15- Una hereje reincidente.

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   «Aunque estuviera dotado de lengua de hierro, lengua que no se cansara nunca de hablar, no bastaría para referiros, caros lectores, la cantidad de santos que se encuentran en el infierno».

La doncella, Voltaire [1].

Pese a que como historiadora estudié el caso de Juana, se me pone la piel de gallina al vivir en primera persona las presiones de las cuales es objeto. Y también me impacta contemplar al fantasma que se cree Satanás mientras pasa del cuerpo de un religioso a otro e intenta amedrentarla.

     Desconcertada, le susurro a mi mentor:

—¿Cómo logra hacerlo?

—Le resulta muy sencillo porque todos estos hombres tienen un barniz superficial para aparentar que son gente de Dios. —Luce muy serio—. Y, si les quitas las vestimentas, solo quedan sus almas negras. Por esto él puede poseerlos a su antojo.

     Ambos nos quedamos en silencio cuando el obispo de Beauvais —con el espectro en su interior— señala a la chica con el dedo índice, y, para causar efecto, anuncia:

—¡Por todas estas razones os declaramos excomulgada y herética y manifestamos que seréis entregada a la justicia secular como miembro de Satanás separado de la Iglesia! —Percibo el tono de triunfo al pronunciar estas palabras.

     No enfoco en ellas la atención durante demasiado tiempo porque me hace llegar una sopa de letras que descifro enseguida:

Hemos ganado. El alma de La Pucelle es nuestra.

       ¿Entendéis qué tortura significa para mí? Encima la gente chilla y disfruta con la imagen mental de la muchacha mientras arde en la hoguera. ¡Me resulta imposible contener la indignación! Mis compatriotas aplauden y provocan un tintineo de espadas que me hiere los oídos. Intento ponerme de pie para ir donde se halla Juana y defenderla hasta las últimas consecuencias.

     Cuando empiezo a levantarme Da Mo me coge del brazo y me susurra:

—Entiendo, Danielle, que necesitas protegerla y esto dice mucho acerca de tu nobleza. Pero recuerda que no podemos cambiar los acontecimientos porque destrozaríamos esta línea temporal. ¡Ten presente que ni siquiera Satanás desea hacerlo! Lo único que pretende, según hemos visto estos últimos días, es llevarse el alma de Juana para que sea una de sus acólitas.

—Me cuesta mucho, Gran Maestro, ¡mírala!

     La Pucelle  dirige la vista hacia el verdugo —se sitúa de pie al lado del carro— y luego a la multitud que la increpa entre chillidos de placer e insultos. Lo peor es que el fantasma —desde que ha descubierto mi presencia—, está atento a mis reacciones y me sonríe desde cada cuerpo que posee. Os confieso que a pesar de que conozco qué sucederá a continuación no dejo de preguntarme si él pretende adelantar los acontecimientos y encender el fuego ahora.

     Pero no, Juana actúa de acuerdo con lo esperado y grita:

—¡Me retracto, ya no os ofenderé, respetaré en todo a la Iglesia y a sus jueces! ¡Ya no defenderé ni creeré en las apariciones ni en las voces ni en las revelaciones! ¡Pero por favor, no me queméis, os lo vuelvo a jurar tantas veces como sea necesario, jamás volveré a hablar de las voces! ¡Soy solo una pobre chica de diecinueve años, dejadme vivir!

     Observo cómo Erard saca un documento en el que han escrito seis líneas y se lo lee a la muchacha. Tenía razón mi profesor de la Universidad de Oxford al sostener que las acusaciones horrorosas que figuraban en el acta —unos cincuenta renglones— los habían agregado después y sin leérselos a Juana. Según el estudioso la santa jamás hubiese firmado una declaración con semejante contenido.

     Cuando Erard termina, Juana le pide:

—Lo siento, no os comprendo. No sé leer ni escribir y antes de firmar necesito que me lo leáis de nuevo. —Así que contemplo cómo Massieu repite una vez más las seis líneas y al finalizar ella suscribe la retractación.

     Mientras, el gentío se impacienta porque desea ser testigo de cómo el cuerpo virgen de La Pucelle  se consume por el fuego. Cauchon y su gente les escamotean el espectáculo al devolver a la oveja negra al redil de la Iglesia.

