Fabio

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En un mullido colchón, cubierto de suaves sábanas de lino, descansaba un joven de cabellos castaños y ensortijados. Tenía la mitad del rostro hundido boca abajo entre las almohadas. Un brazo desnudo colgaba en el filo de la cama, cerca a una botella vacía de licor.  

La puerta de la suntuosa habitación se abrió con sigilo. Pasos, apenas perceptibles, se movieron por el elegante y delicado piso flotante. La figura se detuvo frente al joven, vigilando su sueño como un centinela improvisado. Le daba pena despertarlo, pero no había de otra.  

El silencio fue quebrado por una voz femenina:  

—Fabio, hijo. —Lo palmeó en el hombro—. Levántate.  

El aludido emitió un gemido de protesta. Movió la mano a un lado, la botella rodó con el toque.  

—¿Has bebido? Ay, Dios. —Fijó la vista en la botella de Whisky, no había reparado en ese recipiente de forma cuadrada. Los nervios la sobrecogieron—. Fabio, si tu papá viera esto ...  

—¡¿Mi papa?! ¿Ya regresó de su viaje?  

El joven se irguió de la cama en cuanto ella mencionó a su padre. En medio de los restos de la bruma alcohólica, un temor mordaz se abrió paso, como un canal de agua irrigando sus campos sanguíneos.  

—No todavía.  

—¡Que susto! , pensé que sí —soltó el aire, relajado—. ¿Qué hora es?  

—Las ocho de la mañana.  

—¿Las ocho? —Hizo una mueca de hastío— .¡Tempranísimo! Debería ser un crimen levantarse a estas horas. Ni el sol ha salido —señaló a la ventana.  

La mujer negó con la cabeza. Fue hacia el ventanal más grande y corrió las cortinas.

El astro solar entró con potencia en la habitación, cegando momentáneamente a Fabio hasta hacerlo recular, espantado. Se cubrió el rostro con afán, evocando la imagen de un vampiro que no quiere morir rostizado.  

—El sol hace rato que salió y con él muchas personas. No exageres, Fabio. Es solo un poco de luz —recriminó a su hijo por las infantiles protestas y ademanes de este.  

—Pudiste dejarme ciego, ¿no lo pensaste?  

Graciela puso los ojos en blanco. Caminó hacia la otra ventana para hacer lo mismo, mas en un giro brusco, soltó un quejido de dolor.  

—Mami, ¿qué sucede? ¿Te duele algo? —Corrió hacia ella, preocupado.  

—Sí, me duele todo el cuerpo. No resisto el dolor.  

—Voy a llamar una ambulancia ...  

—No es necesario —lo detuvo—. Esto se me quita con unas buenas horas en el spa.  

Fabio frunció el entrecejo, sin entender.  

—Estoy adolorida por los aeróbicos que hice ayer en el gym. El entrenador nos sacó el aire con una nueva rutina de ejercicios —suspiró con agobio—. Todo sea por mantener una figura estupenda.  

El joven se la quedó viendo unos segundos en silencio con expresión enternecida. Se acercó a la mujer que le dio la vida y dijo mimoso:  

—En tus condiciones no deberías estar haciendo esfuerzos.  

—Tienes razón, querido —concedió la mujer, sonriendo orgullosa. Su hijo era un gran muchacho, siempre preocupándose por su bienestar—. Voy a reposar en cama todo el día. Bueno, lo haré cuando regrese del centro de masajes.  

El corazón se le encogió a Fabio por el desdichado tormento que su madre estaba padeciendo.

Él conocía de primera mano el dolor mortificante que provocaba el ejercicio del gimnasio, al que religiosamente asistía en su esfuerzo por mantener un cuerpo fibroso y envidiable, y sobre todo, apetecible para las chicas, que sin querer presumir, no le faltaban. Su vida era difícil y él se sintió orgulloso de aportar con algo a la sociedad.

—Me parece bien. Sería bueno también que lleves a tu amiga Martina para que te acompañe, si llegas a sentirte mal. No creo que le moleste brindarte su ayuda.    

