47 | Solo por amor a Dios

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"Hasta el final de Ramadán" se había vuelto más un decir que una realidad, porque, conforme transcurrían los días, menos se hacía a la idea Alec de que se iría. En cuanto salía de su dormitorio, el abuelo de Erin lo llamaba para que se sentara con él y Farid en la sala y le preguntaba qué sabía del profeta Moisés, o de Jonás, o de Jacob y José.

—El profeta Moisés estuvo en el desierto —le decía, y Alec asentía—. ¿Sabías que mató a un hombre?

—Sí, antes de que Dios lo llamara.

—La misericordia de Dios es inmensa.

—Sí.

—Que Dios perdone nuestros pecados.

Desde la pequeña cocina, mientras preparaba las capas de galleta y betún de limón para el pastel frío de la noche, Erin los observaba.

Desde el pasillo, pues se metió a la habitación de Alec a buscar un hijab beige o blanco, escuchó el debate sobre la muerte de Jesús y no pudo evitar darse prisa por entrar a la cocina. Su hermana Samiya estaba tratando de dar el desayuno a su hijo mientras que su niña cantaba, dando vueltas en su vestido rosa, a la espera de que su madre le entregara un vaso de agua.

—¿De qué hablan? —le preguntó, y vio a su hermana mirarla por encima del borde del velo del niqab.

—Al canadiense se le ocurrió preguntarle a jadda qué sabía de Jesús.

Y de inmediato Erin dio vuelta al mostrador de la cocina para quitarle el cuchillo de las manos a Samiya y decirle que atendiera a su sobrina Amira.

—Yo me encargo del desayuno de Isma.

Desde allí, tenía el campo de visión perfecto: Alec, con su despeinado cabello rubio y sus lentes, cruzado de piernas sobre la inmensa alfombra de la sala, discutiendo con su cuñado y su abuelo.

Farid traía tantos libros y estudios como necesitara para mostrarle a Alec lo que decía Dios que haría en el día del Juicio Final, o sobre el cuidado de las mujeres, o de cualquier tema que él les preguntara.

Pero Alec no se enfocaba en desmentir lo que su abuelo o Farid le contaran, sino que respondía con un sencillo "Jesús dijo lo mismo seiscientos setenta años antes que el profeta". Sin embargo, escuchaba pacientemente lo que Farid decía sobre la importancia de rezar, porque era lo único que los mantenía alejados del infierno, y la paciencia.

No había tenido tiempo de hablar a solas con Erin, pero el viernes aprovechó para sentarse de piernas cruzadas al lado del abuelo de la chica, que apenas hablaba inglés, para preguntarle por qué no iba a la mezquita. Farid y Samiya, con sus dos hijos, iban cada viernes a rezar en conjunto.

Y el hombre llamó a Erin para que se acomodara entre ellos, con su larga falda marrón y un jersey verdoso. En cuanto Alec desvió la mirada para seguirla, recibió un codazo por parte de su abuelo. Y entendió que tenía que bajar la vista.

—La mayoría de la gente cree —le explicó a través de Erin a Alec— que esta religión consiste en ser productivos, que tu vida entera gira en torno a las reglas y a los mandamientos. Que Dios no quiere que descanses. Puede que incluso te sobrevenga una ansiedad debido a que crees que no haces suficiente. Pero Dios ha dicho que en recordarle hallas consuelo.

Alec apretó los labios.

—También dice la Biblia —se atrevió a comentar— que el acercarte a Él es el bien.

Lo vio asentir, casi orgulloso de que conociera los versículos de su propio libro sagrado.

—Da igual cuántas cosas hagas para Dios —le dijo—. La misericordia de mi Dios es tan grande que, incluso tus malas obras, las convierte en buenas si te arrepientes.

Y Alec sonrió lentamente.

—Mi Dios murió por mí.

Había empezado a llover. El abuelo de Erin entró a rezar pocos minutos después, no sin antes recordarle a Erin, mientras se levantaba, que Alec aún no había visto Ámsterdam.

—No es que sea la ciudad más bonita que haya visto —aclaró—, porque una sola rosa de Damasco iluminaría las calles más que mil tulipanes, porque es lo que Dios ha querido, pero alguien debería enseñarle Países Bajos. Puede que nunca regrese, Dios no lo quiera.

Erin, ruborizada, se cruzó de brazos.

—Mi hermana no me dejará.

Pero su abuelo le restó importancia, alzando las manos para luego dejarlas caer.

—Si Dios quiere sí. Hablaré con ella.

Una vez hubo metido la fuente con galleta y limón en la nevera repleta de imanes y dibujos de sus sobrinos, Erin se lavó las manos y calentó agua en la tetera. Sabía que Alec estaba de pie al otro lado del mostrador, así que carraspeó, aún de espaldas a él, para musitar:

—Gracias por hablarle de Jesús a mi abuelo. Quizás un día crea en Él.

—No lo hago por eso. Lo hago porque es lo que yo creo.