     Cerca de mí un religioso grita en inglés:

—¡Favorecéis a Juana, obispo de Beauvais!

     Lo he visto sentado siempre cerca del obispo de Winchester. Asumo que es alguien de su confianza y que intenta que conste su oposición para presionar al tribunal.

—¡Mentís! —le grita Cauchon, preocupado, al fin y al cabo mis compatriotas son los que le pagan la vida lujosa.

     Es tanto el bullicio y la mezcla de sonidos metálicos que si cierro los ojos tengo la sensación de que me hallo en el mercadillo de Camden Town del Londres actual. Solo el hedor de la basura y de las bacinillas que tiran en las calles me hace comprender que he viajado hacia atrás en el tiempo.

     Me distraigo porque mi maestro y yo eludimos cientos de piedras que la multitud tira sobre los estrados para que cumplan la sentencia condenatoria, en tanto vociferan:

—¡Esto es un engaño, la habéis obligado a firmar!

     O:

—¡Nos habéis arruinado el día, quemad a la bruja de una buena vez!

     O:

—¡La bruja se ríe de nosotros!

     Mi mentor me contiene de nuevo cuando casi les respondo:

—Sé cuánto te molesta esto, Danielle, no creas que para mí resulta sencillo. Lo único que me tranquiliza es saber que cumplo con lo que me han solicitado.

     Inclino la cabeza y suspiro. Satanás, mientras, conquista un cuerpo tras otro en una especie de paroxismo que provoca que el tumulto se desquicie y que reine el descontrol.

—¿Qué debemos hacer a continuación? —le pregunta Cauchon al cardenal que se sitúa próximo a mí.

—Recibirla como penitente —le contesta el otro hombre enseguida.

     Así que de acuerdo con lo dispuesto por este último, el obispo de Beauvais vocea:

—Juana, gracias a vuestra retractación os recibiremos en el seno de la Iglesia y no seréis excomulgada. Sin embargo, debido a vuestra conducta seréis condenada a cadena perpetua y al pan del dolor y al agua del pesar[2] para que expiéis todas vuestras faltas. ¡Volvedla a llevar a prisión!

     Desde mi sitio constato cómo el rostro de La Pucelle  se convierte en una máscara de sufrimiento. Resulta evidente que esperaba un cambio en la situación y que acaba de comprender que esto jamás ocurrirá. Ha quebrado su espíritu y ha renegado de lo que es imprescindible para ella a cambio de nada.

     Cuando la conducen de nuevo a la celda los soldados ingleses la insultan y uno de ellos se atreve a empujarla. Me separo de mi mentor con disimulo y lo sigo. En un pequeño callejón —ante su desconcierto— lo cojo por el cuello. Intenta sacar la espada, pero antes de que lo consiga caigo sobre él con los pesados movimientos de un oso y siento dentro de mí el espíritu de esta fiera. Él se derrumba sobre el suelo y le doy un par de patadas para desmayarlo. Si mi maestro no me descubre lo haré con algunos más, necesito quitarme la tristeza.

—¡Ah, estás aquí! —Da Mo interrumpe mis propósitos.

—Lo siento, Gran Maestro, no he podido soportar que la toque. —Bajo la cabeza con humildad.

—Por fortuna, nadie te ha visto ni has alterado ningún hecho futuro que sea irreparable —y luego me advierte muy serio—: En las próximas horas debemos vigilar a Juana con más ahínco. Peligra el bien más preciado por ella, su virginidad. Debemos protegerla.

—No pensaba que la virginidad fuese tan importante para vosotros. —Me asombro, si fuese un requisito sine qua non  yo no calificaría en absoluto.

—Y no lo es —me aclara con una sonrisa—. Pero sí para ella. Si la pierde creerá que Dios y las voces la han abandonado y caerá como fruta madura en los brazos del Diablo. Y esto no lo podemos permitir.

     Volvemos con el resto de los religiosos a tiempo para escuchar que el propio Warwick —capitán de los soldados— increpa a Cauchon:

—Le habéis fallado a Inglaterra, nuestro rey está mal servido por vos. No os habéis ganado el dinero que ha gastado en vuestra persona.

