48 | La Biblia de sus sueños

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—Me gusta tu familia —le confesó Alec a Erin—. Estar aquí se siente... no sé, como si ya hubiera venido antes, como... revivir recuerdos de cosas que nunca pasaron.

Erin le sonrió.

—Yo creo que somos muy extraños.

Alec soltó los tallos de los tulipanes en cuanto vio los girasoles en otra caja. Después de atravesar el mercado con Erin, levantado en una plaza de adoquines, y comprar calabacines y hierbabuena, pasaron cerca de los puestos de flores. Allí se detuvo para comprarle, entre petunias y tulipanes, tres girasoles que le envolvieron en papel.

Aquella noche celebrarían el final de Ramadán y todavía no habían pasado cerca de la única tienda árabe en la que Erin sabía que encontrarían abayas. Contemplaba a Alec intercambiar las los euros con el florista, y cuando él se dio cuenta de que no le quitaba la vista de encima, sus mejillas comenzaron a arder.

—Admiro la fe que tienen —le confesó Alec mientras le tendía las flores— y cómo obedecen por amor todas las enseñanzas de un Dios en el que no creo. Yo no... nunca había sido tan consciente de Dios en cada cosa que hago.

Erin recogió los girasoles sobre su pecho. Cerró los ojos, aspirando el aroma y, en parte, atesorando el instante. Cada vez que él le regalaba flores, o chocolates, se le volcaba el corazón. Pero no podía decírselo.

Alec no notaba el brillo en sus ojos negros.

—Sí lo eres —repuso ella—, pero no te das cuenta. ¿Cuántas personas te contarían historias de la Biblia mientras juegan videojuegos de terror?

Alec se rio.

—Si estuviera en mi casa —admitió—, jugaría hasta las tres de la mañana. Pero aquí no tengo ansiedad.

Bajo el velo cámel, Erin curvó una comisura.

—Me gustaría algún día ir a tu casa.

Él se remangó la sudadera. Estaba tan acostumbrado al frío de Bayside, helado y cortante, que esos débiles rayos de sol holandeses bastaban para que empezase a acalorarse.

—No sé si sea lo mejor. Es muy asfixiante.

—Quisiera conocer a tu madre, a Kendra... Deben saber mucho de la Biblia —dijo Erin.

Alec contuvo la respiración. Sus pupilas habían comenzado a danzar.

¿Esta era la bendición de la que Jamie hablaba?

Había estado escribiendo canciones antes de irse a dormir tras cada comida de ruptura de ayuno y tarareando la melodía que luego grababa en su teléfono para no olvidarla. Cuando volviese a su casa en medio del campo en Bayside, la practicaría en guitarra para enviársela a Erin.

—No podría presentarte a mi padre.

Una delicada sonrisa se instaló en el rostro de Erin, que se balanceó de un lado a otro sin prisa, fija la vista sobre él. Por la manera en la que se le achicaban los ojos, Alec supo que estaba sonriendo.

—Si conozco al hijo, conozco al padre.

Y él no pudo evitar sonreír, esta vez de verdad. En ese momento, sintió que podría contarle cualquier cosa y ella le escucharía.

—No pude quedarme su Biblia —le dijo a Erin de camino al único local en la zona donde comprarían abayas—, ni hablar con él de muchas cosas, porque solo tenía trece años y él... Bueno, murió en una especie de bombardeo. Pero le vi cuidar de mi madre. Vi cómo la trataba, cómo sabía qué decir y qué hacer siempre, cómo trabajaba en silencio, aunque nadie le viera. No hablaba sin pensar, no decía cosas hirientes y... no sabes cuánto le he pedido a Dios que me dé el doble de su espíritu, igual que Eliseo le pidió a Elías.

—¿Por qué crees que no lo tienes?

Desganado, Alec encogió los hombros.

—Porque no le vi morir. Eliseo sí vio a Elías. Esa era la condición.

—Bueno, no creo que Dios ponga condiciones en todos los casos.

—No soy ni la mitad que él —repuso Alec, y ella negó rápidamente.

—A tu edad, tu padre apenas estaba empezando a leer la Biblia cuando tú ya la has leído durante nueve años. Entiendes más cosas de las que él entendía para hoy. Creo que Dios te ha dado exactamente lo que le has pedido.

Alec, aunque guardó silencio un par de segundos, tensó los labios en una fina línea.

—¿Y por qué no tengo su paz, o su templanza?

—Porque no eres él. No tienes que serlo. Dios quiere usarte a ti. A él ya lo usó.

