45. Bienvenida a mi vida personal

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No recuerdo haber sido testigo de un momento tan tenso entre dos personas desde hacía mucho tiempo. Amber y Ellie apenas se hablan mientras se ponen el pijama y se desmaquillan en el cuarto de baño, y por otro lado estoy yo, inquieta, como si un mal presagio estuviese atravesándome las entrañas porque por algún motivo que desconozco cada vez noto a Gianni más lejos. Antes de irse, le pasó el brazo por el hombro a Luca, le dijo algo al oído y se marcharon con las bolsas de basura. Luca parecía igual de afectado que Ellie. Y Amber parecía igual de atónita y ajena a ese secreto que yo.

Cojo un abrigo negro y largo de tela caída, me guardo una de las tarjetas llave de la habitación en un bolsillo junto a monedas sueltas y en el otro meto el vaper que he rellenado con un líquido sabor cookies. Después de finiquitar la cajetilla de cigarros fuera del supermercado esta tarde, mi propósito es no volver a comprar una. Quizá incluso dejar de fumar vaper para siempre. Aunque este segundo propósito tendrá que esperar a que supere el primero.

Tras avisar a las chicas de que iré a por agua y algún snack de las máquinas expendedoras de abajo, enfundo el abrigo por encima de mi camisa blanca y falda burdeos y entro al ascensor. En el espejo me retoco los restos de rímel que se me han esparcido por las ojeras, me peino la melena rubia con los dedos y me quedo embobada mirándome las yemas, sintiendo cómo la fuerza que me oprime el pecho va en aumento. Lo recuerdo a él. Recuerdo cómo nos divertíamos en el Club 13, el primer beso que nos dimos en esa habitación porque no soportábamos la pasión que nos despertábamos al compartir nuestros cuerpos. El sexo dejó de ser superficial y frío, un acto meramente desestresante, cuando lo conocí. Al menos, para mí. Deseé saber cosas de él incluso antes de averiguar que nos acababan de presentar como el león y la nueva.

Pulso las teclas correspondientes. La máquina hace un estruendo al expulsar una botellita de agua y una bolsa de golosinas. Recuerdo con tanto anhelo sus caricias que me veo tentada a mandarle un mensaje de texto, pero he dejado el móvil en la mesita de noche de la habitación. Suelto un resoplido lánguido y regreso a paso lento.

A medida que pasa el tiempo, la delgada línea que separa lo correcto de las acciones pasionales, esas que llevamos a cabo porque nos las dictan nuestros sentimientos, se va distorsionando, y ya no sé cuál es el límite que no debo rebasar después de haberlo hecho en tantas ocasiones. Como ahora, que se me corta el aliento cuando un boom violento me sacude el corazón y luego se me para en seco al ver a Gianni sentado junto a la puerta de la habitación de las chicas. Tiene la botella de vino de antes en la mano y el móvil en la otra. Tampoco se ha cambiado de ropa. Me acerco sigilosa, pero los latidos me golpean impetuosos y temo que se me escuche aun estando a metros. Eleva el rostro y sus ojos verdes aterrizan en los míos con una intensidad diferente. Los cabellos oscuros le adornan la frente. Entonces, alza el móvil y me enseña el mensaje que estaba a punto de enviarme :

«Demasiado vino para mí solo. ¿Sales al pasillo un rato?».

De repente, mi organismo determina que aumentar diez grados la temperatura de mi cuerpo es la mejor defensa en una batalla que está perdida de antemano. Me sobra el abrigo. Me arden las mejillas y me hago daño al pegarme un mordisco porque es jodidamente complicado ocultar la sonrisa atontada que me acaba de robar ese mensaje. Saco los brazos del abrigo, me dejo caer a su lado, sobre la moqueta de rombos del suelo, y coloco la prenda en mi regazo. Él sonríe y me pasa la botella.

—Gracias por quedarte.

—Yo tampoco puedo dormir —me justifico tras beber y devolvérsela.

—No estoy aquí por eso.

—¿Entonces?

Ambos cruzamos la mirada al ladear el rostro. Nuestros hombros están pegados y nuestras caras, a centímetros. Dolorosamente cerca. Daría lo que fuese por tener cualquier estúpida excusa para besarlo. Aunque fuera una última vez. Y me percato de que no me gusta pensar en esas palabras. No me gusta pensar en que cada segundo estoy más cerca de esa «última vez» de todo con Gianni.

Se toca el pelo, baja la mano hasta frotarse los ojos y suelta un largo suspiro antes de fijar la vista en el techo blanco del que pende una lámpara de cristal.

—La chica del otro día por la que me preguntaste... Quiero que sepas que no me gusta hablar de este tema porque...

—No tienes por qué contarme algo que no quieres —lo interrumpo poniéndole una mano en el antebrazo, baja la vista a mis dedos y se libra de la botella para ponerme la suya encima. Luego, me convierte en la protagonista de su mirada.

—Lo que no quiero es que te alejes, Anna.

La voz sensual y ronca por el cansancio de Gianni me hace tragar en seco. Asiento y permanezco en silencio, aturdida por la sinceridad de sus palabras mientras él me acaricia la piel de la mano haciendo circulitos con el pulgar.

—Se llama Hazel. Hace seis años fui a Barcelona gracias a un programa de intercambio, nos conocimos en la universidad de allí y no tardamos en formalizar nuestra relación. Yo estaba deseando largarme de Milán, así que no tuve la menor duda al buscarme un trabajo de lo mío en España para que pudiésemos seguir juntos.

—¿Naciste en Milán?