Graciela aprobó la sugerencia con una radiante sonrisa en el rostro. Una faz que no reflejaba los años transcurridos. La apariencia aún era lozana y fresca, obtenida por un sin fin de productos y tratamientos de belleza. La juventud de su piel era lo único por lo que tenía que preocuparse.  

-Lo haré. Ahora ve a ducharte, la empresa no puede estar sin su capitán.  

—Que flojera tener que sustituir a mi papá cada vez que se ausenta de la ciudad —siseó fastidiado. Se volvió a echar en el lecho—. No tengo ganas de ir hoy, la cabeza se me parte. No vuelvo a beber nunca más —promesa que duraría hasta el próximo fin de semana—. Llamaré al supervisor para que se encargue de todo.  

—No puedes hacerlo. Tu padre lo sabrá y tendrás serios problemas con él. Además, recuerda que es cuestión de tiempo para que asumas los negocios familiares.  

Fabio rodó los ojos, desganado. De haber sabido las responsabilidades que le aguardaban hubiera pospuesto su salida de la universidad, aunque en realidad su asistencia fue intermitente.

Él no había nacido para vestir un incómodo traje y enterrarse en desagradables charlas ejecutivas. El quería seguir siendo un espíritu libre, gozar de la vida sin limitaciones. Era obligación de su padre mantener a la familia, no la de él.

Por desgracia sus deseos de libertad bohemia estaban cerca de ser exterminados. Resopló. Si su destino eran los negocios aburridos, ya hallaría la forma de encontrar diversión en medio de montañas de papel y complicadas estadísticas financieras.  

—De acuerdo. ¡Ah ...! —Se quejó por el mareo que le dio al levantarse—. Lo que tengo que hacer por nuestra familia.  

—Tu papá te recompensará. Te espero en el comedor para desayunar —ofreció Graciela saliendo del cuarto.  

Minutos después, Fabio bajaba vestido con un elegante traje ejecutivo. Se detuvo frente a la mesa, llena de diversos platillos que perfectamente podría alimentar a una familia de cinco y dejarlos más que satisfechos. Pero no a Fabio, que arrugó la nariz al ver la cantidad de alimentos, como si un olor desagradable se hubiera colado por las fosas nasales.

Contempló la fuente de cristal con fruta picada, los huevos revueltos con jamón, la canasta de pan enrollado, las tortas de verde con queso y el jugo de naranja recién extraído. Comida que no le apetecía ni un ápice, y no debido a la resaca que lo estaba minando. Ese día se le antojaba otro tipo de desayuno. Algo más exótico. Haría una escala en el nuevo restaurante que quedaba cerca al almacén de calzado.  

—¿No vas a desayunar? —Interrogó su madre, advirtiendo el gesto de rechazo.  

—No tengo hambre —mintió.  

La mujer interpretó de forma errónea la falta de apetito.  

—¿Hoy llegarás temprano? —preguntó a continuación.  

El joven sonrió.  

—Claro, si hay mucho trabajo ya se lo delegaré a alguien más. Te veo más tarde, llámame al móvil si sientes algún malestar —agitó en el aire un artefacto reluciente y de última generación.  

—Lo haré —accedió sonriente.  

Fabio se dirigió al garaje a paso lento e inseguro. Cuando llegó al sitio, entró en un conflicto emocional al no decidirse qué auto conducir ese día. Después de una profunda meditación, se decantó por un lujoso BMW de color azul cobalto. Una vez acomodó el cuerpo en el asiento suave de cuero, encendió el vehículo y lo hizo ronronear unos minutos.  

Mientras tanto, se dedicó a admirarse a través del espejo retrovisor. A pesar del farrón de fin de semana, su aspecto era aceptable. Nadie notaría la resaca que lo aquejaba.

Arregló un mechón que se había suelto del engominado peinado, puso su play list favorito y al ritmo de "Despacito" de Luis Fonsi y Daddy Yankee, salió de la residencia rumbo a la empresa familiar. Otro día de sacrificado trabajo lo esperaba.

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