17 | El pecado de la honestidad

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"Con una sola una palabra tuya, esto se detendría, y la tristeza desaparecería. Se suponía que con la mañana se iría."

Alec bajó el bolígrafo después de finalizar la canción hasta el coro. Por fin había vuelto a componer, una vez regresó a la guitarra que guardaba en su dormitorio: sus dedos se deslizaron por las cuerdas antes de liberar la primera nota. Pasaba de la a fa, a sol y a do. Las notas se combinaban, entretejidas por las letras, y él pellizcaba suavemente las cuerdas para detonar la melodía sin forzarla.

Era jueves por la noche, su día menos ocupado ese semestre. Solo tenía dos clases y finalizaba a las tres, por lo que había ido a cenar temprano con sus amigos y regresó a su dormitorio a jugar durante dos horas seguidas antes de recuperar las ganas de escribir.

Su guitarra ya tenía los bordes desgastados de golpes y hendiduras en la cabeza debido a las mudanzas, a guardarla en cajas y a trasladarla de un cuarto a otro.

No había tenido el valor de hablarles a sus amigos de la situación en su casa, ni de los resultados de sus exámenes. Tenía anemia, pero también una depresión clínica. Eso significaba que debía tomar hierro y antidepresivos todos los días durante cuatro meses.

Se negaba a creerlo.

Él no podía tener depresión. La depresión se curaba con ayuno y oración.

La gente que veía sus transmisiones estaba saliendo de la depresión gracias a él: se lo habían dicho. ¿Por qué no podía ayudarse a sí mismo?

Había leído los documentos que la doctora le entregó y subrayado con rotulador amarillo todos los síntomas en los que encajaba, pero cuando llegó a la parte del tratamiento, todo recaía en medicación y psicoterapia. La doctora le había explicado que podía recurrir a un consejero o psicólogo cristiano.

Su problema era que no tenía dinero y no llamaría a sus padres para decírselo.

La pantalla de su teléfono se iluminó sobre la mesa. Alec se asomó sobre su guitarra y descubrió que Hanniel le preguntaba si quería acompañarlo al supermercado.

Fuera, llovía, pero Alec decidió desbloquear la pantalla y contestar que sí. Tenía que empezar a salir más de su dormitorio: la doctora le había dicho que tratase de involucrarse en actividades y pasear siempre que tuviese tiempo para evitar aislarse, hundirse en sus videojuegos y pensar demasiado, por lo que decidió aceptar.

Necesitaba deshacerse de esa depresión imaginaria.

Se puso las deportivas y su impermeable negro sobre la gruesa sudadera antes de agarrar su billetera, su teléfono y su identificación. Jin Hyun no había regresado de sus prácticas aún, aunque afortunadamente contaba con un coche, por lo que no se mojaría.

Hacía más frío cuando llovía. Debían de estar a cinco grados; Alec hundió las manos hasta lo más profundo de sus bolsillos para no congelarse los dedos, de camino al auto grisáceo de Hanniel, aparcado justo frente a la residencia.

—¿Qué necesitas?

—Comida. ¿Tú?

—Crema italiana para el café.

Al cerrar la puerta, el sonido de la lluvia se intensificó por culpa del techo del auto. Lo que le sorprendió fue que Hanniel ni siquiera lo miró al desplomarse a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Estoy molesto.

Alec giró el rostro hacia Hanniel.

Rara vez veía a Hanniel molesto, al punto de que le temblaban tanto las manos por culpa de los nervios que el cinturón de seguridad se le escapó de los dedos antes de poder amarrárselo.

—¿Qué ha pasado? —inquirió.

—Es Matt.

Matt era el mejor amigo de Hanniel, o eso se suponía. Cuando Alec empezó a unirse al grupo, lo hizo consciente de que Matt y Hanniel eran amigos de la infancia y nada los separaría. Pero después llegó Benjamin, y Jackson, y empezaron a juntarse con más personas. Y ahora Matt y Hanniel no eran tan cercanos como antes.

Matt era la persona más sociable del grupo. Conocía a casi todo el campus, también porque era amigo de Jackson, ujier encargado de recibir y acomodar a todos en la iglesia universitaria.

—Suena ridículamente infantil —masculló Hanniel—, pero me ha cancelado todos los planes esta semana si no va alguien más. Y odio que me pregunte quién más va cuando yo debería ser suficiente.

Alec no dijo nada.

Lo escuchó quejarse todo el viaje de que Matt había empezado a dejarlo de lado, que ya no hablaban como antes ni comían solo ellos juntos, que el otro se estaba enfocando en otras personas y actividades.

—Está cambiando y no me gusta.

Aparcaron lo más cerca posible de la salida del supermercado para evitar la lluvia en su mayor parte. Mientras deambulaban entre los estantes y pasillos, empujando uno de los carros de metal, Alec se limitó a agarrar chocolates y una bolsa de queso deshebrado para Jin Hyun. Luego le haría falta hablar con él y necesitaba pagarle con algo más que con lágrimas.

Y cuando llegaron cerca de la caja, Hanniel compró un paquete de tabaco también.

