51. Su asunto pendiente

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Tengo las uñas largas, teñidas del color del otoño, de las calabazas y de las hojas que alfombran la avenida de la oficina de Digihogar. Y gracias a Dios que no tengo la manía de mordisqueármelas, porque llevo desde la ducha de anoche utilizándolas para sacarme la pintura incrustada en el relieve de mis manos o en el resto de uñas. Había olvidado cómo se sentía hacerlo. Resoplo, abrumada y feliz a partes iguales, y enfoco la vista en la cantidad de documentos que ocupan el escritorio hasta los bordes.

Gerardo consideró que Gianni no tenía nada más que enseñarme, que era apta para trabajar por mi cuenta, pero ambos estamos metidos en esta venta hasta que encontremos a unos compradores aptos y se lleve a cabo la firma, así que durante el día de hoy he estado en el despacho de Gianni clasificando la información, comprobando que el papeleo esté en orden y que no nos falte nada más por parte de los vendedores para adelantar el trabajo mientras él peinaba su zona investigando posibles pisos vacíos o interesados en comprar el piso de Pedro mañana. Un hogar que vaciará para que sean los nuevos inquilinos quienes lo colmen de trofeos en las estanterías, fotografías familiares en las paredes o souvenirs de sus viajes.

Reviso mi móvil; son las ocho de la tarde. He quedado con Kai en quince minutos, a la hora que cierra Digihogar. Me incorporo, cierro las persianas venecianas que ocultan el interior del despacho y tomo asiento en el sillón de Gianni. Todavía me acuerdo del primer día en que hice esto, sentarme frente a su ordenador con la sangre ardiéndome en las venas. Con el deseo latente de destruir lo que hoy, de alguna manera, me gustaría proteger. Enciendo el ordenador, un recuadro blanco asalta el centro de la pantalla exigiéndome la contraseña de acceso. Por acto reflejo, miro el borde inferior, donde una vez hubo un post-it azul declarándome la guerra con un «Mete las narices en otro lugar mientras me ausento». Aquella vez me apetecía romper platos. Rasgar periódicos caducados.

Hoy sé que sonreiría si pudiese volver a leerlo.

Veo la sombra de una silueta al otro lado de la puerta. Gianni. Sobresaltada, me levanto y recojo los documentos introduciéndolos en el apartado que les corresponde. La carpeta, a un lado del escritorio, alineada con el borde.

Entra. El silencio. El primer momento a solas después de la última noche que compartimos juntos hace dos días. La absurda incomodidad de no saber actuar en su presencia. Él carraspea mientras se desata la corbata, yo me pongo la americana larga y me cuelgo el bolso al hombro.

—¿Cómo lo llevas?

—Bien, todo en orden.

Mi mente también debería estarlo.

—Me refería a mi ausencia —me dice con una ligera sonrisa—. Habrás disfrutado de tu primer día solas.

—No sabes cuánto —miento.

Lo cierto es que no sabe cuánto. Cuánto he echado en falta su presencia.

Touché. Esperaba un «Gianni, me moría de ganas por que volvieras a la oficina».

—Sabes que esas palabras no saldrán de mi boca.

—¿Por qué?

—Porque no soy así.

—¿Y cómo eres?

—Ya lo sabes: problemática y un desastre andante.

—Tienes razón —se ríe negando con la cabeza mientras guarda la carpeta en el maletín—. Por suerte, tu nariz se ha recuperado y no podrá delatarte.

—Guárdame el secreto, por favor —bromeo.

Salimos del despacho entre risas, nos despedimos de Ellie, que sigue enfrascada en el tecleo continuo de su ordenador y la brisa del exterior me azota la melena. Ha anochecido, pero el impoluto Land Cruiser negro de Kai destaca por encima del resto de vehículos de la avenida. Está aparcado en doble fila, sale del coche con un cigarro entre los labios, vestido de traje de chaqueta y, por acto reflejo, me paralizo. Todo se me revuelve, mi sonrisa desaparece. Son los dedos de Gianni afianzados a mi muñeca los que me hacen reaccionar.

