Capítulo IV

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Era una noche fría.

La oscuridad parecía más oscura si cabía y el viento hacía gritar a los árboles.

Elise clamaba por Gideon a través de la mansión, bajando y subiendo escaleras, cruzando pasillos, cerrando y abriendo puertas. Fuera llovía, y no encontraba a su marido por ningún lado.

—¿Gideon? —Gritaba—.

La mansión parecía un laberinto retorciéndose en sí mismo. Elise ya no sabía por donde había venido ni en qué habitaciones había mirado.

—Gideon, ¿dónde estás? —Salió, mojándose los pies con la piedra húmeda al bajar los escalones—. ¡Gideon!

Se sostuvo la falda del camisón, tiritando de frío. Las gotas se escurrían por su rostro, goteando de su mentón. Se metió en el bosque hondo, bajo la noche sin luna donde no podía ni verse las manos.

—¡Por favor! —Lloró—. ¡Ha sido un accidente!

Siguió buscándolo, apartando las ramas y arbustos de su camino. Los pies le sangraban, y el pelo se le pegaba a la piel.

—¡Gideon! —Chilló, corriendo por el bosque—. ¡Ha sido por mi culpa!

Nadie le contestó. Su voz fue la única que habitó, hasta que volvió al lago. Las lágrimas del cielo gris se ahogaban en el agua.

—¿¡Me has oído!? —Giró sobre sí misma, pero nadie la había seguido—. ¡Ya lo he dicho! ¿¡Contento!? ¿Esto es lo que querías?

Sollozó.

—¿Esto es lo que querías? —Murmuró, limpiándose las lágrimas y la lluvia de los ojos—.

Agotada, y mareada, se sentó en el suelo. Esperando que Gideon apareciese de la nada.

Pero no pasó.

Sin saber que, al día siguiente, retomando esa misma discusión, su Aston Martin DB11 daría tres vueltas de campana con ellos dentro.

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