—¿Fumas?

Hanniel rodó los ojos.

—No me juzgues.

Alec hizo una mueca.

—No te estoy juzgando. No lo sabía.

En realidad, le sorprendía. En la universidad no estaba permitido fumar ni beber, y no se imaginaba que Hanniel tuviese un problema con los cigarros. Habían sido amigos casi cuatro años.

—Tengo demasiada ansiedad.

En ese momento, un rayo de esperanza iluminó el alma de Alec.

Fumar no era la solución, lo sabía, pero tal vez Hanniel sí creía en la ansiedad. Y si la ansiedad era real para él, entonces también sería comprensivo respecto a su depresión.

Fuera del supermercado, bajo el techo de la esquina más lejana a la puerta, desde donde vigilaban el auto aparcado, Hanniel encendió el primer cigarro. Las gotas de lluvia resbalaban del techo y caían frente a ellos, hacia el charco en el suelo.

Alec vio la primera calada de humo fluir de entre los labios de Hanniel, pero no le miró. Sostenía en la mano la bolsa con todas sus compras.

—Sé que me aferro mucho a las personas —lo oyó murmurar—, pero Matt era mi amigo de verdad. Creía que podría tener un mejor amigo, de esos que duran toda la vida.

Alec apoyó la cabeza contra la pared.

—¿No le has dicho cómo te sientes?

—Dice que estoy exagerando —farfulló, reacio— y eso me enoja el doble.

El rubio suspiró.

—Eventualmente eso pasa con los amigos —murmuró—. No los puedes retener, no puedes obligarlos a que sean amigos exclusivos. Se relacionan con otras personas, consiguen novias, se casan... pero siempre están ahí cuando los necesitas.

Lo sintió apretar los dientes cuando mencionó lo de casarse y Alec, que nunca prestaba atención a ese tipo de señales, sintió su corazón acelerarse. Los ojos verdes de Hanniel se habían empañado.

Y de pronto, empezó a temerse lo peor. Pero se contuvo para no preguntar lo que sospechaba.

Lo observó llevarse el cigarro a los labios: su mano temblaba. Esperó a que liberase la bocanada de humo antes de suspirar.

—¿Por qué te molesta tanto la idea de que se case?

Hanniel volvió a rodar los ojos.

—Porque no quiero que se vaya —repitió entre dientes—. Siempre hemos sido él y yo, somos los mejores amigos. Pero todo el mundo nos está separando y él no le da importancia. No entiende que para mí sí es importante.

Luego se hizo el silencio porque Alec no supo qué responder. No podía decirle que controlase sus celos porque solo era un amigo.

Además, Hanniel nunca había tenido una relación. No había salido con ninguna chica y, de hecho, creía que jamás se casaría porque nadie le había invitado a salir aún. Tampoco se llevaba bien con sus padres ni con su hermano.

Por eso, la única persona con la que contaba y de la que dependía emocionalmente era Matt Talbot.

—¿Puedo contarte algo? —preguntó entonces Alec, que había perdido la mirada por el estacionamiento.

Hanniel volteó hacia él.

—Claro.

—Ayer fui a la clínica. Me diagnosticaron depresión clínica.

Hanniel no se inmutó. Lo analizó de arriba abajo, porque el rubio no era capaz de alzar los ojos del suelo mojado, y volvió a darle una calada a su cigarro.

—¿Por qué?

Alec hundió las manos en los bolsillos de su impermeable.

—No lo sé. Puede que no tenga causa.

—Es normal. Esas cosas nos afectan a todos.

—¿Crees que tenga cura?

—Hay cosas con las que hay que vivir, Alec.

—¿A ti te diagnosticaron la ansiedad?

Hanniel chasqueó la lengua, molesto; había bajado el cigarro hacia su muslo.

—No porque no es grave —protestó—. Se me quita fumando o...

Alec clavó sus brillantes ojos azules en los verdes de su amigo.

—¿Fumar no es pecar contra tu propio cuerpo?

—Vamos a pecar igualmente, Alec —replicó Hanniel—. Somos pecadores, es nuestra naturaleza. Así que da igual si fumo o no, mientras pida perdón después.

—¿Crees que la depresión es pecado?

—No creo que nada sea pecado, siempre y cuando lo puedas controlar y no te destruya mental o emocionalmente. Somos libres en Cristo, ¿sabes?

Alec bufó.

—Entonces Matt es un pecado para ti —masculló, y consiguió que su amigo hundiese sus afiladas pupilas en las suyas—. No lo digo con malas intenciones. Pero en lugar de acercarte a Dios, te hace sentir celoso y mal. Deberías alejarte de él.

Hanniel no contestó.

En realidad, Alec estaba demasiado molesto por su doble moral como para ser cordial con él. Comenzaba a hartarse de los cristianos, porque o satanizaban todo, o se conformaban con una vida en pecado, o aparentaban que Dios era bueno todo el tiempo, como Benjamin.

Al final, Hanniel tiró el cigarro al suelo y lo piso.

—Vámonos al campus.

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