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 Para hacer una llamada, ya fuera a la policía o a mi mamá, tenía que subir al ático o al tejado. Antes me había parecido terrorífico, pero después de lo que había visto en los congeladores, sentía el ático como unas vacaciones relajantes. Si en una casa normal el ático es donde guardan basura y muebles viejos, imagina en la mansión Banister, donde hay eso en el resto de las habitaciones. Allí había mobiliario más antiguo que el meteorito que destruyó a los dinosaurios. Cortinas de telarañas zigzagueaban en el techo y bichitos de humedad rodaban por el suelo. 

 Me incliné bajo una biga caída y escuché la respuesta de mamá:

―¿Sangre?

 Ella estaba cocinando con Rei, lo sabía porque siempre que lo hacían juntos ponían la canción de la piña colada. Me la imaginaba junto a una tabla con verduras picadas en cubos, apretando uno de sus oídos para bloquear el sonido de la radio y frunciendo el ceño.

 ―¡Sí, sangre! En bolsas, de hospitales. En botellas. En frascos. En... en ¡En tarteras, mamá! Había sangre en tarteras.

 ―...

 ―¿Mamá? ―caminé por el ático esquivando muebles viejos y buscando señal―. Mamá, ¿me oyes?

 Creí que la había perdido hasta que escuché la voz de Rei susurrando:

 ―¿Encontró...? ¿Qué encontró?

 ―¡Mamá!

 ―Sí, cariño. Estoy aquí ―Silencio otra vez―. Ahora que lo pienso ―Silencio―, tu abuela sigue una dieta china. Es sangre de pato. Sé que es un asco, pero la beben en sopa. Se llama pinyin. Es típica de Shanghái. Googlealo, es verdad.

―¡Qué!

 Mamá siempre había sido una madre relajada. En primaría me decían que tenía suerte de tener una madre tan buena onda, ella no me regañaba y su única regla era que fuera feliz. De pequeña me dejaba ver televisión hasta altas horas de la noche, vestir como quisiera, saludar a los adultos cuando me diera la gana y jugar en el patio sin importar si estaba lloviendo. No sé si eso la convertía en buena madre o en mala, pero lo que sí sé es que ella siempre estaba de buen humor. Jamás se guardaba un cumplido y siempre mezquinaba las críticas y quejas. Mamá vería un vaso medio lleno como una piscina olímpica. Pero, aunque ella fuera una santa amante de lo libre y diverso debía tener sus límites. El mío, por ejemplo, era la sangre de pato. No supe qué responder cuando me dijo que la abuela bebía eso.

 ―La consumía y cocinaba cuando estaba consiente, ahora que pierde la memoria, seguro se olvidó que la tiene...

 ―No, mamá, eran muchos congeladores. Bastantes. Litros y litros. ¿Para quién iba a cocinar sopa de pato? ¿Para toda China?

 ―Déjalo así, amor. 

 ―¡Es raro mamá!

 ―Pero a ella le hacía feliz, la comida china era su pasatiempo. Ya. 

 No pude evitar sorprenderme ¿Quién, en su sano juicio, tenía de pasatiempo la comida china? Cuando no era china, ni había estado en China. Además, estaba segura que los chinos tenían más destrezas culinarias que ese platillo. Que fuera relajada no quería decir que fuera negligente, de hecho, una de las características que mamá había heredado de la abuela era la desconfianza. Desconfiaba de desconocidos; incluso cuando me mudé hace unas semanas a la mansión me pidió cientos de veces que no hablara con nadie y yo le respondí «Como si alguien fuera a tocar la puerta para visitar a la abuela»

 ―Es un asco, mamá.

 ―Mientras menos revises... esa casa, menos sustos... te... llevarás ―titubeaba al hablar porque del otro lado bisbiseaba Rei.

 ―Estoy segura de que leí la etiqueta de un hospital en una de las bolsas ―insistí y me masajeé el entrecejo―. No era de pato, mamá. Es de gente. Sangre humana. Y la tiene acumulada en recipientes de todo tipo.

 ―Se las habrán regalado vacíos. Sabes que la abuela tenía amigos en todos lados...

―¿Amigos? ―me pesaba reconocer que la única similitud que compartía con mi abuela era el mismo número de amigos: cero. 

