Seamus y el muerto

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A Seamus solo se le conocía por su nombre. Eligió el apellido Freeman después de su emancipación a razón de que, si Dios tenía sentido del humor, él también debía tenerlo. Pero un apellido en una hoja de papel no significaba nada.

Nació en uno de los pueblos río arriba. Eso era lo que le bastaba con saber. ¿Dónde? Era demasiado pequeño para recordarlo. Lo separaron de su madre cuando tuvo la edad suficiente para gritar su nombre, mientras los hombres lo arrastraban de entre sus brazos a una barcaza, para venderlo. Algunos esclavistas entendidos del negocio, solían esperar a que los niños fuera de más edad, pero estaba el asunto de su piel. Corteza de canela en lugar de ébano. En un mundo en el que la gente había sido tan deshumanizada como para ser comparada con la madera por los tonos de piel, él era demasiado blanco, no lo suficientemente negro para apagar los rumores.

Dicen que fue su padre quien firmó los papeles y permitió que lo llevaran, a los cuatro años, río abajo hasta el mercado de Nueva Orleans. Era un hombre blanco, del que poco sabía. A los cuarenta y cinco años, ni siquiera recordaba el rostro de su madre, y mucho menos el de ese hijo de puta.

Louisiana fue generosa con él. Era muy consciente de la ironía; tan generosa como podía permitirse a un nido de esclavistas. Durante los primeros cinco años de su estancia en la casa de la plantación en la ciudad de Edgard, fue una atracción exótica. Un juguete para los niños, el cual vestían con ropa de segunda mano.

De vez en cuando lo paseaban por el campo y el chico preguntaba por los hombres que trabajaban de sol a sol y cuestionaba por qué a las mujeres que consideraban mal portadas les hacían cambiar sus ropas sencillas de algodón arpillera y se les confinaba en jaulas de hierro. Cada vez que le decían que no debía importarle, entendía que su hora llegaría, como había llegado para otros antes que él. Incluso a esa edad, se le hizo fácil llegar a la conclusión que sus días estaban contados. Hasta ahora, solo le habían cortado las alas, pero tan pronto como la dama o los niños se cansarán del "muchachito de piel oscura y su espectáculo", él estaría ahí afuera, rompiéndose la espalda. Escapar no era una opción, así que se dedicó a aprender todo lo que pudo.

A la edad de nueve años, era más alto que los niños de la casa y más anchos de hombros. También leía y escribía en inglés y había aprendido un poco de alemán. Brillante como era, no hacía espectáculo de su conocimiento. Aunque Seamus no había sido más que un alma amable, su cuerpo, producto de generaciones criadas para sobrevivir al látigo, lo traicionó. Se le consideraba peligroso, con potencial de violencia, rasgos que, según los capataces de la plantación, podían canalizarse y aprovecharse mejor en el campo.

Y así, trabajó, desde el amanecer hasta el anochecer, y a pesar de todo, prosperaba. Había aprendido a leer la Biblia, y el libro hablaba de José, llevado cautivo y terminado como gobernador de suelo egipcio. Sabía muy bien que no debía preguntar sobre ese pasaje, considerado altamente problemático, por decir lo menos. Pero se afanó y esperó lo suyo. Probó el látigo de vez en cuando, aunque no lo mereciera. Era la forma en que el capataz recordaba a todos su lugar.
Tenía catorce años, un hombre por derecho propio, cuando La Dama apareció en la plantación.

Todos sabían sobre La Dama, Brigitte y su hermano, Wedo. Para algunos, eran gente acomodada de color, un remanente obstinado de aquellos tiempos antes de que la compra de Louisiana redujera a todos los llamados mulatos a ciudadanos de segunda clase. Para otros, eran oráculos. Representaban las voces de la muerte y la vida, testigos de las historias de los que fueron traídos encadenados, un canal hacia los antepasados ​​y la encarnación viviente de un misterio.
Habían existido antes de que existiera un pedazo de pantano llamado Louisiana, y sobrevivirán hasta que un golpe de agua final lleve a esa tierra de vuelta al mar, de donde nunca debió haber emergido. Su suerte estaba atada a la tierra, a pesar de habitar en ese lugar que divide el velo de lo visible y lo invisible.