Era la primera vez que los dejaban solos. Alec no podía dejar de mirarla, aunque solo viera sus ojos, bajo las espesas cejas, pero guardaba las manos en los bolsillos para tener algo a lo que aferrarse. Erin, que echó un rápido vistazo al pasillo, se inclinó hacia él para preguntarle si estaba seguro de no querer comer nada.

—Estoy bien, no te preocupes.

—No quiero que tu salud empeore —le dijo en un susurro—. No has descuidado tu tratamiento, ¿verdad?

Alec negó, sonriendo.

—Estoy mejor de lo que he estado en mucho tiempo. ¿No vas a orar?

—No puedo.

—¿Por qué?

Erin hizo una mueca, pero en lugar de responder, se aseguró de que el niqab no mostrase ni un milímetro de cabello repasando los bordes con los dedos. Luego le confesó en un hilo de voz que había estado leyendo.

Alec frunció el ceño.

—¿Cuál libro? —quiso saber.

—El tuyo.

Se refería a la Biblia, pero no lo diría por si las paredes tenían oídos.

Alec despegó los labios para hablar, pero Erin no le dio tiempo a averiguar cómo. Aunque sabía que podría considerarse invasión a la privacidad, había entrado a su habitación hacía unas horas, donde ahora estaban las cosas de Alec, para ver una Biblia con sus propios ojos. Había entrado en librerías a buscar alguna, pero no era lo mismo sostener un libro en holandés nuevo que la vieja Biblia negra de Alec, con la piel de la portada agrietada y las esquinas levantadas; decenas de papeles y notas sobresalían entre las páginas.

No le dijo que al lado de su Biblia, había encontrado su cuaderno de oración abierto donde leía "Querido Dios, dame fe".

Escribir sus peticiones de oración requería demasiada concentración; socializar lo drenaba.

Sus oraciones se habían convertido en repeticiones vacías porque era incapaz de abrirse con Dios.

No solo anotaba oraciones, sino frases en las que pensaba. Y Erin no pudo evitar tomar el cuaderno entre las manos para hojearlo. Leyó algunas de las frases sueltas que escribía y tachaba, y volvía a reescribir, pidiéndole a Dios que le diera fuerza, y que le mostrara el camino, y le quitara las dudas.

—Siento haberlo hecho sin permiso —murmuró ella, y Alec sacudió la cabeza de inmediato.

—No, está bien. Puedes leerla cuando quieras.

Bajó el pasillo por delante de ella, consciente de que Erin lo seguiría, y entró al cuarto para entregarle la Biblia.

Algunas páginas ya estaban despegadas del lomo, otras tenían las esquinas dobladas; anotaciones cubrían casi todos los márgenes (si no todos), y muchas palabras habían sido señaladas con marcador o bolígrafo, y flechas guiaban a otros versículos. Pasó las hojas en busca del libro de Salmos y le preguntó si no quería que leyeran uno juntos.

Erin se humedeció los labios.

—Pero si mi familia se entera...

—No te meteré en problemas, Erin —le prometió Alec, sin parpadear.

Y cuando la chica sujetó en sus manos la Biblia, en el libro de Salmos, descubrió que había escrito el nombre de Erin al lado de cada versículo que ella mencionó que era su favorito. Casi en cada margen se repetía la frase "haz humilde mi corazón, Señor".

—Pero no es bueno que estemos solos en...

Alec la tomó de la mano. Erin se giró hacia él y vio en sus ojos celestes, del mismo tono que el jersey que usaba, que estaba suplicándole mentalmente que se quedase.

—Casi no hemos tenido tiempo juntos —murmuró; tragó saliva para continuar—. Solo diez minutos, Erin. Por favor.

Y a pesar de que podrían ser interrumpidos en cualquier momento, Erin se sentó en el suelo, sobre la alfombra que asomaba bajo la cama, y Alec se acomodó a la orilla del colchón. Fue la primera vez que leyeron un salmo juntos.

Le tendió su Biblia a Erin, con cuidado de no rozarla, y ella la sostuvo mientras leía el Salmo 122. Alec tenía subrayados los versículos del seis al nueve, y el primero. Tras una primera leída, la chica repasó con la mirada lo que había leído y musitó que soñaba con algún día ir a la iglesia.

—Me gusta este versículo.

Señaló el nueve.

—A mí también.

—Es irónico —musitó Erin, sin mirarle— que a veces el amor a Dios te hace amar a tus enemigos.

Alec alzó los ojos celestes hacia ella.

—Es que nuestros enemigos no son otras personas. Es nuestro ego, nuestro pecado.

Erin asintió.

—Todavía me cuesta entenderlo porque... hay personas que diría que sí son mis enemigos. O de mi familia. Pero solo por amor al Señor... —repitió, apoyando el libro sobre sus rodillas, bajo la atenta mirada del chico—. Solo porque Él los ama, ya no lo son.