—En Nápoles, aunque mi familia se mudó a Positano cuando tenía cuatro años. Milán solo fue un lugar temporal para escapar de mis orígenes. Mi hermana mayor se fue a estudiar diseño de interiores y decidí continuar mis estudios compartiendo piso con ella allí.

Rompe el contacto para darle un trago al vino y aprovecho para abrir la bolsita de gominolas. Son ositos de distintos colores y sabores, escojo dos al azar y atrapa con los labios el que le ofrezco.

—Después de unos meses en Barcelona, la relación empezó a torcerse. Lo intentamos por todos los medios durante más de dos años y no terminó bien, como habrás supuesto. —Suspira fuerte pegando la cabeza a la pared—. Todo se complicó demasiado.

—¿Hace mucho que lo dejasteis?

—Hace cuatro años que le puse fin, pero nos reencontramos hace unos meses en Barcelona y la historia retomó el mismo puto rumbo retorcido que por entonces, así que terminé pidiendo el traslado a Madrid. Le mentí al prometerle que podría contar conmigo siempre. No supe nada de Hazel hasta que se presentó en la oficina de Digihogar el día que te llevé a mi piso de improviso.

Por razones más que evidentes, me da miedo seguir indagando en el asunto. La palabra «acoso» queda suspendida en el ambiente, aunque ninguno la pronuncia, y la ansiedad palpable en el semblante de Gianni me confirma que esta sensación turbia que se me ha incrustado en las costillas y me dificulta respirar no son alucinaciones mías. Ahora puedo entender muchas de sus reacciones desmedidas. Me siento mal por haberlo malinterpretado todo, desde que podía estar jugando conmigo hasta juzgarlo por no querer hablar de ello.

—Siento mucho que hayas pasado por eso. —Dejo caer la cabeza en su hombro y carraspeo suave—. Gracias por contármelo.

—Bienvenida a mi vida personal.

Gianni me sonríe con la mirada vidriosa. Es una sonrisa triste que me parte el alma. Le rodeo el torso con el brazo y lo apretujo contra mí. Él me corresponde el abrazo atrayéndome hacia sí como si aferrarse a mi pequeño cuerpo pudiera salvarlo de su propia mente. Hunde la nariz en mi pelo e inspira fuerte.

—Me moría de ganas de tenerte cerca—me susurra al oído.

Toda mi piel, empezando por el cuello, se me eriza en reacción a su voz grave. Yo también, confieso para mis adentros. El corazón se me dispara. Parece que haya pasado una eternidad desde la última vez que estuve en sus brazos, lo que me hace deducir que quizá me estoy acostumbrando demasiado a ellos. A su olor masculino, el del perfume combinado con el corporal. A su voz insolente, a sus ojos profundos. Antes de poder sellarme la boca, escupo lo que estoy pensando:

—A veces me pregunto cómo habría sido todo si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias.

—Todo lo que está destinado a suceder...

—¿Crees en el destino?

—Creo que eres como un maldito imán. Y yo habría terminado encontrando el modo de orbitar alrededor de ti de una forma u otra.

Me río sutil y los hombros me tiritan al hacerlo. Descubrir esta faceta de Gianni me resulta de lo más adorable. Lo abrazo con más fuerza y entierro la cara en su clavícula inspirando hondo. Suelto el aire con una sonrisa, deleitándome de cada nota perfumada que despide su piel. De cada latido agitado de su corazón.

—Abrazas como un oso —bromeo.

—Explícame cómo abraza un oso, por favor.

—No lo sé, pero se me ha venido a la mente. Que pareces un oso —me entra la risa tonta. A él también.

—La verdad es que parecemos dos adolescentes irresponsables que no son capaces de irse a dormir aun sabiendo que mañana tenemos obligaciones que cumplir.

—¿Tienes sueño? —Me aparto, avergonzada de que sea yo la que lo está reteniendo aquí. Me levanta la barbilla con un dedo.

—Escúchame bien, ningún tío en su sano juicio podría tener sueño pudiendo estar contigo.

Tira de mí y lo cierto es que tampoco me esfuerzo por abandonar sus brazos.

—No te escapas, pequeña tramposa. Es tu turno, cuéntame cosas sobre ti.

Así que, por insólito que le resulte este momento a la Anna de mañana, empiezo a relatarle que de pequeña me encantaba hacer escalada con mi padre y que casi me rompo un pie haciendo de heroína cuando pretendí salvar a un compañero de clase y caí en mala postura contra la colchoneta. Sonrío cada vez que el aliento de su risa se cuela por mi pelo y me hace cosquillas. Incluso hablamos del restaurante familiar y de que, cuando la soledad se adueñó de mi hogar porque pasaban más tiempo trabajando del que yo podía soportar, sucumbí al dibujo. Que memorizaba algunas escenas para poder plasmarlas en mi cuaderno de bocetos al llegar a casa. Y terminamos confesándonos datos banales como que mi color preferido es el rojo y el suyo el negro, o que a los dos nos encanta el queso. Según él, las pizzas de Italia no son tan deliciosas como me las imagino. Al final, cuando vaciamos la bolsa de golosinas y la botella de vino, decidimos que debemos descansar un poco antes de mañana por si tuviésemos que hacer la reunión juntos.

Al separarnos del abrazo, siento su ausencia extraña. Nos despedimos con un breve «Buenas noches», regreso a la habitación, donde descubro a las chicas durmiendo acurrucadas en una misma cama y me uno a ellas sonriendo porque me alegra que hayan resuelto las posibles diferencias que tenían antes de que yo saliese por la puerta.

No sé en qué momento el corazón se apiada de mí dándome una tregua y consigo conciliar el sueño, pero sé que lo hago oliendo a él y sin que la sonrisa genuina se me borre de los labios.

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