Itamar

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Itamar abandonó con sigilo la habitación que compartía con sus dos hermanos, cuidando de no despertarlos. Una vez fuera, caminó a través del angosto y sombrío pasillo hasta detenerse en la ventana de la sala, área que estaba compuesta también por el comedor y la cocina. Un ambiente tres en uno.

Apartó la cortina. La oscuridad aún embargaba la atmósfera, la lluvia se reflejaba en las farolas extendidas a lo largo de la desolada calle, tan vacía como su estómago. Ese día no hubo ni para agua con panela, al menos no para él. Sus hermanos estaban en etapa de crecimiento, necesitaban alimentarse lo mejor posible.

Itamar ya había culminado esa fase, no era muy alto pero gozaba de una buena salud,a pesar que lo enjuto de su cuerpo y la aparente ausencia de vida en la profundidad de sus ojos negros, señalaran lo contrario.

Flaco, solían llamarlo sus compañeros de oficio. Zapateros con los que tenía más cosas en común de las que quisiera admitir.

Solo una cosa diferenciaba a Itamar de esos hombres ojerosos y sin ilusiones, él aún no había perdido la capacidad de soñar, de desear un porvenir dichoso para él y su familia.


Era un optimista. Siempre hallaba lo bueno de las cosas.

Se apartó de la ventana una vez verificó el estado climático. Esperaría unos minutos, si la tormenta no amainaba no le quedaría otro remedio que abandonar la morada en esas condiciones. No podía darse el lujo de perder el trabajo. Una fuente de ingresos estable, a pesar de que la remuneración no fuera tan buena y casi siempre llegara con retraso.

Un ruido, seguido de un lastimoso quejido, lo sacaron de sus cavilaciones. Al darse la vuelta, la escena que sus ojos captaron le apretujó el pecho, hondo y lacerante. Su madre arrastraba con dificultad un pesado tacho, el rostro se le desfiguraba de dolor por la tarea. La mujer llevó una mano a la cintura, señalando en silencio la causa de su martirio.

—¡Mamá! —Corrió hacia ella—, ¿qué fue lo que te dije? Tu espalda, no puedes hacer esfuerzo. Y además, ¿a dónde crees que vas con eso?

—Ay, hijo, estoy bien. —El cansancio del rostro decía lo contrario—. Voy a la lavandería a poner en remojo estas dos cortinas, y...

—¿Dos? —la interrumpió Itamar, fijando la vista en el rebosante canasto—. Ahí hay más. Si parece que son todas las cortinas de doña Marcela —dijo, reconociendo las prendas.

—No exageres, Itamar. Sí, hay más de un par, pero no tienes nada de qué preocuparte. Son fáciles de lavar y voy a recibir un buen dinero por hacerlo.

Itamar negó con la cabeza, mirándola con censura.

—Mamita, te acaban de operar, necesitas reposo. Podrías tener una recaída, contraer una gripe a causa de la fría temperatura o caerte por la escasa luz. —señaló a la ventana—. Aún no son las seis.

Lucía sonrió con dulzura a su hijo mayor. Arrugas de distintos tamaños hicieron surcos en el rostro, envejecido por las preocupaciones más que por los años.

—Sabes que aprecio que te preocupes por mí, lo digo en serio. Lamentablemente la realidad es otra. No puedo ponerme a descansar mientras tú trabajas, no puedo permitirlo —los ojos adquirieron el brillo de la tristeza—. No es justo para ti. Deberías estar estudiando en lugar de... de romperte la espalda en un trabajo en donde solo recibes malos tratos —el dolor que le embargaba el alma se desbordó en hilillos de lágrimas—. ¡Es mi responsabilidad cuidar de ti y de tus hermanos, no la tuya!

Itamar extendió los brazos hacia su madre. La envolvió en un cálido y reconfortante abrazo, le transmitió en silencio lo mucho que la quería y comprendía sus esfuerzos. Era un jovencito de diecinueve años, pero solo de físico, su mentalidad rondaba la treintena. Una planta que fue forzada a crecer en un ambiente inhóspito.

—Te entiendo mamá, más de lo que crees.

—Entonces... déjame ayudarte —susurró la mujer con voz entrecortada.

—Sabes que por el momento eso es imposible, puedes tener otra recaída. Y eso solo empeorará la situación.

Lucía bajó la vista, derrotada. En el fondo comprendía que su hijo tenía razón, pero la impotencia de no poder hacer nada para solucionar la precaria situación económica en la que vivían, la agobiaba.

—¿Hoy llegarás temprano?

El joven suspiró.

—No lo sé. El trabajo en la fábrica ha estado muy pesado. Seguramente hoy también laboraremos horas extras.

—Ese hombre los explota —recriminó ella—. Se aprovecha de las necesidades de sus empleados para pagarles sueldos denigrantes.

—Mamá... no hay mucho de dónde elegir cuando no se tiene un título. Hay que aceptar lo que venga, peor es estar sin trabajo.

—Lo sé. Aún así, pienso que deberían hacer una huelga y exigir sus derechos. Con ese tipo de empleadores las palabras sobran. Medidas radicales es lo único que funcionan.

Itamar caviló las palabras de Lucía. Imágenes subversivas acudieron a su mente. Escenas exigiendo mejores condiciones laborales sacudieron de extremo a extremo su espíritu revolucionario. Se permitió sonreír por aquellos pensamientos rebeldes hasta que la voz de su madre, como una ráfaga de viento, intensa y refrescante, puso fin a la efímera dicha.

—Solo espero que tu padre vuelva pronto —gimió compungida—. Si el estuviera aquí las cosas serían diferentes.

Él captó la preocupación en lo ojos femeninos, ensombrecidos por la congoja. Su papá se había marchado con la excusa de buscar un mejor porvenir para la familia.

El muchacho sabía la verdadera razón de la partida del jefe de hogar: "una mujer de largas piernas y culo de infarto". Palabras textuales de su padre, un tipo mezquino y miserable. Lucía lo tenía casi en un altar. Algún día tendría que quitarle la venda de los ojos, le causaría un gran dolor, pero sería un dolor superable. Su madre no podía seguir siendo presa de una mentira.

—No lo creo. Las cosas seguirían igual de haberse quedado—frunció el ceño, molesto—. Ya verás que nuestra situación mejorará, ahora debo irme. Toma —extendió un aparato viejo y descascarado, pero que aún servía—. Llámame si llegas a sentirte mal.

—Lo haré.

Él asintió con una sonrisa.

—Ah, devuelve esas cortinas. Doña Marcela lo entenderá —dijo antes de darse la vuelta.

Lucía compuso una mueca desilusionada, pero accedió a hacer lo que su hijo le pidió.

Itamar abrió la puerta de la casa, un frío abrasador le dio la bienvenida. Frotó con insistencia las manos para entrar en calor, levantó las solapas del abrigo y se tapó las orejas, que estaban empezando a dolerle a causa del gélido viento matutino. Otro día de arduo trabajo le aguardaba.

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