46. La píldora de la sinceridad

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Las olas rompen serenas en la orilla, en un ritmo constante e hipnótico, una tras otra como si nada en el mundo tuviese el poder de detenerlas.

Me ajusto las gafas de sol empujándolas arriba. Llego a la conclusión de que mi nariz es demasiado pequeña para soportar el peso de las gafas que me ha prestado Amber, así que las dejo a un lado, entre el bolso de esparto que me he comprado de forma improvisada en una tiendecita del hotel mientras Amber se probaba un vestido blanco de croché antes de irse con Luca a la reunión y la pierna de Ellie, que está sentada sobre la misma toalla gigante de mandalas y elefantes, rodeándose las piernas contra sí misma.

Esta mañana despertamos enredadas las unas con las otras, brazos por aquí y piernas por allá. Fuimos a desayunar al restaurante del hotel, donde desplegamos decenas de documentos con información recopilada sobre Pedro y su familia, y debatimos cuál era la mejor manera de persuadir al hermano menor para que prescinda del orgullo frente a los problemas familiares, se preocupe de su economía y venda la parte de su piso de una maldita vez. Después de zamparnos unos cuantos platos en el buffet y separarnos, Gerardo insistió en enterrar los pies en la playa a modo de despedida porque mañana saldremos temprano hacia Madrid. Y, aunque nada ha cambiado a primera vista, sé que lo ha hecho.

Para todos.

He estado evitando el contacto visual con Gianni la mitad del día. Durante el desayuno, cada vez que pronunciaba su nombre, me sacudían diminutas descargas eléctricas que consideré peligrosas para mi raciocinio durante la reunión espontánea en el restaurante. Opté por la indiferencia, mi gran aliada, y no pareció importarle lo más mínimo. Por su lado, las chicas actuaban con normalidad entre ellas, pero Luca apenas se atrevía a abrir la boca. Tampoco tenía el coraje suficiente de encarar a Ellie y eso me dio a entender que quizás Amber tiene menos oportunidades de entrar en su corazón de lo que habíamos supuesto en un principio.

La brisa costera me columpia la melena haciéndome cosquillas en los hombros e incrustando el olor a salitre en mi piel. Resoplo, llena de paz y tormento a partes iguales, contemplando la cresta de espuma blanca que se balancea antes de desaparecer de la arena dorada y el horizonte, allá donde el mar se encuentra con el cielo y se funden en un mismo color. El escozor en los dedos me suplica que me reconcilie con el arte, que me arme de valentía para empuñar un pincel y plasmar en un lienzo escenarios como este.

Ellie se quita los zapatos y hunde los dedos en la arena lanzando un suspiro al aire con la vista fija en Gianni y Gerardo, que están en bañador frente a la orilla haciendo gestos mientras charlan despreocupados.

—El mar es una representación de la vida —musita mi compañera.

—Y el movimiento rítmico del agua es el latido constante de la Tierra.

Gira la cabeza y me sonríe taciturna. Somos polos opuestos, pero llegamos a entendernos en cosas tan simples como esa. En reflexiones o maneras de ver la vida, en refugiarnos en nuestro trabajo para escapar de la realidad. Últimamente, no dejo de preguntarme cómo sería mi relación con cada una de estas personas si mi cometido en la empresa no fuera destruir lo que ellos han construido a base de engaños y robos. Supongo que Ellie podría llegar a ser una especie de hermana menor para mí, aunque tenga varios años más que yo. Me encantaría sentir que tengo el derecho de preocuparme por ella cuando mira al horizonte con el ceño fruncido y los ojos vidriosos como si vivir en su piel fuese irritante. Me encantaría poder decirle que contar conmigo es una opción viable, o sincera, pero sé que más pronto que tarde dejará de mirarme a la cara.

Así que me limito a acompañarla en el gesto de enterrar nuestros pies en la arena y un suave cosquilleo se me cuela por los dedos. La sensación es fría y agradable. Las risas de unos críos que juegan a perseguirse se entremezclan con el rugido de las olas.

—Mi madre murió cuando tenía cuatro años —musita. El pecho se me oprime y, antes de que pueda darle mis condolencias, me acalla interponiendo una mano—. Mi padre se desvivió para pagarme los estudios y que pudiese tener un futuro estable.

Se recoge el pelo castaño tras las orejas y sus mofletes redondos relucen en todo su esplendor mientras le regala una sonrisa indescifrable al mundo, un cóctel de hastío y alivio.

—Adoro mi trabajo porque adoro a mi padre. Siempre lo he antepuesto, aunque admito que los sentimientos románticos pueden ser un impedimento de lo más inoportuno. Por eso, cuando Luca me confesó que estaba enamorado de mí desde el instituto, mi respuesta fue una reacción automática aprendida desde la niñez.

—Espera, ¿enamorado? —pregunto, asombrada de que un tío de esa calaña sea capaz de entender el amor—, ¿y desde el instituto?

Su voz suena triste, muy lejana. Me mira consternada. Y lo sé sin que lo pronuncie con palabras, las confesiones son eternas punzadas de terror. Esconde la barbilla entre las rodillas y se abraza las piernas. No puedo evitar arrimarme a ella y apoyar la cabeza en su hombro.