—Anna, ¿estás bien?

—Estoy bien —repito de forma automática—. Tengo que irme.

Se pone serio. Bajo la vista al agarre, no me suelta.

—¿Y estarás bien?

—Lo estaré.

—De acuerdo. Cuídate.

Y ahora sí, me libera de él. Cruzo la carretera sin mirar atrás. Le doy dos besos en la mejilla a Kai por cortesía y me subo al coche. Huele a nuevo, a cuero y a la marca de tabaco que fuma desde antes de conocernos. Kai sintoniza la radio antes de apagar su cigarrillo. Suena el último lanzamiento de Sia, Gimme Love. El motor ruge. Tengo un nudo en la garganta.

—¿Qué tal tu día «de paso por la competencia»?

—Aburrido.

—Lo suponía —dice con las manos al volante y una sonrisa tan breve como deslumbrante.

—¿A dónde iremos?

—A un restaurante japonés, tu comida favorita.

Ignoro las emociones contrariadas que me produce el hecho de que se acuerde de todo lo que me gusta después de años. La sensación de estar al lado de un «desconocido» que conoce todos los recovecos de mí. Las calles se estrechan a medida que nos adentramos en el centro de la capital. Conduce cuesta abajo hacia un parking privado y dejo de contener el aliento cuando por fin puedo salir del coche. Espero a que Kai coja del maletero una bolsa metalizada que se ancla al antebrazo y subimos al ascensor del aparcamiento subterráneo que conecta directamente con el restaurante.

El establecimiento es enorme, iluminado por luces tenues que le aportan una apariencia íntima y de paredes de un azul oscuro aterciopelado. Nos recibe un camarero, Kai le da los datos de la reserva y nos guía hasta una mesa redonda de mármol negro y patas doradas que se unen en la parte inferior a la cabeza de un pulpo. El grupo de hombres enchaquetados que tocan música oriental sobre un pequeño escenario, nuestro sofá mullido de terciopelo rojo y los precios en la carta que te roban un riñón con solo mirarlos me anticipan que, como mínimo, la comida debe estar exquisita.

—Pide lo que quieras, yo invito.

Enarco una ceja y dirijo mi atención a Kai por encima de la carta.

—Gracias, pero puedo permitirme estos precios.

—Es por tu cumpleaños, no por los precios.

Me reservo la pregunta clave para cuando el camarero nos toma nota y nos sirve un vino que sabe a gloria. Le doy un segundo trago, me relamo los labios. Rompo el tenso silencio que no para de instalarse entre nosotros:

—¿Por qué me dijiste que soy uno de tus asuntos pendientes?

Su mirada se entorna al catar la bebida.

—Recuerdo cuando me asomaba a la ventana. Ver tu melena cobriza al viento entre los jardines del residencial era todo cuanto necesitaba para empuñar un pincel y perderme entre pinturas toda la tarde —cuenta entrelazando los dedos sobre la mesa y clava en mí esos ojos castaños con la misma ímpetu que siempre los caracterizaron—. Tenías diecisiete años, te gustaba mi hermano y eras una llorica. Para colmo, tu presentación conmigo fue sonarte los mocos a todo volumen para fastidiarme y luego me tiraste el paquete de pañuelitos, molesta porque te había visto llorar.

—Kai... —al decir su nombre, me quedo suspendida en todas las cosas que se me atragantan porque me sigue doliendo recordarlas.

Él esboza una sonrisa triste, probablemente la misma que esbozaría yo de no ser por el gran muro que erigí entre lo que siente mi corazón y lo que le muestra mi rostro al mundo.

—Y ahora estás hecha toda una mujer de veinticinco años, pero esa melena cobriza que tanto te caracterizaba ha desaparecido... como tu pasión.

El camarero vuelve con dos platos en las manos: dados de Kobe y vegetales al teriyaki para Kai y una tabla de distintos tipos de sushi para mí. Hace una reverencia y se marcha apurado por habernos interrumpido.