—Señor, no os preocupéis que la volveremos a coger. —El pánico en el semblante del obispo es evidente, pues sus hombres sacan las espadas de las fundas y lo señalan con ellas.

     Y no escuchamos más. Entramos a hurtadillas en el castillo que sirve de prisión a La Pucelle. Se encuentra encerrada en una oscura e inmunda celda, tiene puestos grilletes y se halla atada a una madera. Hay tres soldados ingleses dentro y dos fuera de los barrotes y todos la vigilan con ojos lascivos. Gracias a los poderes de mi mentor no nos ven.

     Se me parte el alma cuando, para que no puedan oírla los carceleros, susurra:

—¡Os he traicionado! ¡He traicionado lo más sagrado, a vosotros, voces queridas! ¡No merezco vuestro perdón, he permitido que el miedo a las llamas sobre mi cuerpo me hiciera olvidaros! ¡Estoy perdiendo mi alma!

     En algún momento de la madrugada me quedo dormida. Mi maestro me da un pequeño toque en el brazo y me despierta. Abro los ojos y me indica hacia la celda.

     Entran cuatro religiosos y uno de ellos amenaza a la chica:

—Debéis ser consciente de la enorme merced que Dios os ha demostrado ayer al concederos la gracia y el perdón de la Madre Iglesia. Y no os olvidéis de que cualquier nueva caída os cerrará las puertas para siempre —le entrega un vestido y le ordena—: Quitaos esa ropa de hombre y jamás la volváis a utilizar.

     Juana obedece de inmediato. Cuando termina le afeitan la cabeza y borran el peinado de chico. Después se van.

—Ahora viene lo peor —me susurra mi mentor.

     Y no se equivoca. Quince minutos después se cuela en la celda el fantasma que se cree Satanás. Con un movimiento de la mano consigue que los ingleses que la custodian caigan dormidos sobre el suelo. Lo curioso es que no parece advertir nuestra presencia.

—Jehanne. —Camina hasta la santa y le acaricia la cara—. Soy tu más fiel admirador y no soporto la injusticia que cometen contigo. Deseo que te unas a los míos. Prometo que nunca te engañaría como han hecho ellos.

—Jamás os he visto, no os conozco. —No da la impresión de que el espectro influya en Juana tanto como en mí, pues incluso desde lejos me impacta su cautivante hermosura—. Idos —le replica indiferente.

     Pero el engendro no se da por vencido:

—Vengo de parte de tus compañeros de combate. El Bastardo me ha dado un mensaje para ti, quiere que vengas conmigo. ¡Era tu más fiel amigo!

—La batalla ha terminado para mí. —La voz carece de vida—. He sido demasiado débil, no merezco el honor de ver a mis compañeros otra vez.

     Aliviada, dejo escapar un suspiro. El espíritu se acerca más a la chica, le levanta el rostro —la sujeta del mentón— y la enfoca con los ojos verdes e hipnóticos.

—Jehanne, debes venir conmigo. No puedes decepcionarlos a ellos también. —La santa queda presa de los círculos concéntricos igual que yo el otro día.

     Al mismo tiempo le acaricia el brazo y sube hasta llegar a los hombros. Se los frota y asciende hasta los labios de Juana para jugar con ellos.

—Ahora debes ir tú y distraerlo —me ordena mi maestro.

     Y chasquea los dedos. La ropa de monje que llevo puesta se esfuma. Ahora luzco un vestido azul intenso que roza el suelo y que me deja los pechos casi expuestos.

—Ve —me empuja mi mentor.

     Poneos en mi lugar, con mis antecedentes no derrocho confianza. En nuestro último encuentro he estado a punto de caer en sus redes, pero mi fe en Da Mo es ciega.

     Despacio, me le acerco. Camino ligero para que no me escuche. Me detengo al lado y él se concentra tanto en influenciar a Juana para robarle el alma que no me advierte.

—Veo que ahora le concedes tus favores a otra mujer. —Intento que suene a reproche—. ¿Tan pronto te has olvidado de mí? —Satanás, sorprendido, levanta la vista.