—Tranquila, no diré nada. Vamos, desahógate.

Mierda. Mis barreras.

Entonces, su cuerpo comienza a temblar. Oigo cómo traga repetidas veces, luego se sorbe la nariz y me abraza pasándome un brazo por la espalda.

—La afición de Luca era burlarse de mí en el instituto. Siempre ha sido un crío, inmaduro y problemático, pero para mí era toda esa libertad que yo misma me arrebataba por «estabilidad». Dejó los estudios antes de graduarse, perdimos el contacto y... volvimos a toparnos en Digihogar. No sé quién de los dos se enamoró antes, aunque sí sé que me partí el corazón al rechazarlo y verle los ojos llenos de dolor.

—¿Nunca te has planteado darle una oportunidad?

Ellie niega cabeceando de una forma tan adorable que termino apretujándola contra mí. Tiene las pulsaciones disparadas, las lágrimas agolpadas en los ojos sin permiso a desbordarse, y entiendo que el amor no siempre nos lo pone fácil. Quizá la flecha envenenada se dispara de forma aleatoria y somos nosotros los que alteramos nuestra realidad para encajarla.

—Desde que lo rechacé, se ha dedicado a coquetear con cualquier vagina sobre la Tierra. Pensar en darle una oportunidad sería como meter la cabeza en un cubo de agua creyendo que algún día aprenderé a respirar —espeta, enfurruñada.

—Ojalá todo fuese diferente —suspiro.

Sí, ojalá todo fuese diferente.

—¿Amber lo sabe?

—Se lo conté anoche.

—Lo supuse al veros acurrucadas en la cama.

—Y la alenté a conquistar a Luca. No puedo imaginar un mundo en el que el trabajo no sea lo primero y lo último en lo que piense al día, por mucho que me guste Luca... —Coge una bocanada de aire y exhala. Reconozco lo que intenta hacer: autoconvencerse. Yo también lo he hecho—. Serán felices juntos.

—Ellie, puede que te moleste lo que voy a decirte, pero tengo la impresión de que eres una enamorada con miedo. Mucho miedo. Y no digo que sea Luca, sino el amor o cualquier ámbito de la vida que pueda alejarte del trabajo. Creo que deberías dejar de preocuparte por algo que ya tienes y que seguirás teniendo porque lo haces genial, y disfrutar un poco de la vida. De descubrir cosas nuevas que puedan ampliar tus horizontes.

—No esperaba este consejo viniendo de ti.

—Ya, a mí también me asombro a veces.

—Me gustas mucho, Anna. Sabía desde el principio que podríamos llevarnos bien.

—Tú también me gustas mucho —le digo en una sonrisa.

—No sé qué tipo de efectos secundarios tendrá en el ser humano acurrucarse, pero me acabo de dar cuenta de que es una píldora de la sinceridad.

Sonrío ante sus típicas comparaciones, la manera extraña en la que teje sus pensamientos me fascina, y recuerdo que justo anoche, estar así con Gianni fue como tomarme una de esas píldoras de la sinceridad. Puede que Ellie tenga razón. Puede que abrazar a una persona nos haga sentir resguardados de cualquier peligro, que nada en el mundo puede romper esa burbuja para atropellarnos el corazón, y es ahí cuando bajamos la guardia y permitimos que se asomen a nuestro interior.

Nos sumimos en un silencio agradable, de autorreflexión compartida, mientras le acaricio la melena lisa y ella va sosegando su respiración, hasta que se acerca Gianni sacudiéndose el pelo oscuro y recoge una piedrecilla de la arena que me arroja a la cabeza. Lo fulmino con la mirada, me devuelve un guiño divertido alzando las manos en señal de inocencia y advierto lo acostumbrada que estoy a sus expresiones. A su forma de caminar. A la curvatura de su sonrisa maliciosa. A verme reflejada en sus ojos.

Y detestaría que eso cambiase.

—Este hombre es incansable. No hay quien le saque los pies de la orilla —protesta poniendo los brazos en jarra.

Puede que hablar de amor o este momento con Ellie me haya trastocado. Puede que sea porque estoy en la postura de la sinceridad y me haya tomado ya varias píldoras de esas, pero me apetece pronunciar su nombre en alto, volver a quedarnos despiertos hasta las tantas hablando de cosas sin importancia o memorizando sus heridas del pasado como si de verdad pudiese formar parte de su vida y él de la mía.

Me equivocaba. La Anna de hoy no se arrepiente de lo que sucedió anoche.

—Gianni, he pensado que podrías hacer algo útil con tu existencia y ponerte ahí —me mofo apuntando a medio metro de mis pies.

La sonrisa se me escapa entre los dientes. Me escudriña con desconfianza, baja la vista a la arena y luego enarca una ceja dedicándome una mirada desdeñosa.

—¿Me ves cara de parasol?

—De persona considerada que lucha por demostrarle al mundo que tiene buen corazón.

—Ni lo sueñes.

Escupe un gruñido y, aunque nos da la espalda como si contemplar a Gerardo rescatando conchitas de la arena fuese más interesante, sé que lo hace para ocultar la misma sonrisa que me corretea los labios a mí.

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