52. Te espero esta noche en el Club 13

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Abro los ojos de sopetón, asustada. Veo el techo blanco de mi habitación, la claridad del día se cuela por la ventana y me obliga a esconderme bajo el edredón. El despertador aún no ha sonado, aunque tengo la corazonada de que lo hará pronto. Pienso en Kai, en lo que me explicó, en el regalo. ¿Ha sido todo un sueño? De no serlo, la bolsa metalizada debería estar en la esquina de la habitación. Asomo la cabeza y de repente tengo miedo. ¿Quiero que esté o que no esté? No lo sé.

Pero está ahí. Todo es real.

Saco el brazo del calorcito que alberga el edredón y alcanzo el móvil justo cuando comienza a sonar el despertador. De camino al baño miro de reojo la bolsa. Me desnudo, abro el grifo de la ducha. Vuelvo a comprobar que la bolsa sigue en su sitio y me río. Ni que fuese un animalillo con patas capaz de salir corriendo o de abalanzarse hacia mí con un cuchillo al cuello. Es solo... eso. Una bolsa sin más. Porque, de momento, no sé qué hay dentro. Quizá por eso siento una mezcla de miedo y emoción.

El calor del agua me cala hasta los huesos, me enjabono y veo el humo que despide mi piel. Me encanta. Soy de polos opuestos, así que en otoño me olvido de que existe el agua templada. Mientras me seco el cabello frente al espejo, repaso la información que me dio Kai tratando de gestionarla mentalmente. Para empezar, me contó que está llevando a cabo un proyecto en Madrid, Colored Senses, una galería de arte con un nuevo concepto de pintura que no me quiso explicar, pero que aún quedan unos meses para que se ponga en marcha porque el local está en obras y tiene varios asuntos que resolver en la capital de Andorra, donde la empresa constructora de su padre está erigiendo edificios por doquier.

Resoplo al notar un cosquilleo de anticipación en la tripa. Me sacudo la melena, me maquillo con tonos suaves y regreso al dormitorio para vestir la falda negra a juego con la camisa celeste que tengo colgada en el pomo del armario.

Lo segundo que me consternó fue saber que, cuando terminase los proyectos en curso de Andorra, se mudaría de nuevo a Madrid. Está decidido a cederle su puesto en la empresa a su hermano para tener disponibilidad completa y volcarse en Colored Senses. En su sueño de pintar cuadros y exponerlos al mundo. No quiso darme más detalles, pero me anticipó que le gustaría que yo formarse parte de ese proyecto llegado el momento. Tampoco me exigió una respuesta inmediata al verme dudar. Una duda que obviamente se inclinaba al «no» rotundo.

De todos modos, lo que sea que hay dentro de esa bolsa, es mi regalo de cumpleaños

Meto los pies en los tacones negros. Cojo el abrigo del perchero de la entrada, mi bolso y observo el mural de fuegos artificiales en la pared. Antes de salir de casa, le echo un último vistazo a la bolsa como si pudiese desaparecer en cualquier instante. «Ábrelo solo cuando estés dispuesta a cambiar el rumbo de tu vida. Tú sabes a qué me refiero», me dijo al despedirnos y entregarme la bolsa. Y no, no sé a qué se refiere, aunque puedo hacerme una idea después de toda la información que me reveló.

El trayecto hacia la oficina lo paso entre divagaciones y nubes de pensamientos contradictorios que se disipan en cuanto veo la agenda que me tiende Ellie. Hay una decena de visitas programadas al piso de Pedro y tenemos que apañárnoslas para realizarlas todas hoy. Ni siquiera tengo tiempo de tomarme un café porque Gianni me indica con un gesto apático que lo acompañe a la primera visita nada más bajar las escaleras.

Su indiferencia dura toda la mañana. A pesar de que intento dar lo mejor de mí a la hora de convencer a cada potencial comprador de que el piso es magnífico y de que sería un gran desperdicio no aprovechar esta oportunidad, parece que para Gianni nunca es suficiente y se dedica a lanzarme miradas crispadas o contestaciones frías. Ignoro su actitud hasta que cae la tarde, no hemos tenido un momento libre ni para comer y no sé si se debe a que el estómago vacío me ruge furioso o a que he dejado de soportar la cara de sieso antipático que arrastra desde por la mañana, pero la sangre empieza a hervirme.