—¡Hermosa Danielle! —Se pone de pie—. Hasta con el traje de monje te veías guapa, no sé cómo no te han descubierto. Pero así... —Y me señala los pechos—. ¡Estás arrebatadora! ¿Acaso recuerdas cómo los he probado? ¡Seguro que sí! ¿Te acuerdas de cómo he pasado mis labios por ellos y por el resto de tu cuerpo? Todavía tengo tu sabor a miel en la boca.

     Dejo salir el aire con lentitud, odio esta debilidad. E intento que la imagen que el fantasma recrea no me llegue al cerebro.

—Sí, lo recuerdo —y luego añado—: Pero veo que Juana es la persona que ahora acapara tu atención.

     Le echo un vistazo con disimulo, pero ella parece una muñeca sin dueño.

—¿Te lo has pensado y te unes ahora a nosotros? —Los ojos verdes giran cada vez más rápido; quizá sea por la presencia de mi maestro, pero no me producen el mismo efecto que la ocasión anterior—. ¿O solo deseas distraerme para que no me lleve el alma de Jehanne?

—No sé, ¿tú qué piensas? —Me le acerco tanto que le rozo las piernas con las mías; estiro el brazo y le acaricio la mano, como poco antes él lo hacía con Juana.

—Diría que me distraes, has venido al pasado acompañada del monje shaolin  al que llamas maestro. —El tono es neutral, pero percibo los celos.

     Se aproxima más a mí y me da la impresión de que nos hallamos pegados con cola. Me recorre los labios —juega con la lengua—, y, aunque me siento incómoda porque mi mentor nos observa, no conozco otra forma de distracción tan efectiva como esta para un ser de naturaleza tan sensual como el engendro. Dejo que profundice el beso y me controlo para no perder la cabeza.

—No se siente como el otro día. —Se aleja un par de centímetros y me analiza.

—Estamos en una celda que huele a heces, a sangre y a carne putrefacta... Y con una chica de testigo. ¿Te parece que estas son las mejores condiciones? Si quieres vamos a otro lugar y terminamos lo que acabamos de empezar.

—¡Ahí está la trampa! —El fantasma suelta una carcajada y no se enfada—. Cada vez te pareces más a mí, Danielle. Como te descuides pronto te convertirás en una diablesa y formarás parte de mi séquito.

—¡No cuentes con ello! —Da Mo, tranquilo, sale de las sombras y permite que lo vea.

     Con un movimiento de la mano aparecen miles de abejas. Satanás me echa una mirada furiosa y desaparece.

—¡Lo hemos conseguido! —Aplaudo, contenta.

—No cantemos victoria aún. —Se alza de hombros—. Seguirá detrás del alma de Juana y no claudicará todavía. Gracias por darme tiempo para que convocase a nuestras aliadas.

—Me preocupa que he estado a punto de claudicar de nuevo. —Desearía que el espectro fanfarrón me fuese indiferente.

—No has estado ni cerca de caer. —Me tranquiliza, convencido—. Dejaremos que los acontecimientos rueden tal como estaba previsto. Las abejas se quedarán aquí e impedirán que él regrese.

—¿Y nosotros?

—Nos haremos imperceptibles, pero permaneceremos al lado de Juana también. No la dejaremos ni a sol ni a sombra. —Y con un movimiento de la mano nos hace invisibles para los guardias que comienzan a despertarse.

     ¡Me resulta tan difícil contenerme! ¡Qué dura prueba significa hallarme aquí y no impedir la catástrofe que se avecina! Durante los días que cuidamos a Juana los carceleros le dejan la ropa de hombre al alcance y se niegan a dejarla salir a hacer sus necesidades si no se cambia el vestido por ellas. Es obvio que Cauchon se ha tomado muy en serio las advertencias de los ingleses y ha acelerado la caída de la santa.

—Señores, sabéis que eso está prohibido, no puedo ponérmela sin cometer una falta —repite una y otra vez, a medida que transcurren las horas con más urgencia.

     Cuando no aguanta más se cambia. Pronto se arma el revuelo que pretendían causar. La noticia de que Juana ha vuelto a las andadas y viste de hombre se desparrama como la lluvia de invierno. Intentan acercarse los religiosos del tribunal, pero no pueden llegar ante ella porque los ingleses pretenden tirarlos al río, así que huyen despavoridos. Y lo mismo ocurre después con los que se aproximan para constatar la situación.