Pero el chico esbozó una dolorosa sonrisa torcida.

—No siento que Dios me use. De hecho, ni siquiera siento que esté creciendo.

—Desde que te conozco, tienes un don, Alec.

—¿Cuál?

—El de exhortación —sentenció ella, y Alec frenó en seco para mirarla a los ojos; Erin parpadeó—. También el de enseñanza, pero exhortas sin miedo. Desde que has llegado, lo has hecho. Amas tanto al Señor que no puedes callarte. Y a mí me... Te admiro por eso.

Se ajustó el velo al puente nasal, por si se le resbalaba. Quieto, Alec le sostuvo la mirada hasta que sus latidos reanudaron el ritmo normal y, recuperando la noción del tiempo, se lamió los labios.

Una bola de mariposas danzaba en su estómago.

—Yo creo que tú tienes un don para la empatía —susurró— y es algo que me encantaría tener. Alguien con ese don... equilibra el mío.

No supo qué más decir y retomó el camino, pues tampoco esperaba que Erin contestara. Ella le sostuvo el paso, caminando a la misma velocidad, en silencio, mientras pensaba una respuesta lo suficientemente inteligente. Sin embargo, apenas estaba separando los labios para hablar cuando él le confesó en voz baja que justo esa noche había soñado con su padre.

—¿Y qué ocurría?

—Fue más bien una pesadilla.

Había despertado llorando en la madrugada, con un nudo en el estómago y la mejilla marcada por el acné encendida en rojo vivo. Sofocado y con el estómago revuelto, tuvo que apartar las sábanas de golpe y arrodillarse en el suelo, apoyados los codos sobre la alfombra, para no vomitar.

Tenía tanto calor que se quitó el suéter gris de pijama; al pasarse la mano por la frente, descubrió que estaba mojada, igual que sus brazos, cuello y pecho, de sudor.

Necesitó respirar hondo durante tres minutos seguidos para que se le disiparan las náuseas.

—¿Por qué no me escribiste? —quiso saber Erin, que arrugó las cejas—. Te podría haber llevado agua.

—Creo que fue un ataque de pánico.

—¿Qué soñaste?

Alec asintió.

—Vi lo que habría pasado si él no hubiese muerto —susurró—. Soñé que tenía secuelas horribles. No podía caminar, y se le habían desviado los ojos, y...—Sopló por la frustración; habría preferido nunca grabarse esa imagen de su padre en la memoria—. Y tuve que dejar la universidad para cuidarle, porque mi madre debía ponerse a trabajar y mis hermanos seguían estudiando, y soy el mayor, y...

Sintió la mano de Erin apretarle el hombro y se detuvo a recuperar el aliento.

—Lo siento.

—Es que... todo este tiempo pensé que él no podía verme desde el cielo. Y probablemente no me ve todo el tiempo, pero... si dice Hebreos que tenemos una nube de testigos y... los grandes de la fe están en esa nube... ¿por qué él no?

Erin se encogió de hombros. Sostenía la mirada de Alec a pesar de que le escocía como puñaladas en el abdomen. Sus ojos, irritados por una fina película cristalizada, ya que reprimía las lágrimas, la acuchillaban.

—Supongo que no hay nada que le impida no verte —murmuró Erin, y Alec asintió.

—Él me lo dijo —jadeó—. Me dijo que no dejara de orar. Él sabe... que no lo he estado haciendo bien.

Erin sonrió, a pesar de que él no vería sus labios curvarse, y frotó con cariño el brazo de Alec.

—O sabe que ya te lo has propuesto en tu corazón.

Los dientes de él castañetearon. Quería creerle, pero temía equivocarse otra vez. Su depresión solo había mejorado porque se estaba alejando de su familia, y no podía evitar asquearse de ese sabor amargo que nacía en su boca cada vez que se acordaba de que debía volver a casa a finales de ese verano.

Si hubiera podido, se habría quedado siempre con ella.

—Antes de la cena... ¿podemos leer nuestro salmo? —inquirió Erin; al ver a Alec asentir, los ojos de ella se iluminaron. No había soltado el brazo de Alec, aunque cada vez sus dedos se hundían más en la tela, por culpa de los nervios—. Sabes, aunque te había visto mucho por videollamada, no era así como lo imaginaba. Es decir, se siente... irreal que estemos tan cerca.

También a Alec lo invadía un torbellino de emociones cuando la miraba, porque caía en la cuenta de que por fin la tenía ante sí, carne de su carne y hueso de su hueso.