—Ven aquí, muchachito. —La Dama no lo llamó de esa manera para hacerlo menos, sino para recordarle que, en otras circunstancias, eso es lo que debería haber sido—. ¿Vendrás conmigo, si te invito?

—He ido contigo, señora. Muchas veces —Seamus habló sin privarse, sabiendo que incluso si los amos escucharan, solo escucharían lo que ella determinara que debía llegar a oídos de extraños—. A orillas del lago y cerca de la medianoche de los domingos en la Plaza del Congo, cuando los amos me llevan a Nueva Orleans. He bailado contigo y he caminado por tierras que mis ojos nunca han visto. He escuchado los nombres de los que me precedieron, y el eco del llanto de mi madre, desde el día en que me arrancaron de sus brazos, hasta el día en que la llamó tumba. Todo en tu voz. Todo en el baile. —La Dama sonrió, acunando su rostro entre sus manos. Diminutas manos para manejar tanto poder—. He visto el blanco de tus faldas enrojecerse con la sangre del sacrificio y el ancho de la tela de tu ropa bailar con los susurros de las oraciones. ¿A dónde quieres que vaya? ¿Al lugar de los muertos?
A Brigitte del Cementerio le complació en gran manera que Seamus no mostrara el mínimo temor.

—No, mi niño. —Su voz era dulce y maternal—. Verás. He llegado aquí con mi hermano. Wedo me mantiene honesta, por así decirlo, y, además, es bastante decente cuando se trata de hacer vaticinios. Compraré tu libertad, pero él marcará tu camino.

Brigitte invitó a su hermano a dar un paso al frente. Wedo miró a Seamus de entre el desorden de cabello plumoso que caía sobre su frente. Había algo inquietante en el hermano de La Dama. Wedo no parpadeaba, y al hablar, las palabras se le deslizaban por una lengua bifurcada. Ver esto no le causo terror, más bien avivo la curiosidad del muchacho. El oráculo de la vida es extraño, pero nunca alberga malas vibras. Por el contrario, Wedo puede parecer algo triste, pero irradia confianza en aquellos dispuestos a escucharle, a ir a donde la vida los lleve.

—Ve hacia el norte, a Baton Rouge —dijo el oráculo de la vida—. Cuando lleguesss, aguanta las tormentasss. Habrá muchasss. Cuando llegue la guerra, y vendrá, haz tus eleccionesss y aférrate a la tierra que pronto será tuya. Cuando pagues tus deudasss, y seas un hombre libre de obrar por tu cuenta, busque una señal en un séptimo hijo y espera.

—¿Esperar qué, para quién? —preguntó Seamus mientras Wedo dejaba de hablar.
El oráculo serpentino se había quedado en silencio, porque lo que vino después ya no era una cuestión de la vida.

—Espera por dos muertos. Uno que encontrará consuelo en la tumba, otro que siempre regresa. Al primero lo enterrarás, al segundo, lo llevarás contigo, como un favor para mí.

—¡Maldita sea! Y dicen que la muerte es mucho menos complicada. —Seamus se rio entre dientes, agradecido por la extraña bendición que había recibido ese día. Brigitte pagó su peso en plata y recibió un documento que decía que Seamus era un hombre libre. El oráculo le besó las sienes y le llenó las manos de monedas antes de ordenarle que corriera.

Y corrió lo hizo. A Baton Rouge. Sin dar marcha atrás.

Cuando estalló la guerra entre los estados, los sureños tuvieron la audacia de pedirle a Seamus que luchara por ellos. Firmó, como se esperaba, que hiciera cualquier «gente temerosa de Dios», y luego escupió en esa tierra que habían hecho maldita y rompiendo su juramento, corrió hacia el norte, vistiendo el uniforme azul de La Unión. Al finalizar la guerra y a pesar de que su sentido común le decía que hiciera todo lo contrario, decidió regresar a Baton Rouge y cumplir con su destino.

