Cuando mis padres se casaron hubo una gran fiesta. Para empezar mis trece tíos trajeron a sus parejas, a excepción de la tía Sansa que trajo a sus dos novios porque tiene esperanza en el libre amor, ella cree en eso, pero sus dos novios no se vieron nada felices al toparse con la pareja de su pareja. Se pelearon en la fiesta pero ambos se quedaron por el pastel, se los veía felices en las fotos de los invitados.

No solo había mucha gente también fue una fiesta sin igual porque era al mismo tiempo despedida de solteros y casamiento civil. No hubo ceremonia religiosa, ninguno de mis padres creía en Dios. Mi mamá... bueno, mi mamá porque creía que Dios es un tipo en bata, enojado, sobre una nube que apunta con su dedo y maldice a la gente. Yo no sé si es así o no. Mi papá estuvo de acuerdo en omitir la ceremonia porque no tenía opinión personal ni pensamientos muy formados.

Fueron a su casa de ensueño, papá hizo el cliché de levantar a mamá y atravesar la puerta juntos. Entonces comenzaron la fogosa y apasionada noche de bodas, tuvieron tanto sexo por tanto tiempo que pudieron ver la trilogía de El Señor de los Anillos, dos veces, y haber durado lo mismo.

De esa incandescente noche no nací yo. Lo único que tuvo como resultado fue una visita al médico cuando mi mamá tuvo la regla. Fue entonces que, a través de un montón de estudios médicos, análisis y dinero se dieron cuenta que los ovarios de mamá son tan amigables como un banquero.

Ningún bebé podía formarse ahí.

Ningún bebé que no fuera milagroso.