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Una mujer y un hombre estaban en el supermercado de la gasolinera.

La mujer tenía sesenta años, de silueta espigada, su melena cana lo tenía sujetado en un apretado moño, aunque era anciana, arrugada y pálida estaba ataviada con un vestido de novia de color crema con perlas, falda de encaje y un velo que se escurría desde la coronilla de su cabeza. El blanco se encontraba un poco manchado, el encaje estaba agujerado y la falda raída, pero aun así se veía fina. Hermosa no, seamos justos, parecía que llevaba miles de años con ese atuendo.

No pude evitar sonreír al verla, ella se había llevado de su vida el vestido que había usado en su casamiento, a eso podía llamarlo suerte, la mayoría se llevaba sangre o tripas, en mi caso una cojera.

El hombre se encontraba revolviendo entre las góndolas oxidadas. Era un poco más joven, de unos cuarenta años, cargaba un reproductor de música en su espalda, como si fuera una mochila. Lo llevaba amarrado con sucias correas. El aparato estaba encendido y se escuchaba «Lay All Your Love On Me» de ABBA. Me sorprendió encontrar música en ese lugar.

Los compañeros voltearon la cabeza cuando entramos al establecimiento y pisamos los cristales del suelo, que antes pertenecían al escaparate. La anciana se bajó de un salto del mostrador y se ubicó detrás de la caja registradora, tenía la agilidad de un adolescente. Con una sonrisa de comercial exclamó:

—¿Les sirvo algo?

—Sí, gracias, quiero una bolsa de papas fritas, por favor —respondió Ruslan metiéndose en el juego rápidamente.

La anciana agarró una lata abierta y vacía, la ubicó sobre la mesa, a un costado de la caja registradora. Sus manos las tenía forradas por unos guantes que antaño habían sido color hueso y de seda.

—Veinte centavos.

—¿Tan poco?

Abrió los ojos.

—Ah, sí... em... ¿Cinco dólares?

—Así mejor. —Ruslan levantó una esquirla de cristal y se la colocó en la mano—. Conserva el cambio.

—Muchas gracias, lindura.

—A ti, preciosa.

—No, a ti, galán.

—Muchas más a ti, guapetona.

Jenell revoloteó los ojos, salió y nos esperó afuera, en un lugar donde pudiera mirarnos con odio más tranquila, cerca de los surtidores de gasolina vacíos y abandonados. Larry se dirigió a las máquinas dispensadoras de golosinas, aunque estaban vacías se las quedó mirando como si fueran un televisor. Ruslan comenzó a hablar con la anciana y Leviatán metió las manos en los bolsillos de su trajecito y caminó con aire críptico y ausente como si estuviera... triste.

El hombre que inspeccionaba las góndolas se volteó y me quedé boquiabierto al ver quién era.

—Tío...

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