―Conocidos ―corrigió―. Puede que le hayan dado de un hospital los recipientes que suelen usar para la donación de sangre de humanos. Dijiste que usó tarteras, con más razón, no tenía dónde dejar su reserva y habrá pedido ayuda a un amigo médico... 

 Me dio la impresión de que estaba nerviosa. 

 ―¿Ma?

 ―¿Acaso crees que la abuela tiene sangre humana en su casa? Vamos, hasta suena tonto ―suspiré mientras la oía―. Eh, bueno, est... Cariño, quiere hablarte Rei, te paso, te amo, mucho, mucho, mucho, mucho.

 Me desplomé sobre un cofre y solté un quejido. Oí cómo se pasaban el móvil de una mano a otra y susurraban.

 ―Encontró... ya sabes.

 ―¡Oh...! ¿No guardaba esa mierda bajo llave? ―bisbiseó Rei y mi madre le respondió algo que no oí―. Oh... ―Rei se aclaró la garganta―. Hola, preciosa ¿cómo va todo?

 ―Fatal, quiero irme. Estoy sola aquí.

 ―Pero todas las mañanas van los dependientes a dejarte víveres. Y también está tu abuela.

 Revoloteé los ojos. 

 Los dependientes.

 Eran un par de mellizos de mi edad. El chico no conocía más palabras que "sí", "no" y "já". Y la chica parecía querer matarme con cada mirada. Ellos venían todas las mañanas en una camioneta tan destartalada que parecía andar por arte de magia, ni siquiera tenía espejos o cristales y la mitad de las puertas estaba comida por el óxido y los neumáticos estaban secos y poco inflados. Lo peor es que la manejaban con orgullo y altanería, como si fuera una Ferrari.  Desmontaban la mercadería y la llevaban a la cocina de mala gana. Ellos trabajaban en el almacén familiar "Los buenos Halifax". Si así eran los buenos no quería conocer a los malos. 

―Lo sé, pero los dependientes no son muy simpáticos... aquí no hay nada para hacer y... ―suspiré.

 No podía decir en voz alta lo que quería decir: "No quiero cuidarla" Era egoísta de mi parte, me avergonzaba si quiera pensarlo, para empezar porque yo me había ofrecido. "No quiero cuidar a mi abuela en sus últimos momentos, prefiero jugar videojuegos en casa". Desalmada, así sonaba, pero así no quería ser. No quería ser ese tipo de gente.

 ―Entiendo que es mucha responsabilidad y que la abuela puede ser difícil ―admitió Rei con su voz conciliadora―. Sinceramente, creí que ibas a volverte a la semana. Y ya llevas quince días allá. Tu mamá está muy orgullosa y aliviada de contar contigo. Y ¿sabes qué?

 Susurros entre ellos otra vez. Rei chitando.

 ―¿Sabes qué? Ahora voy a cenar este risotto que preparamos y manejaré hasta allá ¿te parece? Es viernes por la noche. Llegaré mañana por la mañana. Pasaremos el sábado y el domingo y por la noche me vuelvo. Tu mamá irá el siguiente fin de semana, ella tiene examen el lunes y me gustaría que se centre en eso.

 ―¡Rei! ―se quejó mi madre.

 ―Rei... no sé qué decir. Trabajas el lunes ¿no será mucho?

 ―Tengo el resto de la semana para reponerme.

 No pude evitar sentirme aliviada. De alguna forma él siempre estaba ahí. Constantemente me preguntaba si así se sentía tener un padre. Rei no solo fue quién me regaló los patines, también me llevó a las primeras clases. Pidió que fuera un secreto entre nosotros, porque mamá no hubiera permitido que se comportara como padrastro. No duró mucho nuestro secreto, de todos modos. Luego de cada práctica las chicas iban al vestuario a ponerse las zapatillas o ducharse. Yo primero fui con desconfianza, agachando la cabeza y tratando de pasar desapercibida. Pero las chicas no dejaban de verme con morbo, hasta que una tomó coraje, agarró mis cosas y las lanzó fuera del vestidor.

 El recuerdo todavía lo tenía atravesado en la garganta y lo usaba como inspiración cuando tenía ganas de llorar. Me esforcé en despejar la mente y pensar en otra cosa. 

 ―Oh, está bien, te paso con tu mamá. Ella quiere... sí, bien, adiós, hermosa. Cuídate.