—No soy tan alto como esperabas, ¿verdad?

Sin embargo, Erin se rio.

—Eres incluso más lindo en persona.

Alec no quería, pero sonrió sin querer, aunque la timidez le impidió revelar sus dientes sin miedo. Agachó la cabeza y se revisó las deportivas rojas.

—Tú eres perfecta, habibti.

No supo que el corazón de ella se derritió como hecho de cera, ni que sus cuerdas vocales se congelaron, pero vio sus pupilas tiritar. Y dedujo que lo habría pronunciado bien.

No estaba mentalizado para aquella noche. No estaba listo para la última cena de Ramadán, para que la familia volviera a incorporarse a sus actividades diarias, para dejar los debates con el abuelo de Erin sobre los profetas y las enseñanzas de Jesús, pero tuvo que prepararse.

En el cuarto de baño, después de luchar con la ropa hasta hallar la etiqueta, consiguió ponerse los pantalones blancos que se ajustaban a sus tobillos a modo de chándal y, encima, la abaya. No llegaba a ser azul, aunque él la vio celeste en la tienda, sino que tendía a una tonalidad plateada. Había tenido que cambiarse en el baño, después de ducharse, porque Erin, que se bañó en el cuarto de su hermana, le dijo antes de regresar al apartamento que necesitaría usar su dormitorio.

Allí tenía sus vestidos y cinturones, y los velos con brillos en el borde. No se maquillaba porque según su hermana era pecado, así que aquella noche solamente se rizó las pestañas. Y Alec, que se había lavado la mejilla y echado la loción correspondiente, estaba revisando su acné cuando Erin aporreó la puerta del baño en el pasillo.

—¡Date prisa, Alec, ya casi es la hora!

—¡Ya voy!

Pero cuando abrió, Erin había regresado al dormitorio. Estaba delante del espejo del tocador, fijando el velo borgoña con un imperdible junto a su barbilla; él golpeó con los nudillos la puerta y Erin se giró.

No había tenido tiempo de ponerse la parte del niqab que le cubría la boca, pero se le olvidó cuando lo vio allí de pie. El rubio de su cabello, aunque seguía rozándole las pestañas, amenazando con cubrirle los ojos, parecía más dorado por culpa del plateado del thawb.

Pero él ni siquiera cruzó el umbral de la puerta.

Permaneció hierático, con el paquete envuelto entre las manos, mirándola de la cabeza a los pies, porque no sabía que vería su rostro de nuevo. No había olvidado la primera vez. Y de pronto, se le había desbocado el corazón en el pecho.

Los labios de ella, en forma de corazón, de un oscuro tono oliva, se habían entreabierto; tenía las pestañas más largas. No supo si era el vestido rojo oscuro de bordes dorados y mangas largas, o sus cejas, o su nariz de punta redonda, pero algo en ella mantenía juntas las pocas piezas de juicio que le quedaban.

Había dejado de pensar para perderse en sus grandes ojos negros.

—Eres preciosa.

Lo dijo sin detenerse a contemplar las consecuencias de esa declaración. Vio los pómulos de Erin colorearse de un rosa más fuerte.

—No es verdad —musitó, y buscó rápidamente el pico del velo con el que se cubriría la nariz—. Lo sería si me quitara el hijab.

—¿Qué puede haber más bonito que tus ojos?

Y aunque Erin despegó los labios para contestarle, al final los balbuceos la obligaron a regresar a su reflejo en el espejo. Abrió el imperdible para sujetarse el velo sobre el puente nasal; de reojo, no obstante, vio que Alec seguía jugando con el paquete envuelto.

—¿Qué traes ahí? —quiso saber, y él se encogió de hombros.

—Un regalo para ti.

Erin, que estaba abriendo el imperdible para sujetarse el velo sobre el puente nasal, no terminó de cerrarlo. Lo bajó, aunque volviera a descubrirse la mitad del rostro, y Alec vio sus cejas arquearse lentamente.

Al final del pasillo, podía oír las agudas voces de Isma y Amina. La niña se estaba quejando de que no lograba ponerse el vestido sin que le arrastrase e Isma debía de estar saltando, porque su voz rebotaba, llamando a su madre.

—¿Por qué? —inquirió en un hilo de voz—. No vamos a regalar... Es decir, no te compré nada.

—No necesito un regalo —repuso él en voz baja—. Tú ya eres la bendición de Dios que no me merecía.