     Los soldados ingleses blanden las espadas y los amenazan:

—¡Traidores, idos de aquí!

     Cuando Cauchon la visita las abejas no permiten que se le aproxime demasiado. Me resulta curioso porque en estos instantes nadie lo posee. Pero en el fondo no me extraña, el obispo es malvado hasta la médula.

     Le pregunta a Juana:

—¿Cuándo y por qué os habéis puesto ese traje de hombre que os advertimos especialmente que no debíais utilizar?

     Ella, en lugar de confesarle qué ha sucedido en realidad, se limita a responderle:

—Lo adopté por mi voluntad, nadie me obligó. Prefiero vestir de hombre que de mujer... Nunca he creído que haya jurado no volver a ponérmelo. Lo hice porque me pareció más apropiado que vestirme de mujer. Lo volví a adoptar porque no mantuvisteis la palabra de que podría ir a misa y recibir a mi Salvador. ¡Y ni siquiera habéis ordenado que me quiten los grilletes! Preferiría morir antes que seguir encadenada, pero si me permitís ir a misa, me quitáis los grilletes, me ponéis en una cárcel agradable y me dejáis que tenga una mujer en lugar de a estos ingleses seré buena y haré todo lo que la Iglesia quiera.

—¿Desde el jueves pasado cuando abjurasteis habéis oído las voces de Santa Catalina y de Santa Margarita? —la interroga a continuación, implacable.

—Sí —le contesta La Pucelle.

—¿Qué te dijeron?

     Tiemblo porque sé qué sucederá después y lo peor de todo es que presenciaré los acontecimientos, ya no seré una simple historiadora que lee las actas para empaparse con el tema, sino que me convertiré en testigo de su calvario. El único leve consuelo que me queda es que después de muerto el obispo será declarado hereje y excomulgado por las numerosas infracciones durante el procedimiento.

     Juana pronuncia con voz segura:

—Me dijeron que a través de ellas Dios me enviaba su misericordia por la traición que consentí al abjurar y al retractarme para salvar la vida. Que, así, condenaba mi alma. Antes del jueves me habían dicho lo que debía hacer y lo que hice ese día. Me dijeron cuando estaba en el estrado que contestara al predicador valientemente, que era un falso predicador y que dijo que yo había hecho varias cosas que yo no había hecho. Si decía que Dios no me había enviado me condenaría, pues es verdad que Dios me envió. Mis voces me han dicho, después de eso, que hice muy mal en hacer lo que hice y que debo confesar qué hice mal. Fue el miedo a la hoguera lo que me hizo decir lo que dije.

     Vemos que uno de los religiosos escribe en el margen del acta que levanta: «responso mortifera». Contundentes palabras que al otro día —veintinueve de mayo— se sellan a fuego en la asamblea que tiene lugar en la capilla arzobispal: Juana será condenada por hereje reincidente. Da Mo y yo nos miramos con pena, pero debemos proseguir con lo estipulado, pese al intento de rebelión de nuestra voz interior. El «efecto mariposa» traería peores consecuencias que lo que ya ha sido escrito.

—Que sea entregada a la justicia secular con la petición de que actúen misericordiosamente. —Los demás respaldan las palabras del archidiácono de Eu y canónigo de la catedral de Ruán, mientras el fantasma que se cree Satanás los posee de uno en uno con el mismo paroxismo de la jornada previa.

     Esbozo una mueca cínica al escuchar el eufemismo «misericordiosamente», pues significa que entregan a Juana a la justicia laica para que sea ella quien la queme.

     Retornamos a la celda y pasamos la noche con la santa. Su desesperación nos parte el alma, pero respiro hondo y me vuelvo a resistir a la tentación de alterar el pasado. Le permiten —a regañadientes— que le administren los sacramentos, mientras llora a lágrima viva.

—¡Ay de mí, que vaya a ser tratada tan horrible y cruelmente, que todo mi cuerpo, hasta ahora sin mancillar, sea hoy consumido por las cenizas! ¡Ay, ay! ¡Preferiría que me decapitasen siete veces, que ser quemada de esa guisa! —señala a Cauchon y exclama—: ¡Obispo, muero por vuestra causa!