 ―Blythe ―mamá se oía preocupada―, cariño... cielo. Yo... no sé cómo poner en palabras lo mucho que aprecio cuánto te sacrificaste para que yo pueda dedicarme a los exámenes este verano. Y ahora Rei irá contigo... de verdad, no sé qué decir. 

 ―Obvio, dijiste que ibas a dejar la universidad para cuidar a la abuela. Eso es tonto. No puedes.

 ―Lo sé, lo sé... a veces me pregunto qué hice para merecerlos ―Suspiró nostálgica, eso era más extraño que toda la sangre de pato junta, mamá solo se ponía así cuando mencionaba a su hermano Adney, del cual casi nunca hablaba―. Eres noble Bly, eres amable y por tu sangre corre una justicia que no es conocida aún. Estoy orgullosa de que tomes tus propias decisiones y siempre sean para el bien ―Obvio pensaba eso de mí porque era mi mamá―. Por mi tumba juro que haré valer todo el amor que das. Te amo, mucho, mucho, mucho, mucho. Prometo que lo haré valer. Y tú prométeme que no entrarás de vuelta a esa habitación. No quiero que te contagies de algo.

 ―Covid.

 ―¡Cielos, ni de broma!

 Reímos.

 ―O la enfermedad del pato.

 ―Eso no existe ―rio mamá.

 ―Tal vez, pero puedo crearla ―agregué―, cuando vuelvas aquí no me encontrarás. Me habré convertido en cuna cosa con plumas. 

 ―Cua ―graznó mamá.

 Reí con ganas. No sé por qué, supongo que, porque me había asustado y, sin darme cuenta, los había echado de menos. No es fácil asustarse solo. Quería estar en casa, como todas las noches, cocinando con ellos o conectando la portátil al televisor para elegir música. O simplemente sentada en la sala, junto a la alfombra, jugando algo retro con Rei.

 Estaba sentada frente a un espejo y, a pesar de que el vidrio había conocido tiempos más limpios, podía reflejarme: una chica alta y huesuda, vestida con una remera blanca de un equipo de futbol que no conocía, pantaloncillos, zapatillas y polainas grises. Mi cabello era rubio y estaba recogido en un moño despeinado, lo había teñido hace unas semanas, pero el color café de mis cejas me delataba. Cuando el reflejo reía se le formaban húyelos y ensanchaba la barbilla. 

 Odiaba mi mentón, pero no mi risa.

 El reflejo se rio conmigo. Tenía los ojos cargados de lágrimas y la nariz roja.

 Entonces dije la palabra más ridícula y triste de todas mis vacaciones:

 ―Cua.

 Colgué.

 El ático se sintió tan grande y oscuro como el océano se debe sentir para un náufrago. Me levanté de golpe y choqué con una lámpara de pie que se tumbó. Di una zancada y traté de agarrarla, pero no pude. La lámpara se desplomó y levantó una nube de polvo tan grande que me quitó el oxígeno. Tosí y agité los brazos para disipar la polvareda. Encendí la linterna del celular, la coloqué en su sitio y entonces lo vi. 

 El cajón de un aparador estaba abierto y dentro se veía mi segundo mayor enemigo en la casa Banister: un libro.

 El lomo era negro como la brea y las hojas gruesas y amarillas. Me picaron los dedos. Linda no me permitía tocarlos, pero ese estaba empapado de polvo, literal no lo podía empeorar con mis dedos. 

 Jamás toques los libros. 

 Esa era la única regla a la que mamá se apegaba, cuando de niña protestaba enfurruñada, pero ella insistía que en las casas ajenas uno debe obedecer las reglas. 

 Casas ajenas. 

 Antes de notarlo lo tenía en mis dedos.

 «...eres amable y por tu sangre corre una justicia que no es conocida aún» La voz de mamá resonó en mi cabeza al instante. La culpa me pesó tanto que no pude manejarla. Sí, tan justa era que me burlaba de la confianza que ponían en mí. Pero es una regla absurda, decía mi mente, no hay que obedecer por obedecer. El libro está abandonado. 

 No. 

 Sí.

 No.

 Iba a dejarlo en su sitio, pero la caratula se partió. El cartón forrado estaba casi podrido. Antes de que se cayera a pedazos, lo sujete con ambas manos y unas fotografías se deslizaron de folios. Entorné la mirada confundida y comprobé que no era un libro, era un álbum de fotos. 

