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 La pregunta me tomó por sorpresa, parecía formulada con interés, sin ninguna intención cotilla como lo haría un padre o una abuela. Agradecí que, estando tan cerca uno del otro, la oscuridad nos distanciara kilómetros.

—No —respondí.

—¿Por qué? —interrogó arrebujándose bajó las sábanas.

Apreté los labios en una fina línea, aferré entre mis dedos la manta áspera y caliente y susurré:

—No sé. Quiero dormir, cierra tu boca.

—¿Te arrepientes de no haberte enamorado antes de morir?

—No... sé.

Desde que había muerto no había pensado en eso, básicamente porque no pensaba en nada. Además, tenía problemas más importantes en que preocuparme como guardar rencor porque mi tío me había asesinado y mis padres me habían enviado al infierno. Mi mamá siempre había querido tener una familia que la salvara del dolor, pero mi familia había hecho que me perdiera en un abismo de sufrimiento.

Es raro, la familia es como un cuchillo, algunos lo usan en cosas inocentes como untar pan y otros para matar.

¿Por qué no me había enamorado? En ese momento, a altas horas de la noche, fatigado y solo, sentía que si no hallaba esa respuesta jamás me encontraría a mí.

La manta áspera de repente era demasiado pesada, sentía que aplastaba, saqué los brazos y los coloqué sobre mi pecho.

Como si leyera mis pensamientos Leviatán preguntó:

—¿Creías en el amor?

—Sí —respondí convencido.

El amor y el miedo eran lo único con lo que veníamos al mundo, nadie nos enseñaba a sentirlo, lo teníamos incorporado en nuestra cabecita. En algunas ocasiones también era lo único que nos llevábamos al irnos. Se puede temer sin amar, cualquier bicho raro teme, como una pantera le teme a un cazador o un pez a un tiburón, pero el amor... No se puede amar sin temer.

Tal vez por eso no podía querer a nadie, porque, de alguna inexplicable manera, me aterraba la idea. Tal vez era el único ser humano que comprendía el poder que tenía el amor, la responsabilidad... nunca habían sido bueno manejando el miedo.

—Tenía miedo de amar a alguien, supongo.

—¿Por qué?

Me encogí de hombros. Por qué. Por qué. Por qué ¿Era lo único que sabía decir?

—No lo hacía porque en todas las religiones provoca problemas —solté de sopetón y solo cuando lo dije pude comprender qué dije.

Era cierto, en la mayoría de las religiones el amor ocasionaba problemas. Solamente mira la mitología, Troya cae por un amorío. Sodoma y Gomorra son destruidas por coger demasiado. La horrible bestia, el minotauro, no nació por una semilla precisamente, nació porque una mujer manipulada por Poseidón decidió que quería con un toro.

En la vida real no nacían bestias ni caían reinos, pero sí se creaban monstruos internos y las personas se desmoronaban por el amor.

En la mayoría de las religiones a las que había asistido tenían reglas de castidad, de no salir con alguien a no ser que estuvieras listo para casarte... Coquetear era el primer paso de la inmoralidad, eso decían. Como tenía diecisiete y no quería casarme, ni era legal, no me preocupaba por esas cosas, simplemente pensaba que lo haría después cuando... creciera y pudiera asumir las responsabilidades que conllevaba el amor, de las que hablaban los curas, los sacerdotes, los ancianos y los pastores.

Pero sí, el amor lastimaba, más si estabas involucrado en una religión.

Como Clara. Una chica que asistía a la misma iglesia que yo. Ella tenía un novio llamado Teodoro, solía fumar con él en el callejón de la sexta calle del centro de la ciudad, abrazados entre una nube de humo y aliento.

Por un tiempo ambos habían sido mis amigos.

Los domingos después de la Iglesia íbamos a la tienda de música del hermano de Teo y revolvíamos entre los viejos CD y discos en oferta. A Clara solían gustarle los clásicos lentos sobre todo cuando «cuando se siente la angustia en la voz del cantante» solía repetir. Luego íbamos al sótano, en la casa de Gorgo, donde tenía una mesa de villar. Jugábamos mientras Clara ponía los discos que había comprado.