Servir al ejército de la unión no hizo mucha diferencia. Le agradecieron su servicio, recordándole amablemente que no le debían más que las mencionadas gracias y que ahora le restaba tirar de las agujetas de sus botas y seguir marchando hacia el futuro que escogiera. ¡Adiós, soldado!

No le cayó nada mal. Siempre fue su estilo no deber nada a nadie. A lo largo de su vida solo se había comprometido con una promesa, la cual debía cumplir.

De vez en cuando, la vida llegaba con un giro afortunado de esos que no se cuestionan Kendall Leese, por ejemplo. El hombre no era tan infame como había sido su padre, pero seguía siendo "el hombre". Al ver a uno había sido el dueño de una plantación subir a su porche con una oferta de trabajo, a Seamus no le quedo más que suponer que se trataba de uno de tantos pequeños juegos de serendipia de Wedo y Brigitte. Seamus tuvo cuidado de no considerar a Leese como su amigo, pero se encargó de administrar la tienda de color de manera eficiente y con orgullo, sin aceptar imposiciones injustas.

Y entonces nació la niña.

Se propuso evitarla, pero tan pronto como la más pequeña de Leese aprendió a caminar, se le agarró como savia de árbol a las piernas, siempre arrastrando a Ruth. Seamus sospechó la naturaleza de la niña desde la primera vez que la vio a los ojos y lo supo con certeza, una vez que descubrió el asunto que ataba a Clara a la vida de los Leese. Un buen siervo reconoce a otro y a pesar de que sus promesas por cumplir diferían, tenían demasiadas cosas en común como para no desarrollar un mutuo respeto.

Dado que la reputación de Clara ya había sido destruida, no había nada que perder. Los chismes de Baton Rouge entretenían la idea de que Clara y Leese fueran amantes, y si lo fueran, no era asunto de Seamus. Pero de una cosa podía presumir, si no fuera un hombre discreto ... La gente del pueblo sabía una mierda. Lo que estaba pasando entre ellos era mucho más complicado que un rollo en el saco.

A diferencia de Leese, Seamus consideraba a Clara una amiga. Esa amistad iba a ser puesta a prueba, Clara estaba a punto de encontrarse más sola que nunca en su vida. Y todo por la maldita tormenta.
Debería haberle advertido, era la luna equivocada, pero había algo en el aire. El viento llevó voces, susurros de vida y muerte y la tormenta, trajo no solo al garou, sino también al muerto ...

Justo cuando el viento comenzó a aullar en la distancia y la primera lluvia golpeó como perdigones en el techo de la cabaña, Seamus escuchó tres golpes en su puerta. Con uno hubiera sido suficiente. Un erizar de los vellos en la base de su cuello y un sudor frío por su columna lo apresuraron hacia la puerta. Cuando abrió, se encontró con una contradicción andante.

El hombre a la puerta era tan alto como él, pero delgado y pálido con un mapo mojado de cabello rebelde y rubio pegado a su rostro. Su sonrisa era cálida, pero sus ojos... había un gris atrapado dentro del azul que gritaba no busques más, a menos que quieras descubrir algo espeluznante. El rubio había estado caminando junto con la tormenta durante mucho tiempo. Su camisa estaba empapada al punto de percibirse transparente. Una gran X que cruzaba su pecho cortando profundamente la piel se hacía evidente a través de la tela. Un tipo de corte que garantizaba una muerte certera, y la marca inconfundible de Brigitte du Cimetiere.

—Hola. Siento mol... ¡ugh!, molestarte. Diría que hace frío afuera, pero ya fabes, eso no le importa a alguien como yo. Entonces, ¿me invitas entrar? —Abrió los brazos de par en par, como si esperara un abrazo.