 Mi conciencia estaba intacta.

 Se me ocurrió algo que sonaba prometedor. Familiar.

 Recogí las fotos, las acomodé donde habían estado, puse todo bajo el brazo y corrí hacia la recamara de la abuela.

 A ella la encontré sentada en la mesita, mirando el atardecer. Estaba vestida con un albornoz de seda purpura y tenía su cabello peinado en una trenza. 

 —Nana, mira lo que encontré.

 Giró la cabeza con brusquedad y los orificios de su nariz se ensancharon, estaba muy molesta por haberle robado su momento de paz. 

 —What do you fucking want?

 Reduje la velocidad de la marcha y levanté el álbum ya sin muchas ganas de compartir un momento de nieta y abuela.

 —Encontré fotos, quería que las viéramos juntas y me dijeras si puedes recordar algo. Tal vez son de tu infancia en Cambridge o el periodo paleolítico. 

 —Dejé Europa cuando tenía quince años ¡Y no me llevé ni una foto!

 —Entonces ¿quiénes son estas personas? Amigos imposible. 

 —Es gente a la que le hubieses caído mal.

  Estiró la mano, dejé el álbum en su palma, pasó las fotos con expresión pétrea. Los folios protegieron el papel. Las imagines empezaban borrosas y de colores cafés, tenía más de cien años, luego tomaban definición y un color griseo para escalar a fotografías a color. Todas las fotos eran un niño y una niña, posando serios frente a la cámara, ambos con ropas elegantes, algunos se tomaban la mano. La abuela se detuvo en una en particular. Era una foto a color de dos niños rubios llorando, sus expresiones estaban herméticas, pero tenían las mejillas empapadas de lágrimas. Sus ojos eran de puro terror. Posaban frente a un fondo azul, esos paneles que ponen para retratarte, la niña tenía un vestido blanco y el niño un traje con chistera y moño del mismo color. Apretaban los labios, se esforzaban por no barrear.

 —¿Quiénes son?

 —No sé —pasó de página, terminó de ver las fotos una por una y cerró el álbum—. Aburrido. 

 —No creo, no había ninguna foto tuya. 

 —Claro que había.

 —¿Cuál?

 Me tendió el álbum. 

 —Tíralo a la basura, Miguel. Ya nadie revela las fotos, ahora es digital. Por algo lo puse en el ático, no era algo que quisiera volver a ver. 

 —¿Por qué solo hay niños?

 Suspiró resignada a mi curiosidad.

 —Son equipos. Se acostumbraba a tomar fotos cuando se formaba el equipo o cuando se separaban. 

 —¿Equipos de qué?

 —De cacería. Ahora vete. 

 Bufé.

 —Excelente charla, gracias por nada.

 —Cuando quieras.  

 Cerré de un portazo, prefería tener una conversación con los mellizos de la camioneta vieja. 

 No tenía nada mejor que hacer, así que me tendí en mi habitación, el cuarto más limpio que había encontrado. Había una cama de hierro, un colchón chato y viejo y mi maleta. Nada más. Encendí una linterna y pasé las fotografías. Saqué una con dos niños que estaban arrodillados y se abrazaban con locura. Ellos habían cerrado el puño sobre la ropa del otro, como si quisieran fundirse en ese abrazo salvaje. La niña tenía rizos oscuros hasta la cintura y el niño tenía ojos rasgados. Se podía ver el miedo de ambos, impreso en el papel. La imagen no tenía color y carecía de defunción, debería tener más de cien años, pero el terror era latente.  

 Giré la foto.

 «Ripley Maud y Aspen Rummage. Purificación: Aspen se niega a mandar la sangre. 12 y 7 años»

 Tal vez no querían formar equipo de cacería, podría ser que Aspen fuera vegana.

 Tragué en seco y giré varias fotos. Algunos niños se veían felices de formar equipos y ser fotografiados, se esforzaban por parecer serios, pero se notaba sutilmente la sonrisa traviesa. Otros estaban con el pecho hinchado de orgullo, en esos casos solo leía el nombre y la edad. 