—Hiciste conmigo lo mismo que mis padres. Cuando más te necesité —le reprocho.

—Estuve muchas veces cuando me necesitaste.

—Pero no cuando ocurrió lo de mi padre. Estaba convencida de que moriría en aquella habitación del hospital. Me derrumbé, durante semanas me temblaron tanto las manos que fui incapaz de sostener un mísero pincel. Pensé que al menos tú estarías ahí, pero no. Hacía mucho tiempo que habías dejado de estar porque la empresa de tu padre te absorbió.

Kai se ríe lento y en silencio, como si no quisiese compartir con el mundo lo que le cruza la mente. Pincha un dado de carne. Mastica despacio. Luego, hace uso de la servilleta de tela para limpiarse las comisuras. Me mira y suspira.

—¿Te has detenido a pensar en qué estás haciendo con tu vida, Anna?

—¿Cómo dices?

—¿Acaso no te has dado cuenta de que te estás haciendo lo mismo a ti?

—Estamos hablando de lo que ocurrió en nuestra relación, Kai.

—Lo sé y me sorprende que estés abierta a hablar de esto después de todos estos años contestándome con monosílabos y solo si te preguntaba por tu padre.

—¿Entonces? ¿Qué se supone que significa lo que me acabas de decir? Porque, para tu información, lo que estoy haciendo con mi vida es tratar de salvar las de mis padres, que están arruinados.

El nudo en la garganta me está asfixiando. Por esta razón he evitado enfrentarme a Kai durante tanto tiempo. Todo se reduce a remover mierda, reproches, discusiones... Incluso creo que tengo ganas de llorar, y es el único motivo por el que me como una pieza de sushi bañada en wasabi. Si se me escapa una lágrima, será por el picante, no por él.

—Escúchame —me pide, extiende una mano para rozar la mía y la aparto enseguida—. Lo único que quiero es ayudarte. No quiero que cometas el error de permitir que el trabajo te absorba al mismo nivel que hizo conmigo.

—Dudo que puedas ayudarme a estas alturas.

—Créeme, justo a estas alturas es cuando más te puedo ayudar.

—¿Y por qué lo harías? Tuvimos una relación idílica, sí. Pero se acabó y cada uno escogió un camino. ¿Qué más da qué estemos haciendo con nuestras vidas ahora? ¿Qué te importa a ti la mía?

—¡Porque te fallé! Porque no me quedé a tu lado cuando más lo necesitaste y tuviste que tomar las riendas de la situación dejando la carrera y buscando un trabajo de mierda que os mantuviese a tus padres y a ti —declara, alterado. Ha golpeado la mesa con ambos puños, aunque lo suficientemente suave para no alertar a los comensales que nos rodean. Se frota los ojos, está agobiado—. Joder, Anna. ¿Crees que no pienso en todo? Tenerte fue como un sueño que empezó a difuminarse con el paso del tiempo porque la empresa de mi padre requería demasiado tiempo y dedicación.

Se lleva la copa de cristal a los labios. Aunque suene retorcido, me alivia saber que aún le atormenta. Que no sufrí sola, que se arrepiente. Que le importé de verdad. Su nuez se mueve al tragar. De nuevo, esa mirada arrolladora tan colmada de pensamientos silenciados. Se repeina el cabello castaño con los dedos. Trago otra vez. ¿Debería de beber vino? Quizá así el nudo en la garganta aminorase. Lo hago. Me pesa el cuerpo. Los labios me tiemblan. La vista se me torna vidriosa hasta que no puedo más, la bajo al plato de bordes dorados y me seco las lágrimas de forma disimulada.

—Tú y yo siempre hemos tenido algo en común, Anna.

—Lo sé —logro decir. El amor a la pintura, ese que te llevaste contigo.

—No te abandones por tu adicción al trabajo. Te conozco, sé que es tu forma insana de evadirte de la realidad.

—No tengo elección.

—La tendrás, por eso estoy aquí. Ese es mi asunto pendiente contigo.

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