Teo solía mirar en vez de jugar, porque era torpe usando las manos y no podía sostener con gracia el taco del billar, así que formaba parte del equipo de Clara como ayuda motivacional. Ella siempre ganaba, aunque el juego era de Gorgo. Él, cada vez que salía perdedor, se encogía de hombros, decía «Yo ya gané» y me miraba sonriendo, burlándose de mí, entonces yo le enseñaba mi lengua. Ocasionalmente terminábamos en una pelea en el suelo.

Clara y Teo se querían con locura, hacían ciertas cosas melosas como caminar con la mano en los bolsillos del otro, compartir auriculares, hablar hasta altas horas de la noche, planear su vida juntos y terminar las frases del otro.

Pero, a diferencia de lo que solían decir las canciones que escuchábamos en el sótano, el amor nunca es suficiente. Resultó que cogieron y los padres de ambos se enteraron porque revisaron sus teléfonos celulares y encontraron evidencia textual e imágenes.

Teodoro era hijo del cura e iba, con Clara, a una escuela Opus Dei. Para evitar que el escándalo se hiciera mayor Teo y su familia se mudaron lejos, nunca más lo volví a ver. A ella le aconsejaron que hiciera un retiro espiritual de silencio o que ofreciera algo para limpiar su pecado, además, su familia quedó tachada como lujuriosos, pervertidos e irrespetuosos. Todos murmuraban al verlos pasar.

Nuestra amistad se terminó cuando se mudó Teo. Con Clara no volvimos a hablar. Nunca supe si fue culpa mía o de ella que quería olvidar esa etapa de su vida o de él que se había ido o de los adultos que los separaron, o si sus padres creyeron que Gorgo y yo éramos malas influencias y los habíamos obligado a coger.

La última vez que había visto a Clara estaba fumando, pero sola y no en el callejón de la sexta cuadra del centro de la ciudad. Tampoco se encontraba escuchando clásicos en oferta, en lugar de eso oía el silencio, mientras permanecía quieta, sentada sobre el basurero de la escuela. En su cara se reflejaba el mayor desamparo que había visto.

Nunca olvidé la cara de Clara.

—Nunca olvidé la cara de Clara.

—¿Clara? ¿Cómo la parte del huevo?

—De eso sabrás tú —respondí.

—¿Y qué cara tenía ella?

—No era tristeza porque para estar triste te tiene que quedar algo funcionando en la cabeza, una pieza, por más diminuta que sea. Pero ella no estaba rota porque las piezas pueden ensamblarse y volver a funcionar. No. No estaba rota. Ella se había quemado. Quemado de amor. Era tierra muerta, quemada, cementerio de cenizas, porque nada puede crecer de las cenizas. Estaba vacía. El amor la consumió como si fuera un cigarrillo.

—Vaya.

—No había cometido ningún crimen para merecer eso, simplemente había amado. Sí creo en el amor, pero también creo que el amor no es un sentimiento, no todo el tiempo. A veces es un arma, Leviatán, daña, es demasiado peligroso. No debería ser legal usarlo a la ligera. Daña más que las balas o el fuego o un beso. Supongo que yo creí que era cosa de adultos, para expertos, creí que tendría más tiempo para amar. Cuando lo hiciera quería hacerlo bien, sin que me dañara, pero... Como ves, no tenía mucho tiempo que digamos.

Leviatán guardó silencio.

—¿Estás seguro de que no amaste a nadie?

—Sí.

—Si te hace sentir mejor el amor no es cosa de adultos. La verdad es que los adultos no tienen ni idea de nada. Están perdidos, tan perdidos como cuando eran adolescentes, si no es que más. Solamente tienen años de experiencia en eso de no saber nada.

Yo continuaba mirando el techo oscuro, girando ambos de mis pulgares como rombos, sin tocarse.

—Me alegra oírlo. Oye, Leviatán ¿tú lo sabes todo?

—Casi todo —comentó lúgubre y se cubrió la cabeza con la manta.

—¿Me perdí de gran cosa al no amar?

Él rio bajo la lana, su risa llegaba amortiguada como si estuviera en otra habitación. Emergió su cabeza, respiró y escuché cómo abría su frasquito de medicinas, sacaba una pastilla y se la introducía en la boca.

—Como tú lo dijiste amigo, sólo te perdiste de sentir miedo.

—Buenas noches, Leviatán.

—Malas noches, Asher. Y que no sueñes con angelitos.

—Mucho mejor, sueño con amigos.

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