La vio procesarlo lentamente, releyendo los mismos versículos una y otra vez, mientras la lluvia salpicaba las ventanas. Erin le preguntó si leería con ella alguna carta del Nuevo Testamento para explicársela conforme avanzaban y él asintió de inmediato.

—¿Cuál quieres? ¿Romanos, Filipenses...?

—Me gusta aprender qué decía Jesús —confesó Erin.

Erin lo contempló pasar las hojas de su Biblia, que ya le había devuelto; cada página contenía más información anotada que la anterior. Había llegado al libro de Juan, pero se detuvo en el capítulo diez mientras ella le preguntaba si Cristo la negaría delante de Dios si ella lo negaba cada vez que su familia le preguntaba qué estaba leyendo.

Alec negó.

—No tiene que ver con eso —dijo en voz baja—. Niegas a Cristo cuando demuestras con tus acciones o palabras, que no crees que sea quién Él dijo que era, o que ha hecho lo que Él hizo. Si crees que es un mero profeta, invalidas Su sacrificio. Infravaloras al Hijo de Dios, ¿me explico?

—Sí.

—Nunca le había prestado atención a este versículo.

—¿A cuál?

Erin se asomó, apoyándose en la cama, para mirar lo que Alec señalaba, y él se estremeció al sentirla tan cerca de su rodilla. Tuvo que moverla para no rozarla, a lo que Erin se echó levemente hacia atrás. Pero su olor a chocolate ya había alcanzado a Alec.

No le preguntó si había comido porque supuso que, si no rezaba, también habría roto su ayuno.

—El de Juan 10. Parece ser que Dios sí amaba a Cristo.

Había luchado demasiado con la idea de que Dios enviara a Su Hijo al mundo sabiendo que lo matarían, pero era precisamente esa misma la razón por la que Jesús decía que Su Padre lo amaba: porque ponía Su vida para volverla a tomar.

Pero ahí en los versículos diecisiete y dieciocho de Juan 10, sus dudas quedaban disipadas.

—Jamie me va a matar cuando se lo diga —murmuró, y sonrió a medias—. Lleva meses explicándomelo y acabo de entenderlo.

Ya no podía culpar a Dios.

Si Cristo mismo se sentía amado por Su Padre, entonces él no tenía excusa. Dios siempre lo había amado, más de lo que se imaginaba. Y Alec había perdonado a Dios sin darse cuenta.

Giró los ojos hacia Erin.

—Hay tantas cosas que quiero explicarte —le confesó en voz baja—. Quiero... enseñarte las conexiones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, los cuadros de Cristo, las profecías, la simbología...

—Tenemos todavía dos meses.

—Pero tu hermana me asesinará si me acerco a ti.

—Podemos salir —insistió ella—. Se acerca el Eid y vas a necesitar ropa. ¿No te gustaría ir a comprarla conmigo?

Las cejas de Alec se arquearon.

—¿Ropa para qué?

—Para la fiesta. Necesitas algo bonito. Y no has visto Ámsterdam todavía —apuntó, y él sintió su sonrisa ampliarse por el tono de voz y la forma en la que estiraba los ojos—. Debería enseñarte la ciudad.

A la hermana de Erin no pareció agradarle la idea.

La contempló mientras Erin, después de haber servido el té y los dátiles aquella noche, regresó a la cocina a agarrar el plato principal aprovechando que los hombres estaban en la sala principal con los niños, y le explicó que Alec debía usar algo diferente para la fiesta.

—¿Por qué no le dices a Farid que lo acompañe? —inquirió, pero Erin hizo una mueca.

—Porque es mi amigo —protestó—. Y no ha visto la ciudad todavía.

Samiya, que estaba colocando los panes envueltos en una bandeja nueva junto al shawarma, suspiró.

—No lo sé, Erin. Creo que le gustas a ese chico.

Erin, de pie tras el mostrador de la cocina, con las manos a cada lado de la bandeja, se congeló. No parpadeó, ni se atrevió a moverse, porque el corazón le ardía dentro del pecho.

—¿Yo a él? —inquirió, y su hermana le echó un vistazo rápido antes de agarrar la canasta de kibbe y empujar hasta hacer sitio en la bandeja.

—Sí, y no deberías acercarte tanto a un cristiano. Es más, hace mucho que no te veo leer. Y no sé si vayas a reponer los días que no has ayunado.

—Te juro por Dios que este año los repongo, en cuanto acabe Ramadán.

—No me gusta que él esté aquí —farfulló, y al momento suspiró—. Es decir, me cae bien, pero me da miedo que te aleje de Dios. No deberías estar buscando amistad con chicos.

—No puede alejarme de Dios —susurró— porque yo sé lo que creo.

—Pero te gusta escucharle.

Erin chistó.

—No ha dicho nada malo —protestó—. Habla de Jesús, crees en Él, ¿no? Por favor, déjame ir. Fue idea de jadda.

Y su hermana la miró sobre el borde del velo.

—Si Dios quiere —sentenció—. Solo si deja de llover, y siempre y cuando lo hagas todo santo.

—Si Dios quiere.

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