—Morís por romper vuestra promesa —le recuerda el religioso sin ninguna compasión.

—Si me hubieseis puesto en una cárcel de la Iglesia y en manos de guardianes de verdad, en lugar de dejarme con estos ingleses, jamás hubiera roto mi palabra. —Lo acusa con el dedo.

     Pero, por desgracia, su destino es irrevocable. Los soldados la escoltan hasta la plaza del mercado. Van armados hasta los dientes para que nadie se le acerque. Al igual que durante la lectura de la primera sentencia, el sitio se halla colmado de gente vociferante.

     Poneos en mi lugar y compartid mi desdicha. Mi maestro y yo —vestidos de religiosos— nos hallamos en el estrado dispuesto para el clero. Hay otros dos. El de los jueces y el de la hoguera que espera a que Juana la alimente. En este último han escrito en una tabla de madera de pino: «Jehanne que se hacía llamar La Pucelle, mentirosa, perniciosa, engañadora del pueblo, hechicera, supersticiosa, blasfema de Dios, presuntuosa, descreída de la fe de Jesucristo, jactanciosa, idólatra, cruel disoluta, invocadora de los demonios, apóstata, cismática y hereje».

     En mi opinión, solo falta poner allí «mujer», pues el peor pecado para estos hombres misóginos radica en que una mujer escuche las voces sin mediación de la Iglesia y que se peine y que se vista como un hombre.

     Traen a la chica hasta la tarima del clero y Nicolás Midi, con voz que retumba en el ambiente, se despide:

—Juana, id en paz, la Iglesia ya no puede protegeros y os entrega a manos seculares.

     Las lágrimas se le deslizan a raudales por las mejillas en tanto se hinca y reza:

—¡Dios Todopoderoso, haz que todo tipo de personas tengan piedad de mí, tanto si son de mi partido como si no! ¡Que rueguen por mí, que les perdono todo el mal que me han hecho!

     ¡Increíbles palabras! Yo jamás perdonaría a mis enemigos y los condenaría al Infierno. Me asombro al apreciar que muchos de los que antes la abucheaban o que pedían que la quemasen rápido ahora lloran. Uno de los ingleses le hace llegar una cruz elaborada con trozos de madera de roble y ella, agradecida, se la apoya contra el corazón.

     Cauchon —poseído por el fantasma— se pone de pie y lee el fallo:

—Juana, te condenamos a ser expulsada, repudiada y abandonada por la Iglesia.

—¡Cura! —grita uno de mis compatriotas y luego lo abuchea—. ¿Vais a ir más rápido y a quemar a la bruja de una vez o deseáis que todos comamos aquí?

     Luego llevan a la chica hasta el bailli  de Ruán.

—¡Fuera con ella! —exclama, sin importarle su llanto.

     Los soldados ingleses la depositan en el estrado sobre el que se encuentra la enorme pira funeraria. Mientras, Da Mo me coge el brazo y me recuerda que él está conmigo.

     Mi furia aumenta cuando le colocan sobre la cabeza una mitra en la que han escrito: «Hereje, reincidente, apóstata, idólatra». Al mismo tiempo la atan a un poste. Gran parte de la concurrencia ríe y anticipa el espectáculo que vendrá acto seguido.

—¡Ay, Ruán! —grita Juana a punto de morir; empiezo a ponerme de pie para ir a rescatarla y para darles a todos su merecido, pero mi mentor es más rápido y me sujeta por el brazo—. ¡Cuánto dolor sufrirás por mi muerte!

     Las llamas chisporrotean y le suben por las piernas, le causan una agonía indescriptible.

—¡Ay, Jesús, cuánto dolor! —Aúlla la santa, el fuego ya le engulle la totalidad del cuerpo, como estuvo a punto de pasarme a mí en Japón, y el hedor de la carne quemada se me introduce en la nariz y en la garganta—. ¡Ay, Jesús!

—¡Estamos perdidos! —El rostro del secretario del rey de Inglaterra muestra el horror ante la demostración de fe inquebrantable—. ¡Hemos quemado a una santa!