«Basil Hatman y Linda Banister. 5 y 9 años» Finalmente encontré la fotografía de la abuela. No la hubiera identificado si no hubiera leído el nombre. En su caso ambos vestían togas y tenía cabello largo, así que no sabía cuál de las criaturas era mi querida nana, suficiente asombro tenía con que la imagen no estuviera tallada en piedra.

 El rugido de un relámpago hizo temblar el cristal ¿Acaso nunca pararía de llover?   

 Pasé los recuerdos hasta que me topé con la fotografía que la abuela se había quedado viendo por unos segundos de más. La saqué del folio.

«Ava Banister y Adney Banister. Purificación: se niegan a mandar la sangre, violaron uno de los sellos. 11 y 12 años».

 Mamá.

 En la imagen podía ver el parecido, ambos eran delgados, altos y castaños. Su nariz era pequeña y los ojos de los dos estaban remarcados por ojeras. Ellos estaban apostados junto a una pared descolorida. Se tomaban de la mano con fuerza. Adney estaba arrodillado, como si hubiera perdido la fuerza en las piernas y sostenía la mano de mamá, ella lo abrazaba y miraba hacia la cámara con el labio chueco. Los dos lloraban. 

 Sentí que se me estrujó el corazón.

 Eran mi mamá y su hermano. 

 No los había reconocido. 

 Un rayo sacudió la tierra e iluminó toda la habitación. 

 Jamás había visto una foto de tío Adney, pero ahí estaba, en un registro de equipos de cacería donde él lloraba para la eternidad. No era una buena primera impresión. De él solo sabía que había muerto joven y que se había llevado las palabras de mamá porque siempre que le preguntaba a ella de Adney, quedaba muda y se echaba a llorar. 

 En las películas inglesas los ricos que viven en mansiones en el medio de la nada suelen ir de cacería, toman escopetas y van a cargarse siervos o conejos. Traté de imaginarme la escena. Mamá y el tío Adney llorando porque no querían matar animalillos a escopetazos o comer sopa de pato.  

 La abuela había visto esa fotografía por unos segundos más, tal vez extrañaba a su hijo, tal vez, muy, muy en el fondo tenía sentimientos. 

 Me di golpecitos en las mejillas para espabilar y guardé la foto en mi equipaje, mañana cuando viniera Rei se la mostraría.

 Al llegar la media noche subí más animada hasta su habitación. Me gustaba saber que mi abuela podía llegar a enternecerse con un recuerdo. Con ella me sentía como ese robot solitario de marte que busca cualquier indicio de vida.

 Iba a preguntarle a Linda qué quería para cenar. Abrí la puerta y dije una broma que pensé de camino allí:

 ―Oye, ¿quieres pedir delivery? ―en mi cabeza hacía gracia porque estábamos a una hora de la civilización más cercana y porque, incluso a cinco minutos de un restaurante, mi abuela Linda preferiría comerse las sábanas antes que gastar dinero en un repartidor. 

 No encontré respuesta.

 ―Ya, perdón, solo venía a preguntarte si quieres sopa de pato, me da la impresión de que te gusta.

 No respondió, de hecho, ni siquiera la escuchaba roncar y eso que era su señal de vida preferida.

 Me congelé con el picaporte en la mano.

 ―¿Linda?

 Nada.

 ―¿Lin.. abuela?

 Un frío glacial descendió por mi columna vertebral. Con pasos temblorosos me acerqué hacia la cama. Vestía un camisón púrpura y satinado, tan oscuro que se veía negro. Ella tenía los labios separados y la mitad del cabello canoso en la cara. Se veía pálida de muerte, casi amarilla. Temía tocar un cadáver y aunque visualmente no había mucha diferencia, estiré la mano frente a su nariz y sentí en los nudillos su respiración húmeda. Suspiré aliviada.

 Vi que se había dormido con una rama rojiza y nudosa en sus manos, la envolvía en los dedos como si fuera un ramo de novia. Aunque la abuela Linda creía tanto en el amor como en los bancos, su esposo también la había abandonado, así que básicamente odiaba a los hombres. Arrugué el entrecejo. No sabía de dónde había sacado esa rama ni por qué la madera era roja. Tal vez se levantó sola, abrió una ventana y el viento de la tormenta se la trajo.

Era un poco más grande que un lápiz y parecía el dedo de una bruja. Me dio asco quitársela de las manos, así que la dejé dormir con eso. 