Llega la décima visita, una mujer embarazada que rozará los cuarenta años y que se frota la barriga haciendo pausas eternas de silencio en cada habitación como si pudiese comunicarse telepáticamente con alguien que nosotros no podemos ver. El tiempo corre, es tarde. De hecho, apenas quedaba media hora para que la oficina cerrara cuando trajimos a esta mujer al piso. Y sé, por experiencia, que a este tipo de clientes les encanta perder el tiempo. Voy a la cocina, furiosa, y me bebo un vaso de agua de un trago. Gianni viene a mascullarme de forma literal que me largue del piso, que él se encarga del resto porque mi comportamiento va a espantarla. ¿Perdona? ¿Que me largue del piso? Supongo que se habrá creído que esta noche la quiero pasar debajo de un puente. Lo fulmino con la mirada antes de salir de allí sin responderle y taconear con fuerza hasta el dormitorio principal.

—Como verá, el piso es estupendo —le digo a la señora, que se gira para mirarme como si tuviera duendes en la cara porque he interrumpido su charla extrasensorial—. Y tenemos a tantos clientes interesados en comprarlo que no podemos alargar más su visita, no sabe cuánto lo lamentamos. Sin embargo, le prometo que la llamaremos el lunes en caso de que siga disponible.

Por fin, aunque con cara de ofendida, abandona el lugar. Y sin decir ni mu. Está anocheciendo; tenemos que volver a la oficina antes de que la cierren, así que nos damos prisa en recoger lo poco que han desordenado las visitas. Tiro de un mueble para devolverlo a su origen, donde estaba al comienzo del día, y Gianni me ayuda empujando por el otro extremo. No entiendo cómo puede gastar tanta energía en mantener ese careto.

—¿Qué te pasa? —le pregunto.

—Nada de tu incumbencia.

Dejo de arrastrar el mueble y pongo los brazos en jarra. Él alza una ceja, malhumorado.

—¿Otra vez estamos con lo mismo?

—¿Qué quieres, Anna?

—Saber qué mosca te ha picado hoy.

—El de ayer era tu ex —dice moviendo el mueble por su cuenta, se sacude las manos y me mira porque no respondo—, ¿no?

—Sí, lo era. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Amber, que le contaste que habíais quedado.

—Fuimos a cenar.

—¿Por eso me dijiste que estabas perdida? ¿Estás pensando en retomar la relación con él después de lo de Valencia?

Una pausa. ¿Acaso está... celoso? No sé qué decir. Desde luego, no entra en mis planes confesarle que Kai no tiene nada que ver, que el único que me pierde es él. Se me escapa media sonrisa. De repente, su ceño fruncido me parece adorable. Gianni resopla, se saca las llaves del pantalón y me indica la salida del piso. Me detiene en el umbral de la puerta.

—No me importan las decisiones que tomes o si quieres volver con él, pero ten la decencia de decírmelo.

—No tienes ni idea —mascullo.

—Por eso mismo te estoy pidiendo que me cuentes qué ocurre entre vosotros.

—No, has dicho algo muy distinto. —Lo señalo con el dedo, a lo que él entorna los ojos—. De hecho, me acabas de decir que no te importa lo que haga.

—Anna...

—¿Quieres que sea sincera?

—Por favor.

—Entonces, te espero esta noche en el Club 13.

Su expresión cambia a una de confusión. Luego, tensa la mandíbula.

—No me apetece volver.

—Tendrás que hacerlo si quieres que sea sincera.

No hablamos de camino a la oficina. Si me quedaba algún atisbo de sentido común, lo tiro por la borda. Quiero verle la cara cuando le confiese cómo me siento. Y no será Anna quien lo haga, sino la chica con máscara de gato que se libera de todas las ataduras y prejuicios al pisar ese club. La que pierde su identidad al entrar allí y, por esa misma razón, no tiene nada que perder.

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