Seamus lo miró de arriba abajo con cara de duda. Sonaba como borracho, pero esa sería solo una de tantas impresiones que cambiarían durante el transcurso de la noche. El tipo no era lo que parecía, tenía una constitución mucho más atlética, musculatura que se mercaba cuando esforzaba su físico. Sus pantalones, aunque de color marrón claro, tenían un corte militar, perfectamente ajustados. De su cinturón colgaba una sola arma, una daga con mango de hueso. Seamus los había visto en el norte, elegantes cuchillos destinados a oficiales, sin mucha utilidad en un campo donde las bayonetas decidían quién moría y quién moría más ensangrentado.

—Tú eres el muerto, supongo. —Seamus remplazó la duda con una mueca divertida—. El brazo de Brigitte finalmente llega a las puertas de sus oídos. Tengo unas cosas que decirte, pero debo confiar en ti primero. Es lo justo. Todo ese asunto de invitarte a entrar me ha dejado pensando. ¿No te importaría si te pido que te quedes afuera hasta que salga el sol, muerto como eres y todo?

—¿De verdad crees que soy un vampiro? ¡Ojalá! Lof chupafangre no tienen que masticar. ¿Tienes alguna idea de cómo duele maffticar? —El muerto abrió la boca para acomodarse la mandíbula. Un ruido seco anunció que el hueso se había encausado. La pequeña corrección le permitió hablar más rápido y sin dificultad alguna.

—No sé qué esperar. La Dama dijo que serías lindo y un poco ido de la cabeza. —Seamus miró de reojo al rubio—. Para mí, todos ustedes, los blancos, tienen el mismo aspecto, y en lo que respecta a la locura, ten en cuenta que no soy amante de las estupideces. Si me complicas la existencia, encontraré la manera de matarte.

—Tenemos un trato entonces...

***

Esperaron toda la noche, mientras la tormenta empeoraba, preguntándose qué, en los inescrutables planes de Brigitte, podría haberlos unido, siendo elementos tan dispares. Uno negro, uno blanco, uno vivo, uno muerto, uno favorecido, uno obviamente no. Seamus no hizo preguntas, pero no pudo evitar pensar en lo que el rubio pudo haberle hecho al oráculo para que La Dama lo convirtiera en un revenant, sirviendo para siempre a los caprichos de la magia sin encontrar consuelo en la tumba o la buena voluntad de quienes lo resucitaron del sueño eterno. Al menos el muerto era bueno para entretener con una taza de café. A pesar de no beber el líquido, sabía exactamente cuándo pedir una segunda taza.

—Shhhh.

La tormenta estaba empezando a amainar, lista para el reposo del ojo del huracán, cuando el muerto soltó la taza y se acercó un dedo a los labios, pidiendo a su anfitrión que guardara silencio.

—Hay algo ahí fuera. Puedo sentir su peso rompiendo el espacio entre la arboleda, moviéndose hacia el este. No te acerques a la puerta o las ventanas, y apaga las lámparas. Es feo, está del peor de los humores y ha probado sangre. Es un tipo de criatura de esas con las que no se puede negociar.

Seamus maldijo entre dientes. Lo último que quería era ahogar la cabaña en oscuridad, pero se movió rápidamente e hizo lo que se le ordenó.
Algo pesado subió por los escalones del porche, haciendo que la madera se resquebrajara. Seamus preparó su rifle y el muerto presionó su cuerpo contra la puerta. El tendero pensó cuánta fuerza podría soportar el rubio si lo que estaba afuera decidiera abrirse paso. Y entonces, de forma inesperada, se sintió enfermo.

Toda la casa parecía oler a carne descompuesta.
—¿Qué demonios? —Fue lo poco que alcanzó a decir, antes de levantarse la camiseta para cubrirse la cara.
—Lo siento —ofreció el muerto—, esta no es la mejor manera de mostrar lo que puedo hacer, pero lo que está allá afuera anda de cacería. —Su voz se redujo a un susurro—. Ya sabes cómo va la cosa. Los cazadores prefieren que su presa esté viva.

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