 Tenía el velador de su mesa de noche encendido. Me incliné para apagarlo, pero algo acaparó mi atención. Era un libro forrado de cuero. En el centro de la piel tenía grabado con letras doradas "Notebook". Desencajé la mandíbula. Mi abuela tenía un diario íntimo, donde escribía sus más profundos y privados pensamientos.

 Me pregunté si hablaría mal de mí... o si hablaría de mí. No sabía cuál de las dos era peor ¿Empezaría muy atrás? ¿Hablaría de sus vivencias de joven? Cómo en el mil seiscientos o algo así... ¿Habrá tenido algún amor? ¿Escribió algo cochino? ¿Siempre se sintió linda tal como su nombre lo indica? O acaso alguna vez... se sintió como yo.

 Antes de poder cuestionar si lo que hacía estaba bien o mal, tenía el libro en mis manos. Mamá decía que yo era justa, pero obvio lo pensaba porque era mi madre. Dejé otra vez el libro en la mesa, cerré el puño con el que lo había cogido y lo apretujé contra mi pecho. Estaba mal violar su privacidad. Además, tenía terminantemente prohibido tocar los libros y eso, precisamente, era uno. Volteé para volver y apreté los labios en una fina línea. Pero... Pero también merecía conocer a mi abuela, siempre había sido una extraña que ni siquiera me caía bien. Ella estaba a punto de estirar la pata y cuando muriera se repartirían sus pertenencias y yo iba a leerlo de todos modos, mejor leerlo con ella presente, conocerla en vida y estrechar un lazo que me permitiera... sí, como sea. Volví a agarrar el diario. Miré de reojo otra vez a Linda. Dormía plácidamente, contorsionada, como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza. Abrí el diario. La tapa era dura, pero se movía con facilidad, las hojas eran gruesas y satinadas también.

 Me gustaba la calidad. Fino, como ella siempre había sido.

 La primera hoja estaba en blanco.

 La segunda igual.

 Y la tercera.

 La cuarta.

 Suspiré. No me sorprendía que su diario fuera tan decepcionante, digo, qué podría contar de su vida.

 Junté páginas en un montón y las deslicé apretando los dedos. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada...

 ―¡SUELTA ESO! ―rugió mi abuela.

 De un momento a otro ella estaba de pie sobre el colchón, con los brazos abiertos y separados del cuerpo, como un ave rapaz dispuesta a volar. Brincó encima mío, al igual que un poseído. Me tumbó al suelo y traté de aferrarme a algo, pero lo único que hice fue chocar con la mesa de noche y derribar el velador. La pantalla de la lampara salió despedida y el resto cayó a mi lado. El foco continuaba intacto, nos iluminó y volvió las sombras más oscuras y gigantes. Yo aterricé de espaldas y ella sobre mí, de rodillas. Me clavó sus huesudas piernas en el estómago. Su postura agazapada era la de un animal que estaba dispuesto a comerme el cuello y no a besos. Tenía el cabello canoso y esponjado caído como una cortina sobre su mirada fulgurante de miedo y rabia. Nunca había sido una mujer ojerosa, pero de repente había una sombra delineando sus ojos brillosos y delirantes.

 Me miró encorvada y jadeante. Fue breve, tan solo un segundo. Bajó sus ojos al libro que todavía aferraba en mis manos. Atenazó el diario, histérica y me lo arrancó con una fuerza sorprendente no solo para una anciana, sino también para un humano.

 ―¡NO LO TOQUES! ¡TE DIJE QUE NO TOQUES LOS LIBROS! ―Aulló con una voz gutural que nunca le había oído.

 No voy a mentir, estaba cagada de miedo. Literal. El corazón era una cosa inquieta que amenazaba con quebrarme el pecho. Mi cuerpo se sentía liviano y las piernas me temblaban como gelatina. Sentía los ojos pesados por las lágrimas y toda mi boca pudo haber desparecido y ni cuenta me hubiera dado porque era incapaz de proferir un sonido. Siempre que me asustada mis pensamientos iban lento y me quedaba petrificada, como cuando las niñas de patín me echaron del vestuario. 

 Mi abuela se levantó aplastándome toda, parecía que de pronto recordó que era una anciana enfermiza, trastabilló hasta la cama y abrazó el diario.

