos de su casa, y aseguró que, además, daría una generosa donación y construiría jardines. Él no debería mover ni un dedo.

Pero el alcalde ni siquiera vio sus ideas y le sugirió que volviera a su casa a tomar el té. Ella le prometió que lamentaría subestimarla.

Se propuso demolerlo ella misma.

Compró ilegalmente un cargamento de pólvora y un poco de detonantes. Los ubicó en las bases ella sola, cuando la noche reinaba sobre la ciudad, las activó con un fosforo que besó antes de arrojar. Hizo volar al puto puente hasta el infierno.

Eso fue lo que la condenó.

Rápidamente la llevaron a la cárcel, no se defendió ni trató de mentir que no había sido ella, simplemente se entregó a la policía, fue hasta la estación y confesó haber sido la autora del crimen. Escupió en todas las caras de todos los hombres que pudo.

La detuvieron en el pueblo y no la condenaron ni la enviaron a la cárcel de mujeres de Hoheneck* porque su padre tenía influencias. La encerraron en una celda hasta que pensaran qué hacer con ella.

Pero no tuvieron tiempo para pensar porque, a la semana del evento del puente, estalló la Segunda Guerra Mundial. La guerra hizo que el alcalde se olvidara de construir otro puente, además, en tiempos bélicos es más difícil transportar materiales como cemento.

Con el transcurso del tiempo, su pueblo fue uno de los primeros en ser atacado y la ayuda no tuvo tiempo a llegar porque no había manera de atravesar el río.

Ese puente hubiera salvados cientos de vidas, pero no pudo porque había sido demolido.

No es culpa de Jenell, ella no sabía, de otro modo me dijo que hubiera demolido el puente mucho antes porque nadie en el pueblo merecía la puta pena de salvarse.

Nadie a excepción de Volker.

Luego del ataque ella pudo escapar de prisión porque la reja se había doblado por el impacto de una bomba. Comprobó que había sido una de las únicas sobrevivientes porque la celda subterránea la había salvado.

Caminó descalza por la calle, azorada, era como si apareciera en un mundo de humo, polvo y cenizas donde no existían los jardines y donde los edificios eran un revoltijo de piedras. Avanzó hasta su casa y en el camino se encontró con el cuerpo de Volker.

Al principio no lo reconoció y cuando lo hizo... crac. El sonido de un alma que se hunde, dijo que fue un sonido dulce y corto como una piedra cayéndose a un pozo.

Estaba tirado sin gracia, gris por el humo y el polvo que lo enterraban indiscriminadamente, pero era él. Su gorra descansaba a unos metros, chamuscada, las noticias del día estaban dispersas por el suelo y algunas revoloteaban por el aire como si fueran mariposas blancas o polillas.

Nunca supe si el amor fue lo que reinó el mundo de Volker, pero el odio fue lo que acabó con él.

Jenell sintió de repente toda la culpa, se inclinó sobre el cuerpo de su único amigo y lo lloró hasta que se le cayeron los ojos, o al menos ella sintió eso.

Se hizo de noche y se dio cuenta de que no podía llorar más. Fue hasta su casa, arrancó todas las rosas, las juntó en una canasta, las despellejó y arrojó los pétalos encima del cuerpo inerte de Volker hasta que no quedó forma de él.

Se sorprendió con la facilidad que se desprendió de sus rosas, creyó que eran su felicidad, tal vez lo eran, pero su felicidad se deslizó suavemente de sus dedos y enterró un cadáver difuso. Ella descuartizó su alegría, la hizo añicos, la profanó y repudió cuando terminó, se tiró a su lado.

No me equivoqué, esta no es una historia romántica, pero sí es una historia de amor. Porque hay sonrisas, respeto y anhelo, porque no sigue las reglas y porque no tiene un final feliz.

Creo que Jenell no se volvió a mover y falleció tendida en la calle, junto al cadáver Volker, la venció la fatiga, el frío o la sed. Tal vez un ángel le robó su alma porque era inútil que siguiera allá abajo estando tan muerta, no lo sé. Ella nunca me contó el final de la historia. Al preguntarle se enojaba y evadía el tema, a veces pensaba que ella seguía acostada en esa calle.




* fue un centro penitenciario ubicado en Stollberg/Erzgeb., Sajonia, célebre por su uso como cárcel femenina para disidentas del régimen de la República Democrática Alemana. Los nazis la utilizaron de manera temporal en 1933 para albergar a presos políticos, aunque posteriormente continuó siendo utilizada para convictos regulares. 

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