Entre sus manos, apretaba con más fuerza el paquete envuelto en un sedoso papel marrón. Una cuerdita de la que colgaban pequeñas flores de plástico de girasol, probablemente cuentas, mantenía el papel adherido a la forma del regalo. Hasta que Erin no se hubo acercado lo suficiente, él no se lo tendió.

Observó las manos pintadas de henna de Erin desanudar la cuerda y apartarla con cuidado sobre el escritorio; musitó "la guardaré" antes de abrir el papel.

Entonces vio la Biblia.

Erin ahogó un jadeo. Sin palabras, porque se le cortó la respiración, contempló las letras en árabe de la portada violeta; luego subió la vista a los ojos de Alec, y volvió a bajarla. Y cuando por fin reaccionó, apoyó el libro contra su pecho.

—No es real, no...

—Sí lo es.

Con una débil sonrisa, Alec esperó a que la chica la abriera y viera que se trataba de una Biblia de estudio.

—¿Para mí? —musitó, sin fuerzas, y él asintió.

—Quería regalarte una en árabe, porque las palabras significan más en tu propio idioma, pero no encontré una traducción entera. Si esta no te gusta...

Vio los hombros de Erin sacudirse. Se había cubierto los labios con una mano para disimular que se habían teñido de color cereza, porque estaba llorando, pero se limpiaba las lágrimas tan rápido de las mejillas que Alec no se dio cuenta hasta que se sorbió la nariz.

Quería abrazarlo, y por un momento, estuvo a punto de tirar de la ropa de él para romper con la distancia, pero no podía. Su sobrino estaba bajando el pasillo corriendo y, cada vez que pasaba detrás de Alec, sacudía las mangas plateadas de su traje sin querer.

—Gracias —susurró.

Aunque quiso repetirlo, el sollozo la interrumpió. Volvió a abrir la Biblia y acarició las páginas, buscando los evangelios que había estado leyendo en inglés en su teléfono, y vio las palabras de Jesús pintadas de rojo; el comentario, al pie, le explicaba el contexto y la aplicación. Otra vez se le aglutinaron las lágrimas en la garganta y tuvo que curvar los labios para no echarse a llorar.

Entonces le tendió la Biblia a Alec, que no entendió qué pretendía hasta que la tomó y ella, que se acercó al escritorio a toda velocidad, tomó un bolígrafo negro para tendérselo.

—¿Puedes dedicármela?

Por fin entró Alec a la habitación. Nunca le había dedicado una Biblia a nadie, ni sabía qué escribiría, pero en cuanto encontró la primera página, lo único que fluyó del bolígrafo fue un "y Él te encontró perdida y te guió", junto al libro de Isaías 54.

—He estado orando por ti —le confesó mientras le devolvía el libro.

—Yo también por ti —admitió Erin, que se enjugó la esquina del ojo.

—¿De verdad? ¿Por qué?

-—Tú primero.

Pausado, Alec se enderezó. Quería mirarla a la cara, pero entre la vergüenza de que notara más de cerca las cicatrices de su acné y la ansiedad que le revolvía el estómago, bajaba la vista sin querer a los bordes de sus mangas y se perdía en la falda, que llegaba hasta sus tobillos.

—Bueno, por... por varias cosas —confesó—. Creo que... Más bien, estoy seguro de que no es el momento. Estoy dispuesto a esperar, si tú también quieres. Pero le he pedido a Dios que quitara de mi cabeza los planes que no venían de Él y... hay algo que en todo este tiempo no me ha quitado.

—¿El qué?

—A ti.

Contuvo la respiración; ella también. Una ola de calor lo sofocaba. Erin no dijo nada; torció la cabeza, en busca de una explicación, y él se vio obligado a separar los labios de nuevo.

—Te quiero —susurró, tan débil que únicamente supo que ella alcanzó a escucharlo porque comenzó a pestañear con los mismos nervios que se apoderaban de él—. Me gustas, Erin. Mucho.

Sintió que se moría. Sus rodillas perdieron la energía y estuvo a punto de desplomarse, pero por la gracia del Señor consiguió mantener las piernas rígidas como palancas; el corazón le daba tumbos dentro del pecho, el peso de su cuerpo aumentó al doble.

Si lo rechazaba, lo soportaría, se dijo. Podían ser solo amigos, podía esperar, podía aceptar un no. Podía entender sus motivos, porque él tenía los suyos.

Pero en los labios de Erin, asomó una vacilante sonrisa, tersa y tímida, que cruzó su rostro.

Mashallah.

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