 ―Lo siento Miguel ¿estás bien? ¿No te lastimé? ¿El libro está bien? ―bajó su mirada al libro y lo giró rápido en todos los ángulos posibles―. Sabes que no puedes tocar las cosas de la abuela, lo siento si te asuste, querido. Yo... esto es privado y muy, muy importante ¿verdad que sí? ―río nerviosa―. Bueno, ya está, todo arreglado, entonces... Mira, no le pasó nada ―dijo sosteniendo el libro con las palmas de sus manos, para tocarlo lo menos posible―. Así que no te preocupes, el libro está bien.

 Yo continuaba en la misma posición que antes, recordando cómo respirar. Me importaba una mierda su aburrido diario personal. Tragué saliva, retrocedí de culo, me puse de pie, la miré en silencio, volví a recular y enfilé hacia la puerta. Correría lejos de esa recamara, de la casa, prefería pasar la noche en la carretera, esperando a Rei. Estaba a tan solo tres pasos de la puerta cuando se cerró sola. Literalmente, en mi cara. Cuando sentí la briza del portazo noté mis lágrimas correr por las mejillas. Me temblaban hasta los hombros. 

 Agarré el picaporte y lo giré varias veces. Nada.

 ―Cariño ―me llamó con afecto, pero que fuera cariñosa conmigo, así tan de repente, era lo que más me aterraba―. Cariño, ven.

 La mano me ardía. Abrí las palmas y vi sangre. Cuando ella me arrancó el diario me cortó todas las yemas.

 Volteé. La abuela estaba sentada en la cama, con la espalda envarada y el libro sobre el regazo. Continuaba viéndose vieja, pero ya no estaba enferma. El cabello le había crecido, digo, siempre lo tuvo largo, pero ahora estaba como la cola de un caballo salvaje. Le enmarcaba la cara y lo tenía tan largo como su cuerpo.

 Volví a voltear, cerré los ojos y apoyé la frente en la puerta. 

 ―Guarda el libro ―insistió―. Confío en ti... Miguel ―dijo mi nombre con dificultad―. Aquí no hay nada raro, lo juro. Todo esto ―sonrió con mucho esfuerzo― es un malentendido, por favor, solo llévatelo. Confío en ti ―no sé si trataba de ser amable.

 Tampoco sé cómo lo logré, pero me limpié la sangre en la remera para que ella no viera que estaban sucias, volteé y volví en mis pasos. Tenía la mente ofuscada y el pulso trémulo. Ya me estaba imaginando acabar en el congelador. La sangre, lo sabía, no era de pato. Pero eso significaba que mamá me había mentido... por qué mamá me expondría al peligro, por qué me dejaría a solas con la abuela si ella de verdad fuera una amenaza. Debía estar imaginando cosas, sí, eso era.  

 Tenía la mente encapotada. 

  Tomé el libro, corrí hasta la biblioteca y lo solté al instante que vi el primer estante vacío. El diario aterrizó de lomo y se abrió. Sus hojas blancas, mudas y satinadas quedaron al descubierto. En ellas se veía una gotita minúscula de sangre, no más grande que una hormiga. Miré mis manos, habían empezado a gotear otra vez.

 Demasiado tarde, ensucié su preciado libro. Ahora ella iba a gritar como una bestia, a comerme el pescuezo y a convertirme en sopa china. 

 Miré hacia la cama, por suerte estaba en un punto ciego para ella, giré la cabeza otra vez para ver el libro. Estaba nerviosa. Agarré el borde de mi remera y cuando me disponía a limpiarlo vi que unas letras doradas... no, luminosas, se dibujaban en la hoja. Eran hermosas, como si la tinta fuera luz. 

 "Bienvenido al..."

 ―Qué... ―fue lo único que logré formular.

 ―Mierda ―la abuela estaba parada junto a mí y blasfemó con autentico pavor en los ojos―. Qué has hecho ―susurraba, como si temiera alzar la voz―. En ese mundo está encerrada Morgana y Halifax. 

 Palpó desesperada sus prendas como si buscara un arma. Viró su cabeza hacia las sábanas revueltas. Entendí demasiado tarde que ella buscaba su ramita roja. 

 La hoja terminó de escribirse sola y darnos la bienvenida al:

 ―Miguel, Corr... 

 "...Reino de Hielo"

 Fue lo último que leí antes de despeñarme por la montaña nevada.

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