     Y el hombre convulsiona cuando entre las llamas aparece escrito en tono naranja:

«¡Era inocente!»

     Los espectadores lanzan un suspiro colectivo. Muchos de los que antes se carcajeaban ahora sollozan porque saben que están condenados.

     Warwick, impertérrito, le ordena al verdugo que aparte el fuego y que muestre el cuerpo calcinado de Juana para que no exista la menor duda de que han acabado con ella. Y, al mismo tiempo, con la esperanza de Francia de ganar La Guerra de los Cien Años.

     Él cumple el pedido enseguida y le enseña a la multitud la figura juvenil —desnuda y carbonizada— que pende del poste. Después le tira aceite y azufre, el olor es insoportable. Intenta convertir en cenizas las entrañas y el corazón. Resulta una tarea imposible, pues no se consumen por el fuego. Sé que más tarde —por la noche y de acuerdo con las órdenes que ha recibido— arrojará los restos al Sena para que nadie los encuentre ni les rinda homenaje.

     Mi mentor y yo aguardamos por el alma de Juana, arrebatársela al fantasma que se cree Satanás es nuestro cometido. El engendro se parece a Harry Potter mientras persigue la snitch. Y cuando millones de abejas la rodean y la multitud grita, asustada, nosotros sabemos que al fin es el momento.

—¡Vamos! —Da Mo chasquea los dedos.

     Nos materializamos al lado de lo que queda de la chica, justo cuando una paloma blanca sale de las cenizas envuelta en llamas. Mi maestro la coge entre las manos con delicadeza y el fuego se apaga. La concurrencia nos observa en silencio y en estado de shock.

     Satanás, furioso, nos amenaza a todo pulmón:

—¡Si os lleváis a Jehanne todos los que están aquí serán míos! —Los rostros de los asistentes lucen aterrorizados.

—Han demostrado con sus actos que son tuyos y que el Infierno es el destino que merecen. —La voz de Da Mo es firme—. En ejercicio del libre albedrío han optado por seguirte.

—¡No te olvides de llevarte también al rey Carlos! —le grito, convencida.

—No me olvidaré de él, Danielle. —Pone el tono sensual que siempre utiliza conmigo—. Y tú recuerda este pequeño favor que te hago la próxima ocasión en la que nos encontremos, pues terminaremos lo que comenzamos.

     Cauchon me observa, perplejo, y se halla a punto de intervenir, pero el fantasma se le adelanta. Le desprende el alma del cuerpo, así como las del resto del público, y luego se esfuma con ellas. Siguen vivos, no mueren. Y, en honor de la verdad, no se nota demasiado la diferencia.

—No te fíes de él —me advierte mi mentor—. Tus niños ahora están en extremo peligro. Te has unido a mí y le hemos frustrado los planes—. Un frío polar me inunda por dentro y me hace estremecer.

     Da Mo agrega:

—¿No me preguntarás si es el Diablo o solo un fantasma? Te respondería con la verdad.

—No, Gran Maestro, no lo deseo saber. —Y es una verdad como un templo—. ¡Te ruego que no me lo digas! Sea quien sea lo venceremos una y mil veces.

     Y Da Mo sonríe, orgulloso de mí. ¡Sabe que mi fe en él es ciega!

[1] Página 59 del libro antes reseñado.

[2] Esto significa que vivirá a pan y agua —sin otro alimento— muy larga su vida no sería.



  


https://youtu.be/M-bKc8Rll3A



Satanás posee a los religiosos.



Y su mirada es tan hipnótica que también consigue influir en Juana. ¡Menos mal que Da Mo y Danielle estaban en la celda para protegerla!



Atrás quedaron los días de gloria, cuando Juana ordenaba y todos la seguían: ahora moría a manos de sus enemigos más acérrimos.



  Sin embargo, a pesar de ver la hoguera, pensar en Dios y creer en sus voces le daba muchísima calma, como si ellas la acariciaran.



Warwick amenaza a Cauchon y consigue lo que se propone.



La muerte de la santa.



Juana de Arco . 

  En mi opinión hay elementos que contradicen los sucesos históricos, pero aun así lo he disfrutado.

https://youtu.be/9ZDH1-rnRbQ


https://youtu.be/JGwWNGJdvx8

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